Se sentía contento, por primera vez desde la muerte de Bernard, su corazón volvía a latir con su ritmo pausado, sin sobresaltos. ¿Y qué demonios les iba a explicar a «ellos», como decía Jacques? Algo se le ocurriría, había que otorgar a Guillem un plazo de tiempo. ¿Y los pergaminos? ¿Estarían perdidos? No iban a contentarse con eso, lo mejor era ceñirse a la verdad. Nadie los había encontrado, ni D'Arlés, ni Monseñor, ni ellos. Hasta aquí llegaba lo que él sabía, pero ¿y Guillem? Nadie iba a creerse que Bernard hubiera perdido algo de tanto valor, no Bernard Guils, desde luego. Era posible que los hubiera escondido y que hubiera muerto sin poder comunicar el escondrijo donde los había guardado. Ésa era una buena hipótesis por el momento. Sabía que sus superiores seguirían buscando y que no se darían por vencidos fácilmente, pero por lo menos facilitaría que Guillem se tomara un respiro, un descanso, fuera lo que fuera lo que necesitara.
– La cruz te llevara a la verdad -exclamó Mauro.
– ¿Y qué significa esto? -inquirió Arnau.
Guillem terminó de contar las indicaciones que Bernard le había transmitido en la carta, enseñándoles la cruz metálica. Abraham la cogió, observándola con atención, dándole vueltas en su mano.
– Eso es lo que decía la carta. Pensé que Mauro sabría qué hacer después, que conocería el escondite, no lo sé. -Guillem se había recuperado. Vaciar su alma, contar a sus viejos amigos gran parte de la historia, le había ayudado a encontrarse. Al tiempo que narraba sus dificultades, se oía a sí mismo, como si fuera un extraño el que hablara, un extraño al que podía comprender y entender.
– ¡Una llave, es una llave! -gritó Abraham.
– ¿De qué estás hablando, viejo amigo? -El boticario estaba sorprendido ante los gritos de Abraham.
– ¡Os digo que esta cruz es una llave! Había visto algo parecido hace mucho tiempo, pero no lo recordaba.
– ¿Una llave para abrir qué? -Guillem miraba a su alrededor.
– Busquemos una cruz, si Bernard dice que la cruz nos llevará a la verdad, hay que buscar una cruz que encaje con ésta. -Mauro se alejó de ellos, estudiando cada piedra que formaba el perímetro del estanque, seguido por la mirada de Guillem, todavía incapaz de acostumbrarse a la forma en que tenía de referirse a Guils, en presente.
Los tres ancianos se apresuraron, uno por cada lado, a examinar las piedras, tocándolas, buscando en cada ranura y resquicio, y expresando sus ideas en voz alta. Guillem los observaba, divertido, intentando hacerse una idea general del asunto. De repente se quedó paralizado, como si un rayo lo hubiera partido por la mitad, ¡la peana! Sin pensarlo dos veces, se sumergió en el estanque. Tenía bastante profundidad ya que su pie no tocaba el fondo, y las aguas eran más oscuras que en los anteriores. No se había fijado en ello hasta aquel momento, en el resto de los estanques, el agua cristalina permitía vislumbrar el fondo, pero en aquél las aguas eran tan oscuras que nada dejaba adivinar de su fondo. Nadó lentamente hasta el centro, seguido por las exclamaciones de sus compañeros.
– ¡Ten cuidado, chico, es posible que haya serpientes! -Las serpientes de agua no son peligrosas, Arnau.
– ¿Estáis seguros de que ahí dentro hay serpientes? Odio a estos bichos, me dan repugnancia.
– ¡Qué estupidez, Mauro! Ya has oído a Abraham, estas serpientes no hacen nada.
Guillem había llegado a la peana, una especie de monolito de forma triangular, y sus pies tocaron fondo. La peana parecía estar fija a una plataforma como base, y unos escalones descendían hasta el fondo. Se alzó del agua, agarrándose a ella, estudiándola detenidamente.
– ¡Está aquí, está aquí! ¡La cruz está aquí! Es mejor que vengáis todos aquí conmigo, lo más prudente es seguir todos juntos.
Contempló la mirada de prevención de sus compañeros, no parecían muy entusiasmados con la travesía, pero la curiosidad era más fuerte que el temor. Abraham fue el primero, desprendiéndose de la capa, se sumergió en el estanque, nadando con dificultad. Arnau y Mauro le siguieron, con rapidez, el temor a los posibles habitantes marinos imprimía velocidad a sus pies.
Cuando llegaron al centro, el joven les indicó que se pusieran en los cuatro lados de la base, bien agarrados a la peana. Cogió la llave e intentó introducirla en la muesca que había en uno de los lados de la peana, bajo el signo de una cruz paté, sin conseguirlo. Abraham limpió de moho la superficie y le animó a intentarlo de nuevo. Cuando lo hizo, la cruz se deslizó sin dificultad en la ranura, hasta el fondo. Los cuatro quedaron a la expectativa, sin que nada sucediera, mirándose entre sí, con la duda y el temor en los ojos.
– ¿Y ahora qué hacemos? -Arnau temblaba de frío.
– Es una llave, Guillem, muévela, gírala -sugirió Abraham.
– ¿En qué dirección? Caballeros, esto puede ser peligroso, algo que está tan oculto a la mirada, acostumbra a tener trampas para incautos. -Guillem no se decidía.
– ¿Podría ser en dirección a las agujas del reloj? -apuntó, Mauro.
– ¡O al revés! ¡Pruébalo con mucho cuidado, chico!
El joven presionó la llave en dirección contraria a las agujas del reloj, y pareció ceder. Cogiendo aire, dio la vuelta completa a la llave. Esperaron unos segundos con el rostro demudado, aferrados a la peana, casi sin atreverse a abrir la boca. Un temblor los sacudió, sobresaltándoles; un nuevo temblor, seguido de otros más, les obligó a pescar a Abraham que había resbalado y manoteaba asustado. Un murmullo de agua deslizándose empezó a oírse a espaldas de Arnau, hasta convertirse en un atronador ruido de cascada. Los cuatro hombres, con los ojos fuertemente cerrados, abrazados entre sí y aferrados a la peana central, iniciaron un coro de alaridos de pánico. El ruido era ensordecedor y en la mente de todos ellos, voló el pensamiento de que estaban a punto de asistir a una de las sesiones del juicio Final con todas sus consecuencias. Un grito de Mauro los rescató de peores pensamientos.
– ¡Está bajando! ¡El agua está bajando!
Estaba en lo cierto, el nivel del agua bajaba con gran rapidez, dejando al descubierto los escalones de la base de la peana. El fragor desapareció tan repentinamente como había aparecido y se encontraron en lo alto de una base que descendía veintiún escalones hasta el fondo del estanque. Abajo el suelo era
de un negro intenso, brillante. Bajaron con precaución los empinados escalones, empapados y tiritando de frío, asombrados ante la maquinaria que había hecho realidad tal prodigio. El estanque, completamente vacío, asemejaba un gran pozo. Guillem anduvo por el fondo seguido de cerca por los demás, hasta encontrar una losa de una tonalidad negra diferente, sin brillo, casi mate, con una argolla de plata en uno de sus extremos. Entre los cuatro la levantaron, dejando al descubierto una boca oscura en la que se adivinaba el principio de una estrecha escalera.
– Nos hemos dejados las alforjas fuera, las teas están allí. -Mauro estaba preocupado, no le gustaba la oscuridad.
– Tendremos que arriesgarnos, quizá quien construyó esto pensó en nuestra ignorancia -respondió Guillem, iniciando la bajada.
Los tres ancianos vacilaban, parecían no ponerse de acuerdo en quién debía ser el primero en bajar. La voz de Guillem, desde abajo, les sacó de dudas.
– Aquí hay todo lo necesario para procurarnos luz, bajad de una vez.
Ordenadamente y sin discusión, los tres desaparecieron por el agujero. A los pocos metros, la escalera se ensanchaba para desembocar en una estancia de dimensiones regulares. Guillem les esperaba con una tea encendida, y con las restantes dispuestas para ser repartidas. Un túnel de anchura considerable, se abría en el centro de uno de los muros, y por él se adentraron, cada uno portando su propia luz. Caminaban en silencio, impresionados. El túnel finalizaba en tres escalones que se abrían a otra estancia de grandes dimensiones. El suelo era del mismo material que la losa del estanque, un negro mate, y por todos los lados se veían objetos cuidadosamente envueltos, refugiados en nichos perfectamente tallados en las paredes.
– ¡La cueva de los secretos! -musitó Mauro.
– No tocaremos nada, no miraremos nada. Sólo haremos lo que hemos venido a hacer -instruyó Guillem.
Sacó de su camisa un paquete cuidadosamente atado y protegido con brea y tendió una mano a Abraham. El anciano judío, rebuscó entre sus ropas y le entregó el Manuscrito de Nahmánides, envuelto en varias capas de tirante cuero. El joven miró a su alrededor, pero Arnau se le había adelantado, ofreciéndole un paño blanco, con la cruz del Temple bordada en rojo, en uno de sus costados, y unos cordeles dorados. Con un gesto, le indicó uno de los nichos. Cuidadosamente apilados, paños blancos y cordeles dorados, parecían soñar el momento de descubrir su utilidad. Guillem escogió uno de los nichos vacíos y se apoyó en él, envolvió con delicadeza ambos objetos -Nahmánides y los pergaminos de Guils, hermanados en el secreto- y los ató con firmeza. Después los colocó en el nicho y se retiró unos pasos.