De nada habían servido los avisos de Abraham Bar Hiyya, su amigo y compañero de estudios, cada vez más asustado del giro que estaban tomando las cosas.
El rey, presionado por la Iglesia, lo condenó a dos años de exilio y a la quema de todos sus libros. Sin embargo, sus enemigos no quedaron satisfechos, por considerar que la condena era insuficiente. Sin perder tiempo, escribieron y apelaron al Papa, exigiendo un castigo ejemplar. Y no tardó mucho el Papa en responder a su demanda y ordenó al rey a que cambiara la condena y sentenciara al anciano judío al exilio de por vida. De esta manera, el gran filósofo fue arrancado de su Girona natal, la cuna de sus antepasados, y forzado a emprender el largo viaje hacia Palestina. Nunca volvería a pisar la tierra que le vio nacer.
Los recuerdos producían en Abraham una angustia sofocante, deseaba que su memoria desapareciera, que todo se convirtiera en un mal sueño, en una pesadilla irreal que se desvaneciera al despertar.
Se levantó, con esfuerzo, y caminó hacia la popa de la embarcación. Le convenía un poco de ejercicio, tanto para su cuerpo como para su mente. Andaba despacio, inseguro, no estaba acostumbrado al vaivén marinero. A poca distancia, contempló al pensativo Guils, apoyado en la borda, con la mirada perdida. «Su mente parece tan perdida como la mía -pensaba Abraham- Guils… sí, creo que se llama así, Bernard Guils, un mercenario, o eso me han dicho, que vuelve a casa.» Abraham reflexionaba para sí, descansado de que su mente se hubiera interesado en otro tema, agradeciendo aquel respiro que alejaba de su pensamiento las ideas oscuras y deprimentes. Contempló a Guils con interés y vio a un hombre maduro, de complexión poderosa, alto y delgado, con un parche negro cubriéndole el ojo izquierdo. Recordó la delicadeza con la que le ayudó a embarcar, tan poco acorde con la fiereza de la mirada de su único ojo. Como médico, Abraham había sido requerido, antes de embarcar, para atender a uno de los miembros de la tripulación. Lo habían encontrado detrás de un montón de sacos de trigo, a punto de ser cargados, y cuando el anciano judío llegó, se encontró a Guils, inclinado sobre el cadáver. Le indicó un imperceptible punto, enrojecido, en la base de la nuca. Ambos se miraron, calibrándose uno al otro, sin una palabra y, sin haberse visto jamás, se reconocieron.
No, Abraham no cree que Guils fuera un mercenario, ha visto a muchos hombres pendencieros en su vida y ése no era uno de ellos. Un mercenario haría sentir su presencia, no dejaría de hablar de sus supuestas heroicidades, ciertas o inventadas, y Guils era un hombre silencioso. Más bien parecía un soldado, un fiel servidor de alguna causa que el judío desconocía, y parecía preocupado y abatido, aunque no dejaba de observar todo lo que sucedía a su alrededor, de forma discreta, sin llamar la atención.
Abraham sentía un especial interés por ese hombre. Extrañamente, era el único que le transmitía una corriente de confianza y seguridad y eso era algo raro, ya que él no era una persona inclinada a confiar en extraños, la vida le había enseñado a ser prudente y cauteloso. En sus conocimientos sobre la raza humana, la confianza había sido un factor que había ido desapareciendo con el tiempo. «Quizá fuera por la intensa sensación de tristeza que Guils transmite», reflexionaba Abraham, una tristeza profunda, como si fuera el único contenido de su alma.
Contrariamente, el resto de los pasajeros eran una fuente de inquietud para el anciano judío. Los dos frailes dominicos, sobre todo el de mayor edad, que intentaban evitarle por todos los medios, le producían una intensa desazón. La gran nave en la que viajaban parecía empequeñecerse ante las maniobras de los frailes para evitar su cercanía, su mirada. Si por ellos fuera, ya estaría en medio del océano, abandonado entre las olas, sin necesidad de ninguna tormenta. «En realidad, la peor tormenta son ellos», pensaba Abraham sin poder evitar una triste sonrisa.
También viajaba con ellos un comerciante catalán, un tal Ricard Camposines, siempre vigilante de la carga que la galera transportaba en su vientre. Aunque su actividad, lejos de in quietarle, le divertía, viéndole subir y bajar de la bodega, persiguiendo al capitán veneciano con sus problemas… «El capitán, ése es otra historia -seguía meditando Abraham-, una mala persona. Qué se puede decir de venecianos y genoveses, siempre dispuestos a sacar provecho de la peor desgracia.» Pero al momento se arrepentía de sus prejuicios. Abraham tenía buenos amigos en Venecia y Génova, los prejuicios habían condenado a su buen amigo Nahmánides y también podían condenarle a él mismo. No, en realidad, no le gustaba el capitán, fuera de donde fuera, pero los pensamientos sombríos habían vuelto a su mente. Se sentó en un rincón de la cubierta, más próximo a popa, cerca de Bernard Guils, acariciando su vieja bolsa en la que guardaba sus útiles de medicina. Pero había algo más en ella que sus instrumentos y sus remedios, algo que no debían descubrir los dos frailes que viajaban con él, algo que debía ser protegido y ocultado por un tiempo, quizás un largo tiempo.
En la bodega de la embarcación, Ricard Camposines aseguraba, por milésima vez, las cuerdas que mantenían la carga estabilizada y fija. Desconfiaba de aquella tripulación de ineptos, divertidos ante su preocupación, a los que no parecía importar lo más mínimo que la carga llegara en perfecto estado.
Pero aquella carga era una de las cosas más importantes en la vida de Camposines, un riesgo que corría para asegurar la felicidad y la paz de su familia. Había invertido hasta su última moneda, todo su patrimonio, y lo que era peor, se había endeudado con los prestamistas que, a su llegada, le esperarían dispuestos a cobrar la deuda. Esa carga representaba su futuro.
Repasó, cuidadosamente, las cuerdas que sostenían los fardos repletos de materiales colorantes, pigmentos de los más variados colores, un hermoso arco iris cromático que embellecería pieles y tejidos y que los artesanos del tinte, con sus conocimientos, se encargarían de fijar en telas de tonalidades extraordinarias.
Llevaba un año fuera de casa, viajando por países remotos, tras la pista de aquellas materias de colores y texturas diferentes. Le gustaba su trabajo, le permitía conocer países y gentes diversas y abría su corazón y su mente. En Occidente se juzgaba con demasiada rapidez, con excesiva crueldad, pensó, en tanto observaba al anciano judío sentado en la popa de la nave.
Sus viajes le habían proporcionado otra forma de contemplar a sus semejantes. Había conocido a toda clase de gente, personas sencillas, preocupadas por el bienestar de su familia, por su salud, por su trabajo… igual que en todos los lugares. ¿Qué importancia podía tener el nombre del Dios que cada uno adoraba?
Acarició los fardos pensando en su mujer Elvira, en sus ojos de un gris profundo semejantes a las aguas de un lago en otoño. Amaba a su mujer desde el primer día en que la vio, en una de las innumerables ferias que por aquel entonces recorría. Amaba su fortaleza, la alegría con la que se enfrentaba a la vida y recordó su voz, sus risas. No habían tenido muchos motivos de alegría en los últimos años, la enfermedad de su hija había hecho decaer el ánimo de toda la familia. Y ése era uno de los motivos de aquel interminable viaje, conseguir el dinero necesario para poder pagar a uno de los mejores médicos.
Hacía un año que Ricard Camposines había jurado que su familia no volvería a pasar privaciones nunca más y nadie de aquella maldita tripulación conseguiría que su misión fracasara. Recordar aquella determinación le hizo sentirse un hombre nuevo.
Subió de nuevo a cubierta, indiferente a cómo el capitán veneciano lo observaba irónicamente. No le gustaba aquel tipo ni su mirada de ave carroñera, lista para atacar en el momento más propicio. Se acercó al lugar donde reposaba el anciano judío y le saludó cortésmente. Había observado el comportamiento de los dos frailes dominicos, su obsesión por evitar a Abraham, como si éste sufriera la peor de las pestes y pudiera contagiarles. Dudó unos instantes, al propio Ricard le asustaba acercarse a él, atemorizado por si aquellos dos frailes le vieran hablar o aproximarse demasiado al anciano judío. Les creía capaces de todo, incluso de acusarle de connivencia con los infieles tan sólo por darle los buenos días a Abraham. Deseaba mantener con él una conversación intranscendente y superficial sobre la última tormenta, o hacerle notar el azul brillante y oscuro que tenía el mar a esa hora y comentarle lo hermoso que sería poder teñir una tela con ese color.
Pero no lo hizo y pasó de largo, sin detenerse. Su conciencia se entristeció, aunque escuchó con atención a su mente que le aconsejaba prudencia, porque el viaje estaba llegando casi a su fin y no podía arriesgar tanto esfuerzo por un anciano judío que parecía absorto en sí mismo.
Estiró sus miembros entumecidos y respiró hondamente el aire marino, limpio y transparente, que dio energía a sus pulmones. Se dispuso a dar su paseo diario por cubierta para que sus piernas no olvidasen la función para las que estaban hechas.