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Se sentó, recordando el asombro que le produjo el lugar la primera vez que lo visitó con Bernard, su incredulidad ante aquella obra de la naturaleza. Y pensó que sus emociones cada vez, habían sido distintas, como si el paraje cambiara constantemente para sorprenderlo. La gruta tenía la forma de una lágrima horizontal. Su punto más estrecho, en el inicio de la lágrima, era un pasadizo natural que se abría al exterior y donde se hallaba la trampilla de madera, el final de la larga escalera que ascendía por el vientre pétreo. Desde allí, la caverna se abría a lo largo y ancho, extendiéndose y formando una gran bolsa y, a la vez, ocultándose a la mirada humana.

A1 final, en su lado más amplio, en el lado contrario de donde se hallaba el joven, una sencilla construcción se erigía dentro de la balma, aferrada a los mismos bordes de la cornisa más extrema que caía sobre un precipicio vertical de piedra casi lisa. Sólo las águilas eran las fieles guardianas del Santuario Madre.

Bernard le había explicado muchas leyendas acerca del lugar, de cómo al construir la torre de defensa sobre unas antiguas ruinas paganas, se habían encontrado la escalera tallada en roca viva, los doscientos cincuenta y dos escalones pacientemente esculpidos, del olvido de sus constructores, perdidos en el laberinto de las memorias, y de sus poderosos dioses. Le explicó que la torre había sido construida especialmente para proteger aquel lugar secreto e inaccesible, que nadie sabía el nombre del lugar hasta que él decidió bautizarlo como el Santuario Madre, el primigenio, el principio y fin de todas las cosas. Leyendas acerca de otros túneles, cegados o destruidos que perforaban las entrañas de la tierra y nadie sabía a dónde llevaban. Guillem había quedado impresionado por el misterio, la cavernosa voz de Bernard, el contador de cuentos y enigmas le sobrecogía de terror con sus historias de espectros y dioses antiguos. Sonrió con ternura ante el recuerdo y se levantó, estirando sus doloridos miembros, casi se había olvidado del por qué se hallaba allí.

Se encaminó hacia el pequeño templo, en el interior de la cueva, y de nuevo las cruces templarias le dieron la bienvenida. En el interior, iluminado por un rústico rosetón, la desnudez era también la protagonista de la nave. Un único sepulcro de mármol ocupaba el centro exacto, como el punto máximo de gravedad del que dependiera la estabilidad de toda la montaña. Se acercó a él y con esfuerzo tiró de la pesada losa que lo cubría, buscando en su interior. Extrajo un paquete cuidadosamente envuelto y lo dejó en el suelo, a su lado, observándolo con respeto. Volvió a mirar en el interior y pareció sorprenderse, otro envoltorio estaba esperando en el interior del sepulcro. Se apartó, apretando contra sí el segundo paquete, abandonando su primer hallazgo en el suelo como si fuera portador de una extraña peste y volvió al exterior, sentándose contra el muro, casi sin atreverse a respirar. A pesar del aire helado, el joven sudaba cuando arrancó el cordel y una hermosa espada resbaló hasta el suelo, provocando que su eco metálico se multiplicara a través de la bóveda de piedra, quedándose en el suelo desnudo y lanzando destellos ante la hipnótica mirada del muchacho. El resto del paquete se escurrió de entre los dedos de Guillem, esparciéndose el contenido, fragmentos de ropa dispersa y el vuelo de la capa blanca cayendo suavemente hasta quedar inmóvil. Un pequeño papel se mantuvo en el aire, mecido por el viento, acercándose al joven que lo atrapó al vuelo. «Tu capa blanca y mi compañera de acero. Ya no necesitarás nada más. Bernard.»

Se quedó allí, encogido, entre las ropas dispersas de un caballero templario, con la mirada fija en la empuñadura de la espada. Un destello carmesí en el centro de una cruz paté, le observaba sin intervenir, esperando.

Se despertó de golpe incorporándose sobre el lecho, chorreando sudor. Su mente, inundada de rojo escarlata, inmersa todavía en su pesadilla de muerte. Las manos enguantadas de Monseñor seguían ante él sin que nada lograra hacerlas desaparecer, danzando al son de una melodía muda. Se levantó de la cama en un intento de vencer a los espectros que le perseguían, y se dio cuenta de que estaba empapado, sus manos rojas y húmedas. Se arrastró hasta apoyarse en la pared, frente a la cama. Un cuerpo yacía allí, cubierto con una sábana, rojo, rojo, rojo… D'Arlés lanzó un aullido de terror. Monseñor le había perseguido hasta allí y clamaba venganza, no estaba dispuesto a partir sin él. Pero no podía permitírselo, si era necesario lo mataría cien veces, mil veces. Vio su estilete en el suelo, la afilada punta enrojecida, a un solo metro de él, y arrastrándose con cautela se apoderó de él, la silueta bajo la sábana no pareció oír. Esta vez no iba a fallar, Monseñor moriría definitivamente, desaparecería de su vida. Retiró la sábana de golpe, con el cuchillo fuertemente aferrado y dispuesto. Una larga melena oscura tapaba el rostro, el cuerpo estaba irreconocible, un simple amasijo de sangre y hueso en desorden. D'Arlés estaba sorprendido, aquello no parecía Monseñor, sus manos eran demasiado pequeñas, sin sus guantes. Estuvo a punto de sonreír. ¿Acaso su amado mentor no encontraba la puerta de regreso del infierno? De repente, recordó a la delgada prostituta, tan orgullosa de su interés por ella. Aquella infeliz de los ojos redondos. Una carcajada sorda y silenciosa se apoderó de su cuerpo. El maldito bastardo de Monseñor intentaba invadir su sueño, atraparlo en la pesadilla, pero no lo había conseguido, él era más fuerte. Pretendía viajar en compañía, no quería estar solo en la puerta del Averno. ¡Maldito esbirro del diablo! No lo conseguiría, no volvería a dormirse, no le daría aquella oportunidad. Todavía riendo, se acercó a la jarra de agua y se limpió, tiró la camisa ensangrentada y se quedó desnudo, admirado de la perfección de las formas de su cuerpo. No tardaría en largarse de aquella maldita ciudad, faltaban pocas horas para embarcar y esperaría la protección de la noche para huir, desaparecería para siempre. Robert D'Arlés la leyenda, la Sombra, se desvanecería en la niebla. Se vistió lentamente, con extremada pulcritud, atisbando de vez en cuando por el ventanuco de aquella espantosa posada. Desde allí tenía una inmejorable vista de la nave con la que pensaba huir, y seguía allí, mecida por las olas, esperándole. Su rostro se ensombreció al recordar a Bernard Guils, otro espectro que le perseguía con saña, porque sólo podía ser eso, un miserable y vengativo aparecido. Lo había matado, nadie era capaz de sobrevivir a su pócima. ¿Por qué Guils iba a ser diferente? Sólo intentaban asustarle, ¡a él, la Sombra! ¡Hatajo de inútiles! Volvió a estallar en carcajadas contenidas, sordas, tapándose la boca con ambas manos. Empezaría de nuevo, podía hacerlo, incluso era posible que volviera al servicio del de Anjou, ¿por qué no?, sólo se trataba de encontrar una bonita historia y todos caerían rendidos ante él. Siempre había sucedido así, nada había cambiado.

Contempló una silueta en la playa, cerca del agua, inmóvil, impidiéndole la visión completa de su nave. ¿Quién demonios sería? No faltaba mucho para salir, la oscuridad empezaba a cubrir el cielo rápidamente. Era una hora tranquila, sin actividad aparente, y le había costado una fortuna que el patrón de la nave consintiera en viajar a aquella hora. Aguzó la vista, la luz de la luna era todavía incierta y espesos nubarrones amenazaban con taparla completamente. Le pareció vislumbrar una capa blanca. La silueta había empezado a pasear arriba y abajo. La escasa luz daba un sinfín de tonalidades a la capa que ondeaba con la brisa. Tenía que prepararse para salir, pero estaba paralizado ante el ventanuco, vacilando, aquel andar le parecía familiar. Dos hombres se sumaron a la silueta que vagaba por la playa. Miraban en su dirección, como si pudieran verle perfectamente.

D'Arlés sintió un escalofrío de terror. Debía salir, no podía perder el tiempo con espectros infernales. Pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, y se apartó del ventanuco respirando con dificultad. No había nada ni nadie allí, estaban muertos, todos muertos. Volvió a mirar, la playa estaba desierta, todo eran imaginaciones suyas, estúpidas visiones de espejismos, como en el desierto de Palestina. Era Monseñor, intentaba manipular su mente desde los infiernos, gritaba su nombre llamándolo. No lo conseguiría, nadie iba a detenerlo, nadie de este mundo y mucho menos un espectro colérico clamando venganza.

– ¡Estás muerto, hijo de mala madre! ¡Muerto! -Se tiró la capa sobre los hombros, dejando caer la capucha sobre la cabeza, y salió del cuartucho sin volver la vista atrás.

La playa estaba desierta y ninguna barca le esperaba todavía. Sin embargo, se encaminó hacia el lugar pactado, en donde lo recogerían para embarcar. Los nubarrones avanzaban con rapidez y la luz se extinguía mortecina. De golpe, lo vio, a su izquierda: Bernard Guils con la espada en la mano, envuelto en la difusa claridad, avanzando hacia él. Corrió en dirección contraria en el mismo momento en que la barca se acercaba a la orilla, no cesó de correr, luchando con la arena que atrapaba sus pies y dificultaba su marcha.