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– ¡Ni hablar, Arnau! Ver a este muchacho me ha devuelto los ánimos. No estoy dispuesto a perderme un rato de diversión. -El rostro del anciano judío se había iluminado y el cansancio desapareció por arte de magia.

– ¡Está bien, está bien! Pero será mejor que comas algo antes de descansar. ¿Mauro, es posible que seas tú? -Arnau contemplaba con sorpresa al hombre que se había levantado detrás de Guillem.

– Exacto, viejo compañero, pero no me preguntes cuánto tiempo llevo muerto. La pregunta empieza a irritarme. -Pero, muchacho, el propio Bernard me explicó una historia increíble de tu muerte y…

– Lo sé, lo sé. A Bernard siempre le he hecho más falta muerto que vivo, ¡qué le voy a hacer! Como puedes comprobar, sigo en este valle de lágrimas, Arnau. Me alegro de verte.

El posadero, con una gran sonrisa, avanzaba hacia ellos con cuatro humeantes platos. Todos se lanzaron sobre el asado como náufragos sobre un madero, intercambiando bromas y hambre. Una vez saciados y ante unas generosas jarras de buen vino, Abraham se disculpó:

– Señores, ha sido una comida exquisita y vuestra compañía ha devuelto fuerzas a mi ánimo, pero ahora me retiraré. Necesito unas horas de sueño para que mañana Arnau tenga un compañero de viaje en condiciones.

Abraham se encaminó hacia su habitación, tras una polémica con el boticario que se empeñaba en acompañarlo, en la que acabó jurándole que él mismo podía tomarse sus medicinas. Los tres hombres quedaron en silencio unos minutos, satisfechos del encuentro y paladeando sus jarras.

– Bien, Arnau, cuéntame -suplicó Guillem.

– Voy a decepcionarte, Guillem -respondió el boticario-. No tengo ni idea de lo que ha ocurrido en Barcelona. Abraham y yo llevamos un par de días de viaje. Verás, antes de trasladarnos a la Torre, a las habitaciones de Dalmau, apareció el comerciante Camposines pidiendo ver a Abraham con urgencia. Al principio le negué que estuviera en la Casa con todo lo que estaba pasando, no me hubiera fiado ni de mi madre, pero, Abraham, ¡maldito obstinado!, se empeñó en recibirle. Camposines tenía a su hijita gravemente enferma y suplicaba la ayuda de Abraham. No hubo manera de convencerlo de lo peligroso que todo aquello resultaba, salir de la Casa… ¡En fin! Salimos por los subterráneos hasta la casa del comerciante y allí, Abraham salvó a la pobre criatura de una muerte cierta. Después, se me ocurrió que lo mejor era largarse de la ciudad, aprovechando la situación él parecía encontrarse bien pero… ¡en mala hora! El viaje está resultando muy duro para él.

– ¿Y adónde pensabas ir? -preguntó Guillem.

– Al Mas-Deu, como al principio, tengo buenos amigos allí.

– ¡Esto sí que es una casualidad, Arnau Nosotros también vamos en la misma dirección -exclamó Mauro, ante la sorpresa de Guillem.

– Es extraordinario: Abraham va a alegrarse mucho de vuestra compañía. Además, tenemos un pequeño problema. No te lo habíamos dicho porque ya tenías muchas dificultades y no queríamos ser una carga para ti.

– ¿Qué clase de «pequeño problema», Arnau? -La mirada de Guillem todavía estaba fija en el viejo Mauro, que en ningún momento le había comunicado la dirección de su camino, pero éste parecía ajeno a su enfado.

– Es un poco delicado, muchacho, puede reportarte muchos problemas y también a Mauro.

– ¡Oh, no te preocupes por los problemas, Arnau! Últimamente nuestro trabajo está plagado de conflictos diversos y variados, ¿no es cierto, Mauro? -Guillem no pudo evitar el sarcasmo.

– Bien, no sé cómo empezar. ¿Os suena el nombre de Nahmánides?

– Bonastruc de Porta -interrumpió Mauro-. ¡Cómo no vamos a saber quién es, Arnau!

– Se trata de él y de Abraham. -Arnau había bajado la voz, obligando a sus interlocutores a inclinarse hacia él-. Veréis, Abraham fue a Palestina a visitarlo (una especie de despedida, sabía que no volvería a verlo con vida) y Nahmánides le entregó algo para que lo custodiara.

– Pensaba que nuestra etapa de secretismos empezaba a terminar y creo que no ha hecho más que empezar. -Guillem miraba con atención al boticario. Arnau se quedó en silencio.

– Tienes razón, no debo cargarte con nuestros problemas, Guillem, ha sido un error y lo siento.

– Perdóname tú a mí, Arnau. -Guillem estaba arrepentido de sus ironías-. No debí decir algo parecido. Estoy harto y cansado y te lo hago pagar a ti, no es justo. Olvídate de mis palabras, te lo suplico. Sigue, por favor.,

– De todas formas, no debí empezar a contarte nada, tengo que consultar a Abraham y… -Arnau se levantó, estaba compungido y herido. Mauro le cogió por un brazo, obligándole a sentarse de nuevo.

– El chico se ha disculpado sinceramente, Arnau, no se lo tengas en cuenta. Está enfadado con todo el mundo y se ha cansado de culparme de todo a mí. Posiblemente ha pensado que eras un buen sustituto. Por favor, permítenos ayudarte, sigue con tu historia.

– Abraham y yo tenemos que encontrar un buen escondite para «algo». -Arnau no estaba convencido, miraba de reojo al joven y a Mauro, sin atreverse a ir más lejos.

– Nosotros también estamos buscando un refugio seguro para «otra cosa», Arnau -le confesó Mauro.

– Por favor, Arnau, todos tenemos problemas y no es justo que los míos sean los más importantes. -Guillem se esforzaba en enmendar su hostilidad-. Mauro tiene razón, me he dejado llevar por los malos presagios y mi mal humor es una pésima respuesta. Te suplico que lo olvides. Hagamos el viaje juntos. Creo que el hecho de habernos encontrado es mucho más que una simple casualidad, es como una señal para todos nosotros, ¿no crees? Vine a vosotros tras la muerte de Bernard, como si un hilo invisible me arrastrara a vuestro encuentro, fuisteis mis primeros amigos, consolasteis mi dolor y me ayudasteis. ¿No crees que encontrarnos en estos momentos es una señal del Cielo, Arnau?

El boticario vio la sinceridad en la mirada del joven. No mentía, y parecía profundamente abatido por su reacción. «Acaso hemos colocado una carga demasiado pesada sobre sus jóvenes espaldas», pensó. Además, el chico tenía razón, era un milagro haberse encontrado allí, una señal. Abraham y él estaban un poco viejos para aventuras, era posible que el Señor hubiera puesto un auxilio en su ranuno.

– ¿Has terminado tu misión, Guillem? -preguntó con suavidad.

– Casi, Arnau, casi. La terminaremos juntos, tal como la empezamos.

El boticario asintió en silencio, vacilando.

– Supongo que será un viaje del que nunca podremos hablar, no sólo por Nahmánides y lo que Abraham desea ocultar y proteger. Tampoco nadie debe saber lo que deseas guardar. ¿Lo has encontrado?

– Estás en lo cierto, querido amigo, será un viaje que sólo existirá para nosotros -respondió el joven, afirmando lentamente con la cabeza.

Los tres quedaron mudos, abstraídos, como si las palabras sobrasen y sólo el silencio ayudara a ordenar sus mentes y alejara la inquietud. Sin embargo, en el fondo de sus almas, no ignoraban que la inquietud y la duda jamás les abandonarían. Al rato se levantaron, se abrazaron con fuerza y subieron a sus habitaciones, mientras organizaban la jornada del día siguiente.

En la amplia sala que se encontraba en el primer piso de la torre de la Casa del Temple, Dalmau y Jacques el Bretón se hallaban desmoronados sobre unos sillones, sucios y empapados.

– Creo que no voy a olvidarlo jamás -sentenció un pálido Dalmau.

– Te creo, Dalmau, te creo, pero ha terminado, todo ha terminado.

– No puedo borrar de mi memoria el corcel blanco, Jacques, parecía que Bernard…

– Ya es suficiente, Dalmau, no te martirices. El hombre nos avisó, se le escaparon los caballos y no pudo detenerlos. Eso es todo.

– No puedes negar que todo esto tiene un aire sobrenatural, Jacques, ese mismo hombre nos dijo que era la única yegua blanca, ¡la única, entre treinta caballos! Una pura sangre árabe, que tenía sólo hace unos días. -Dalmau estaba sobrecogido.

– Te estás torturando inútilmente, Dalmau. Pero si fuera cierto, ¿qué cambiaría? Robert D'Arlés está muerto, y si Bernard quería participar en su caza desde el otro mundo estaba en su pleno derecho.

– No te entiendo, Jacques, para ti no hay nada asombroso.

– Te equivocas, eres tú quien está atemorizado ante los hechos asombrosos, has perdido el contacto, Dalmau, inmerso en tus letras de cambio, has perdido el contacto. No estoy asombrado porque creo que lo sobrenatural existe entre nosotros, que no todo tiene una explicación lógica, y que no siempre la culpa es del diablo, pero tampoco creo que lo de esta noche haya sido responsabilidad de un espectro infernal, ni nada de eso. Se escaparon unos caballos, cosa que acostumbra a suceder, y uno de ellos se escapó hacia la playa. ¡Y sí, era blanco, como el de Bernard! El caballo estaba asustado y descontrolado, embistió a D'Arlés que ya se estaba desangrando, lo pateó y lo remató. ¿Qué quieres, Dalmau? ¿Deseas que fuera el fantasma de Bernard desde su lejano mundo? Pues me alegro, muchacho, me alegro mucho si fue así. D'Arlés se lo merecía y si pudo salir del Averno por un instante para acabar con el bastardo, mucho mejor.

– Giovanni estuvo magnífico, parecía realmente Bernard. No creí que colaborara con nosotros hasta ese punto. -Dalmau seguía fascinado por los acontecimientos.