Vio a Bernard Guils, apoyado en la popa, como si contemplara todo aquello que se alejaba con pesar, indiferente a todo lo que se aproximaba. A los dominicos en proa, alejados todo lo físicamente posible del viejo judío, rezando sus oraciones, sin dejar su vigilancia. Observó el movimiento de sus labios pendientes de la letanía, en tanto sus mentes y sus miradas prescindían de la plegaria, atentos al mundo exterior. También vio a Arnaud d'Aubert, junto al capitán, contándole una de sus innumerables hazañas en donde él mismo era el principal protagonista, y que no se cansaba de repetir a quien quisiera escucharle. «Éste sí tiene pinta de mercenario -pensó Camposines-, éste y no el otro que dice que lo es. Las apariencias siempre engañan.»
Dio por acabado su paseo y volvió a bajar a la bodega. No iba a permitir que ningún fardo se rompiera, ni que un gramo de su preciosa carga quedara abandonado en aquella maldita nave. Ni hablar, si de él dependía, eso no iba a suceder.
El capitán Antonio d'Amato escuchaba, indiferente, el relato de Arnaud d'Aubert. No creía una sola palabra del discurso del provenzal, ni tan sólo que lo fuera, había trabajado, tratado e incluso matado a muchos provenzales para creerse a aquel charlatán. Sordo a su torrente de palabras, le observó con detenimiento. Era de estatura mediana y muy delgado, aunque bajo la camisa se adivinaba una musculatura tensa, preparada para la acción. Poseía unos ojos claros, azules o grises, desvaídos, aunque en ocasiones un destello de crueldad asomara en ellos. Y después estaba la cojera, aquel andar arrastrando levemente la pierna izquierda. Según D'Aubert, era una vieja herida de guerra, una flecha musulmana que le había atravesado el muslo. Pero D'Amato dudaba mucho de la veracidad de aquella historia, incluso de la propia cojera. Había observado que en algunas ocasiones desaparecía totalmente, y que D'Aubert se levantaba con excesiva rapidez para un tullido. El veneciano no tenía ni idea de por qué un hombre sano finge no serlo, y no le importaba en absoluto. Únicamente pensaba que tal disimulo no podía esconder nada bueno.
El capitán tenía ganas de llegar a puerto y deshacerse de toda la carga de pasajeros que había embarcado en Chipre. No le gustaba aceptar viajeros excepto que ello le reportara beneficios interesantes, y era necesario tener la bolsa muy repleta para satisfacer sus exigencias. Por eso le sorprendió encontrar a tantos pasajeros dispuestos a soltar sumas tan importantes sin una sola queja ni un intento de regateo. Era un caso asombroso, meditó, tantos a la vez y en una misma dirección: Barcelona… nunca había encontrado tantos pasajeros y con los bolsillos tan rebosantes, y eso que llevaba muchos años dedicado a la navegación y al transporte.
En el puerto de Limassol era tiempo de embarque de peregrinos hacia Tierra Santa, aunque el negocio estaba a la baja a causa de las hostilidades en el Mediterráneo. Aquel puerto se había convertido en refugio de comerciantes y náufragos sin destino, y de esos últimos había demasiados y de todas las nacionalidades. El lucrativo negocio de las Cruzadas, tan rentable durante años para los venecianos, estaba en sus peores momentos y la guerra abierta entre las repúblicas italianas no mejoraba la situación. El peor problema para D'Amato en aquellos momentos no era encontrarse frente a una flota egipcia, sino frente a una sola nave genovesa.
Ningún monarca cristiano estaba interesado en salvar Tierra Santa, sus intereses estaban en Occidente, en afilar sus espadas para apoderarse de los restos del gran Imperio alemán, una vez muerto Federico, el último emperador HohenstaufFen. «Los buitres se pelean por cada trozo de despojo -meditó D’Amato-. Pronto se devorarán entre sí y será un buen momento para mí.» De todas maneras no se podía quejar, la guerra comercial contra Génova le había reportado grandes beneficios y, por lo que parecía, iba a poder continuar con el saqueo.
No soportaba a los genoveses, ni a los pisanos; en realidad, D'Amato no soportaba a casi nadie.
Demasiados pasajeros, volvió a mascullar con malhumor. Su mente regresaba al punto de partida, pero faltaba muy poco para llegar a Barcelona y había sido una buena ganancia desviarse de su ruta hacia Venecia. Pensó en las hermosas piedras preciosas que el viejo judío le había entregado en pago a su pasaje. Sacaría una buena tajada por ellas en cuanto llegara a casa, una cantidad equivalente a seis viajes como aquél en el mercado marítimo. Mucha prisa debía de tener aquel judío para volver a casa o quizás era tan rico que no le importaba gastar una suma semejante. De todas maneras, los motivos de sus pasajeros eran la última preocupación del veneciano.
En proa, las oraciones no lograban tranquilizar el ánimo de fray Berenguer de Palmerola. Había sido un viaje de pesadilla, en medio de bárbaros que se llamaban a sí mismos cristianos. Jamás hubiera tenido que aceptar aquella misión, pero su ambición se había impuesto con fuerza, pensando que un encargo de aquella naturaleza le haría brillar a los ojos de sus superiores. Finalmente comprobarían su innata valía, su inteligencia, menospreciada durante demasiado tiempo entre las paredes del convento.
Sus conocimientos de árabe y hebreo, que él había considerado el punto de partida para una brillante carrera, le habían encerrado en bibliotecas, aferrado a una pluma y traduciendo aburridos textos que nadie leería. Se había sentido decepcionado y encolerizado ante la indiferencia de sus superiores -que no apreciaban sus extraordinarias dotes como predicador-, y sus súplicas para ser enviado en misiones de conversión habían sido repetidamente denegadas.
Pero había creído que llegaba su hora cuando su superior le llamó para encargarle aquella delicada misión hacía ya dos años. Debía trasladarse a la corte del Gran Khan mongol y ponerse en contacto con los cristianos que allí había. Le sorprendió saber que entre aquellos salvajes pudiera haber hermanos de fe, pero su superior le comunicó que se trataba de una secta cristiana primitiva, llamada de los Nestorianos, y que la propia madre del Khan y su esposa principal pertenecían a dicha religión. Se enteró también de que los mongoles habían destruido los principales nidos de los infieles musulmanes, que habían caído ciudades como Bagdad, Alepo y Damasco. Era el momento adecuado para emprender aquel viaje y entablar relaciones con el pueblo mongol, y su superior quería un informe completo de la situación.
A pesar de su edad, fray Berenguer emprendió el viaje con la fe de un soldado y la ambición de un príncipe. Soportó las penalidades imaginando que iba a convertirse en la figura más admirada, que todas las tribus mongolas se rendirían ante sus inspiradas palabras, y que el propio Papa suplicaría su ayuda. Hasta era muy posible que llegara a alcanzar la cima más alta dentro de su orden de Predicadores. Por fin, después de tantos años, iba a demostrar su gran talento.
Pero ninguno de sus sueños se había cumplido y el viaje pronto se convirtió en su peor pesadilla. Desde el principio, el Gran Khan se negó a recibirle, ordenándole de forma obstinada que se entrevistara con su hermano, el Ilkhan Hulagu. Nada pudo hacer para convencer al soberano mongol de la importancia de su visita, ni tan sólo cuando, en un arranque de desesperación, juró que le enviaba el mismísimo Papa y que su negativa a recibirle podría acarrearle la excomunión. El Gran Khan no pareció conmoverse lo más mínimo.
Durante un año había esperado la audiencia con el Ilkhan Hulagu, entonces concentrado en conseguir una alianza con los bizantinos, y cuando lo consiguió, sus encendidas palabras no causaron un gran efecto, más bien una cortés indiferencia y el consejo de que lo mejor sería que hablara con su primera esposa, la emperatriz Dokuz Khatum.
Fray Berenguer había quedado escandalizado ante el comportamiento de aquella secta de mal llamados cristianos, de su ignorancia y del libertinaje de sus eclesiásticos, de sus bárbaras ceremonias y de su tolerancia hacia otras religiones herejes. Se había apresurado a escribir a su superior un informe incendiario, notificando que la única solución para aquel pueblo de salvajes era que una lluvia de azufre los borrara de la faz de la tierra, que no había salvación posible para ellos y que la orden de Predicadores haría bien ahorrándose aquel penoso viaje.
«Aniquilarlos completamente -pensó en tanto la plegaria salía de sus labios-, ésa era la respuesta.» Si él, con su talento indiscutible, no había podido convencerlos del error en que vivían, nadie iba a conseguirlo, de eso estaba totalmente seguro. Sentía una gran rabia y frustración, aquellos malditos nestorianos, que con sus ritos humillaban la liturgia romana, se habían convertido en un obstáculo para su carrera. Ni tan sólo había esperado la contestación a su carta, ya que podía tardar meses, y no estaba dispuesto a seguir en aquella tierra de pecado. Más que partir, había huido lleno de cólera y rabia.
Lo único que le faltaba era verse obligado a compartir el escaso espacio de aquel maldito barco con un repugnante judío, que pronto se convirtió en blanco de sus iras. Fray Berenguer ni siquiera reparaba en el resto de pasajeros porque su mirada se había concentrado, desde el principio, en el venerable anciano que para él representaba toda la mezcla pecaminosa de vicios y herejías que había encontrado entre los mongoles. Para él, no había la más mínima diferencia.