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A pocos metros, delante de él, una voz le saludó:

– ¡Robert d'Arlés, por fin nos encontramos! -Jacques el Bretón le cortaba la retirada y, junto a él, Dalmau.

Lanzó un alarido y sacó su espada. Tres hombres se acercaban a él, rodeándolo. Su mente trabajaba con rapidez, como un animal herido, pensando en la dirección adecuada. Dio un rodeo, corriendo en dirección a Guils y pasando a un escaso metro del espectro, oyendo el seco silbido de una estocada, pero siguió adelante en su enloquecida carrera, sin detenerse, notando la ligereza del brazo armado, hasta que se dio cuenta con horror de que su brazo había desaparecido con el arma. En su lugar, un chorro incontrolado de un líquido viscoso salía con fuerza. D'Arlés gritó, girándose, sintiendo que sus piernas desfallecían. Los tres hombres se acercaban, parecían gritarle algo, maldiciéndole quizás. Reunió todas sus fuerzas, todavía podía llegar a la barca, todavía estaba a tiempo. Dio media vuelta para emprender de nuevo la carrera, cuando contempló con supersticioso espanto la silueta de un caballo blanco acercándose a él. El corcel parecía emerger de la espuma de la olas, galopando ciego y desbocado, las crines flameando al viento, su poderoso pecho avanzando sin freno que lo detuviera. D'Arlés cayó de rodillas en la arena, con la boca abierta, el grito enmudecido, con el tiempo justo de volver el rostro hacia sus perseguidores, paralizados como él, atrapados en las arenas movedizas de la memoria. El caballo no se apartó de su camino, el choque lanzó a D'Arlés, todavía consciente, hacia la orilla. Tumbado boca abajo, intentó incorporarse con el único brazo que le quedaba, los ojos desorbitados ante el avance del corcel que pateaba el viento con sus patas delanteras. Un agudo relincho desesperado, atravesándole los tímpanos, fue lo último que pudo oír. Unas manos enguantadas danzaban en el agua, acercándose, acariciando la cabeza rota, medio sumergida, arrastrando el cuerpo con el ritmo pausado de la marea.

Guillem bajaba de la torre. Poco quedaba del joven que había iniciado la ascensión y, en su lugar, un reconocible templario avanzaba hacia la pequeña losa que devolvió los escalones de piedra a su secreto refugio. Cuando regresara, le esperaba una sorpresa.

– No has tardado en venir -dijo, sin saludar.

– Mis órdenes son esperar el tiempo que haga falta, eso me ha dicho Bernard y eso haré. Una palabra tuya y me iré por donde he venido.

– Bernard está muerto, Mauro.

– ¡Bah! Todos estamos muertos y vivos a la vez. No soy yo quien decide el momento, muchacho, sólo obedezco órdenes.

– ¿Órdenes de un muerto? -le respondió Guillem, fascinado por la lealtad del hombre.

– Eso es una superficialidad y me extraña de ti, la verdad. Si me permites, conozco a muertos que están más vivos que los que todavía respiran. ¡Fíjate en mí! ¿Crees que estoy vivo o muerto? Estás enfadado, Bernard ya me avisó de que lo estarías.

– ¡Vaya! O sea, que Bernard sabía exactamente cómo estaría! -El joven empezaba a estar de mal humor.

– Exacto, y como llevas el hábito, supongo que he de llevarte a dónde Bernard me ordenó.

– ¡Bernard, Bernard, Bernard. Basta de letanía, Mauro! Guillem se apartó, dejó las alforjas en el suelo y se sentó, sacó un trozo de pan seco y queso y empezó a comer. Mauro le observaba con atención, acercándose a él.

– Esa espada que llevas se la regalé a Bernard cuando tenía más o menos tu edad. -Mauro estalló en una risita seca y aguda-. Le expliqué una historia fantástica de verdad: le con té que la había encontrado en un sepulcro de un rey bárbaro, entre los huesos de sus dedos… y ¿sabes qué? No me creyó, pensó que le estaba tratando como a un estúpido, y se enfadó, igual que tú.

– ¿Y qué, Mauro? ¿Por qué no me dejas en paz?

– Estuvo enfadado dos días enteros, con sus noches completas. Al tercer día, se dio cuenta de que se había equivocado. Comprendió que la historia era cierta, que el sepulcro del que le hablaba era el de allá arriba, y que, aunque vacío, en algún momento tuvo que proteger algún cuerpo. Entonces dejó de ser un jovenzuelo, podía andar su propio camino.

– No tengo ganas de oír historias, Mauro. -Te comprendo, es una decisión difícil.

– ¡Qué demonios sabes tú de mis decisiones! -estalló el joven.

– Sé de las decisiones de Bernard, de sus dudas y sufrimientos. -Mauro se apartó de Guillem y fue a refugiarse junto a los caballos.

El muchacho había quedado en silencio. En su interior se desarrollaba una lucha tensa y contradictoria. Era injusto que Bernard le hubiera dejado una responsabilidad tan inmensa, que hubiera confiado en su buen juicio. La situación era insoportable, ignoraba si la solución escogida sería la adecuada. ¿Y qué podía saber Mauro? Miró al anciano cabizbajo, entretenido en arrancar briznas a su alrededor.

– Fuiste el maestro de Bernard.

– Lo fui hasta el día en que él se convirtió en el mío.

– Podrías haber ayudado mucho antes, desde el principio… hasta es posible que no hubiera perdido tanto el tiempo.

– Ésas no eran mis órdenes. En cuanto el tiempo, es tuyo, si crees que lo has perdido estás en desventaja y lo siento. A mi parecer, el tiempo no se pierde nunca. Tú eres el único que cree que no está preparado. Ni Bernard, ni yo pensamos así, por eso estás tan enfadado. Cuando dejes de estarlo, es probable que sepas qué es lo que hay que hacer.

Guillem suspiró y puso una mano en el hombro del anciano.

– Lo siento, Mauro, tienes razón. Supe lo que había que hacer cuando estaba allá arriba, pero me negaba a aceptarlo.

– ¿Debo irme? -preguntó Mauro con suavidad.

– No. Debes guiar mis pasos, Mauro. Juntos cerraremos el círculo que inició Bernard.

Capítulo XIV El secreto

«Ecce quam bonum et jucundum habítare fratres.»

– ¿De verdad te encuentras bien? -Arnau estaba preocupado, la palidez de Abraham era visible y las grandes ojeras que se marcaban bajo sus ojos no indicaban nada bueno.

– Estoy cansado, amigo mío, nada más. Me vendrá bien descansar unas horas.

Finalmente habían llegado. Parecía una posada limpia y en condiciones, y Arnau había temido que su amigo no fuera capaz de llegar hasta allí. Se había arrepentido de haber iniciado el viaje, hubiera tenido que esperar o volver a la Casa, arriesgarse había sido un error. Había ayudado a su compañero a desmontar y le acompañó hasta la entrada. Esperaba encontrar una habitación digna. Sabía el tipo de posadas que uno podía encontrarse en el camino, una pandilla de ladrones que cobraban por un pajar el precio de un aposento real.

– Deja ya de maldecir, Arnau, todavía no sabes nada de esta posada, además ya te lo he dicho, sólo quiero dormir unas horas, no me ocurre nada malo -respondió Abraham ante la sorpresa del boticario.

– ¡Pero si no he dicho nada!

– Tus pensamientos son muy ruidosos, Arnau.

Entraron en una amplia sala comedor, y el boticario se apresuró a ofrecer una silla al anciano judío, en tanto le comunicaba que iba a ver qué se podía encontrar allí. Se dirigió hacia lo que parecía la cocina, atraído por un tentador aroma a asado, y encontró a un hombre corpulento inclinado ante el hogar. La amabilidad del cocinero sorprendió agradablemente al boticario, y todas las complicaciones que había temido se transformaban en un trato exquisito. Desde luego que había habitaciones libres, naturalmente que le serviría algo de comer y beber. No debía preocuparse por su amigo enfermo, en su posada cualquier dolencia huía ante una buena comida. El posadero rió con voz potente y atronadora, mientras Arnau salía de la cocina con una sonrisa beatífica en los labios. Su estómago había iniciado un escandaloso concierto ante la perspectiva de olores y texturas. Sin embargo, al dirigirse hacia la mesa en donde había acomodado a Abraham, sufrió un sobresalto al ver que no se hallaba allí.

– ¡Arnau, Arnau! No te lo vas a creer. -Los gritos de Abraham llamaron su atención. Su amigo estaba instalado en otra mesa, más alejada, hablando animadamente con dos hombres, uno de ellos un templario.

– ¡Por todos los santos, Abraham, no vuelvas a desaparecer de mi vista! Los latidos de mi corazón se pueden oír hasta el otro lado de los Pirineos. Estoy demasiado viejo para sobresaltos. -El asombro se pintó en su rostro-. ¿Guillem, Guillem de Montclar?

El joven se levantó de un salto, abrazando al boticario, incrédulo ante su presencia.

– ¡Mi buen Arnau! ¡Amigo mío!

– Pero ¿es esto posible? ¿Qué haces por aquí, muchacho? No te había reconocido vestido así, como un perfecto caballero templario. Creí que tu profesión…

– Por lo que veo, prefieres verme con mis disfraces. Por una vez que puedo manifestarme como lo que soy. -Guillem reía, alborozado de ver a sus viejos amigos en perfecto esta do-. Vamos siéntate, Arnau, tenéis muchas cosas que contarme. Soy el primer asombrado al contemplar a Abraham vestido así, como yo. ¿Qué ha ocurrido en Barcelona?

– Abraham tiene que descansar, es mejor que se acueste un rato.