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Jaime I, monarca de Catalunya y Aragón, construía una nueva línea defensiva de murallas para dar un respiro a la creciente población. Iniciada en el tramo del nuevo barrio de Sant Pere de les Puelles, la muralla avanzaba hacia la iglesia de Santa Ana y seguía hacia el mar, aprovechando el trazado del torrente de las Ramblas. Este antiguo torrente, llamado durante años por su nombre latino arenno, y denominado ahora por su término árabe de ramla, marcaba el límite occidental de la ciudad.

Un gran barrio marítimo crecía alrededor de la iglesia de Santa María de les Arenes, en el lugar donde medio siglo después se alzaría la impresionante mole de Santa María del Mar. El barrio, integrado por armadores, mercaderes y marineros, había crecido de forma espectacular, la plaza de la iglesia se había llenado de talleres y de actividad mercantil y nuevas calles se abrían hacia el exterior, dando paso a los espacios dedicados a los gremios de artesanos de la plata y a los que confeccionaban espadas y dagas.

Este nuevo barrio, la Vila Nova del Mar, enlazaba con el mercado del Portal Major, el más importante de la vieja muralla romana y que conducía a una de las vías de salida de la ciudad, la Vía Francisca, sobre el trazado de la otrora importante calzada romana. El antiguo orden romano de urbanización marcaba todavía el recuerdo del cardus y el decumanus, grabando una gran cruz en el corazón de la ciudad.

Sin embargo, aquella gran urbe en expansión carecía de un buen puerto, a pesar de haberse convertido en una de las potencias marítimas y comerciales del Mediterráneo. El antiguo puerto, a los pies del Montjuic, estaba totalmente inutilizado desde hacía largo tiempo a causa de las riadas y de la acumulación de arena. Sólo disponía de su amplia playa, con la única protección de varios islotes y bancos de arena. Las grandes naves de carga no podían acercarse a la orilla y se veían obligadas a echar el ancla a cierta distancia, dependiendo de pequeñas embarcaciones que hacían el duro trabajo de transportar a tierra mercancías y pasajeros. Aquella situación había favorecido el crecimiento de varios oficios que ocupaban a gran parte de los hombres de la ciudad. En primer lugar, los mozos de cuerda, responsables de cargar y descargar las mercancías, y también los barqueros que, con sus embarcaciones, trasladaban a gentes y fardos de un lado a otro. El mejor negocio, sin duda, lo hacían los propietarios de las barcas, que solían tener un buen número de esclavos, cosa que les reportaba importantes beneficios.

Barcelona, la gran potencia marítima, que hacía la competencia a venecianos, pisanos y genoveses, que construía grandes naves en sus atarazanas, tardaría casi dos siglos en poseer un puerto en condiciones. La urbe, que se expandía fuera de sus viejos límites, tenía una población que ya excedía los treinta mil habitantes.

Bernard Guils oyó los gritos de los marineros, anunciando la llegada a la ciudad. Intentó levantarse del jergón donde había permanecido los últimos días, deshecho, vomitando lo que ya no tenía en el cuerpo, escondido de los demás pasajeros y de la tripulación para que nadie pudiera contemplar su debilidad. Le fallaba la vista de su único ojo, como si una fina cortina de tul se hubiera descolgado de algún lugar misterioso. Sentía cómo sus entrañas se retorcían produciéndole un dolor agudo y, a veces, insoportable.

«Dios mío -pensó-, dame fuerzas para llegar a puerto y después haz conmigo lo que te plazca, pero necesito llegar a tierra.»

Sabía que no se trataba de un simple mareo. En sus numerosos viajes le habían informado de aquel mal que convertía a los hombres más fuertes en pobres criaturas inútiles e incapaces del mínimo esfuerzo. No, lamentablemente, no era ése el mal que le hacía sufrir de aquella manera, era peor. Mucho peor.

Se obligó a levantarse, y consiguió caminar casi a rastras, con los labios apretados en una fina línea recta, intentando controlar la náusea, el dolor de un hierro candente en sus entrañas. Angustiado, palpó el paquete que todavía guardaba en su camisa comprobando que seguía allí, empapado del sudor que transpiraba todo su cuerpo.

La realidad se impuso con toda su fuerza en la mente de Guils. Se estaba muriendo, ninguna nueva vida le estaría esperando al bajar a tierra, ya no sabría nunca qué se había hecho de su familia, de sus hermanos carnales, de la gran casa rural donde había nacido. Todo se desvanecía con rapidez, finalmente aquellos que le perseguían habían dado con él, pero se había enterado demasiado tarde. Lo único que le quedaba por hacer era un esfuerzo sobrehumano antes de morir, pensar rápidamente y con claridad.

Cerró los ojos con fuerza, casi sin aliento, pero la única imagen que aparecía en su mente con diáfana nitidez era Alba, su hermosa yegua árabe que tantos años había compartido con él, tantos sufrimientos y victorias. Vio su mirada cuando cayó herida de muerte, la mirada más dulce que jamás nadie pudo imaginar y sintió el mismo dolor que le traspasó en el momento de sacrificarla para que no sufriera. Y parecidas lágrimas a las de entonces inundaron su rostro. Allí estaba, moviendo la crin en un gesto de reconocimiento.

– ¿A qué esperas, amigo Bernard? Aquí estoy, aguardando tu llegada -parecía decir, con la misma dulzura en la mirada. Subió a cubierta, arrastrándose, como un borracho perdido en sus fantasías alcohólicas. Respiró el aire puro intentando reponer unas fuerzas que le abandonaban y vio, entre nieblas, la cara del anciano judío, inclinado sobre él con expresión preocupada.

– Guils, Guils, Guils…, parecéis enfermo, necesitáis ayuda. Abraham le pasó un brazo por la espalda intentando que se incorporara y Guils comprobó que el anciano todavía conservaba una gran fuerza en los brazos. Pensó que la Providencia le proporcionaba un inesperado, si bien extraño, camino.

– Debéis ayudarme a llegar a tierra, amigo mío, es imprescindible que desembarque… llegar a tierra… -Sus palabras sonaron confusas, le costaban esfuerzo y dolor. Tenía que confiar en Abraham, no había elección.

– Os ayudaré, podéis estar seguro, Guils.

– Creo que me han envenenado, Abraham, no me queda mucho tiempo de vida, ayudadme a bajar a tierra.

Abraham dejó a Guils apoyado en el castillo de popa y corrió en busca de agua. Después, abrió con rapidez su bolsa y mezcló unos polvos de color dorado en el líquido.

– Tomad esto, Guils, os ayudará a calmar el dolor para que podáis desembarcar. Después os llevaré a mi casa, soy médico, os pondréis bien.

Bcrnard Guils bebió el remedio despacio. Tenía que pensar, sólo quería pensar con claridad. Su brazo apretaba con fuerza el paquete que llevaba consigo, como si toda su energía se concentrara en aquel gesto de protección. Oyó a uno de los tripulantes avisar de la llegada de una barca para recoger a los pasajeros y llevarlos a la playa y, ayudado por Abraham, logró incorporarse a medias.

– Ánimo Guils, apoyaos en mí, podéis hacerlo. -El anciano le sostuvo con fuerza y le obligó a dar unos pasos. Guils sintió las piernas entumecidas, muertas, pero siguió adelante, hacia el lado de estribor, donde los pasajeros hacían cola para desembarcar.

Fray Berenguer de Palmerola, en primera fila, contempló cómo Guils se aproximaba con dificultad, casi llevado en volandas por el judío.

– Mercenarios borrachos y herejes judíos -dijo sin un asomo de piedad-, qué puede esperarse de una ralea maldecida por el propio Dios. Es indigno que me obliguen a viajar en compañía de tanta escoria, tendría que escribir al propio rey para que solucione tan espantoso dilema.

A fray Pere de Tever, sin embargo, no le impresionaron los comentarios de su viejo hermano, no creía que Guils estuviera borracho, ni mucho menos. Parecía enfermo, muy enfermo. Cuando aquellas dos tristes figuras se acercaron a ellos, fray Pere se ofreció a ayudar a Abraham con su pesada carga y su espontánea decisión le costó una horrorizada y furiosa mirada de fray Berenguer. Pero el joven fraile estaba realmente harto del comportamiento de su superior, de su furia destructora. Aquellos últimos días, la ciega rabia de su hermano contra el judío le había hecho reflexionar y se juró a sí mismo que jamás, pasara lo que pasase, se convertiría en alguien tan desagradable como fray Berenguer.

Bajar a Guils hasta la barca fue una operación difícil y complicada que exigió la colaboración de pasajeros, tripulantes y del propio barquero. Incluso Camposines ayudó, olvidando por unos momentos su preciosa carga. La embarcación se dirigió a la costa, en tanto Bernard Guils perdía el conocimiento en brazos de Abraham. D'Aubert, en la proa, no pudo evitar sentir la satisfacción de la malicia. Menudo mercenario, rió para sí, tan orgulloso y prepotente, borracho perdido en brazos de un judío, eso sí que tenía gracia. Se alegraba de la desgracia de Guils, le hacía sentirse realmente bien y, aderezada con un poco de imaginación, aquella historia podía convertirse en una buena narración de taberna. Sí, él y Guils enfrentados en una competición para probar su resistencia con el vino, vaso tras vaso, él sereno y sin perder la compostura, bebiendo sin vacilaciones, Guils, hecho un guiñapo al tercer vaso, tambaleante y balbuciente… sí, realmente, sería una buena historia.