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Entre ambos trasladaron a Guils al dormitorio del anciano, en el primer piso de la casa. Moshe resoplaba por el esfuerzo, pero parecía querer recobrar el aliento para seguir con sus argumentaciones. Abraham no se lo permitió, tenía mucho trabajo que hacer y, después de agradecerle a su amigo la ayuda, le despidió sin contemplaciones.

– Te doy las gracias, Moshe, pero no deseo comprometerte más en este asunto. Cuanto menos sepas, mucho mejor para ti. Abraham desnudó a Guils, que ardía de fiebre, le abrigó y se dirigió a la pequeña habitación que le servía de consulta y laboratorio. Allí preparaba sus medicinas, poseía una amplia botica repleta de hierbas medicinales y remedios para la sanación. Le tranquilizó el intenso y familiar aroma, pero la urgencia de la situación le obligó a darse prisa, desconocía la naturaleza del veneno pero se guiaba por los síntomas que había apreciado en el enfermo. Tenía que probar con un antídoto general, que abarcara un gran número de sustancias tóxicas, no tenía tiempo para grandes estudios. Empezó a trabajar sin dejar de hacer constantes visitas al enfermo, de aplicarle compresas de saúco para la fiebre y de intentar que tragara pequeños sorbos de agua.

Finalmente encontró una fórmula que le pareció adecuada y una vez preparada, empezó a suministrársela lentamente, gota a gota, hasta que creyó que la dosis era la necesaria. Tenía que actuar con prudencia, un veneno mata a otro veneno, pero también puede rematar al paciente, la dosis debía ser exacta, sin un margen de error.

Se sentó en un pequeño taburete, al lado del lecho, observando la respiración del enfermo. A las dos horas, pareció que Guils mejoraba. Su rostro de un gris macilento empezaba a cobrar vida. Un pálido color rosado empezó a teñir su bronceado rostro y su respiración dejó de ser jadeante, para emprender un ritmo más pausado. Abraham se tomó un respiro, era una buena señal, pero no podía confiarse, los años de experiencia le habían enseñado que los venenos actúan de forma traidora e inesperada. En algunos casos, la mejoría sólo significaba el preámbulo de la muerte, pero reconoció que nada más podía hacer, únicamente esperar y rezar.

Apartó el taburete a un lado y arrastró su sillón preferido al lado de Bernard Guils. El mueble estaba viejo y enmohecido, como él, pero todavía guardaba en sus gastados cojines la forma de su cuerpo. Estaba exhausto, la desenfrenada actividad de las últimas horas se convertía en una fatiga inmensa, y ni tan sólo se había acordado de tomar sus propias medicinas. Pensó que tendría tiempo de sobra más tarde, ahora necesitaba descansar.

Se despertó sobresaltado. Un hermoso caballo árabe, blanco como la nieve, le miraba desafiante. La crin al viento, sus patas delanteras levantadas golpeando el aire, impaciente. Su relincho, como un grito desesperado, atravesó sus tímpanos en una demanda desconocida. Se tapó los oídos con ambas manos, incapaz de asumir aquel sonido agudo, semiconsciente todavía, atontado. Necesitó unos segundos para darse cuenta de que todo había sido un sueño. Se había dormido profundamente y su alma había abandonado el cuerpo para viajar a regiones desconocidas y lejanas y desde allí, alguien le mandaba un mensaje que no podía descifrar; alguien o tal vez algo.

Se obligó a despertarse del todo para observar a su paciente. Bernard parecía sumido en un tranquilo sueño, sus facciones estaban relajadas y serenas, ajenas a cualquier peligro. La respiración era normal, aquel bronco silbido de los pulmones había desaparecido y su pecho subía y bajaba con un ritmo pausado. Abraham se tranquilizó, aún era posible recuperarlo, quizá sus remedios salvaran aquella vida y todos sus conocimientos, que tanto esfuerzo le habían exigido, sirvieran para algo. Tan viejo, tantos años, y todavía se sentía impotente ante la muerte. Recordó su juventud, su aprendizaje, su primera muerte… tanto llegó a afectarle que estuvo a punto de abandonar sus estudios, dejarlo todo y volver a casa para sustituir a su padre en el taller de joyería. Pero no lo hizo y su padre, decepcionado por aquel hijo que no deseaba continuar la tradición familiar, nunca le perdonó, recordó abatido.

Pero no era el momento adecuado para reflexiones inútiles, divagaciones de la memoria que parece viajar libre e independiente de nuestro sufrimiento, ajena a nuestro dolor. Un caballo blanco y la figura de su padre no eran los mejores compañeros para el trabajo que le esperaba, pero conocía los laberintos de la mente humana, sus extrañas relaciones con la realidad. Abraham había reconocido, hacía ya mucho tiempo, que la realidad no existía. Por lo menos no aquella de la que hablaban en la sinagoga o en los templos cristianos, y este tema le había reportado muchos problemas en su propia comunidad.

– Problemas teológicos -musitó con una leve sonrisa. No, no era el momento para divagaciones filosóficas.

Dejó dormir a Guils. Parecía sereno, pero Abraham no estaba seguro de si despertaría, acaso lo único que él podía proporcionarle era la paz de la agonía, la ausencia de dolor. Apartó todos sus pensamientos con dificultad, el caballo blanco seguía allí, desafiante e impaciente, trasmitiéndole un mensaje que no entendía.

Preparó una sopa caliente. Si Guils despertaba, sería el mejor alimento, un caldo especial elaborado con hierbas, para dos enfermos. La única diferencia entre ambos era la fecha límite. Paseó por la casa, lo único que había encontrado a faltar en su viaje, su estudio, su botica, sus estudios de geometría…, todo estaba igual. Su cuñada se había encargado de mantener aquellas cuatro paredes limpias y en orden durante su ausencia, de que todo se mantuviera como si nunca se hubiera marchado, y de que el fantasma de su mujer, Rebeca, muerta hacía muchos años, siguiera en activo limpiando y ordenando la vida de Abraham.

Volvía a perderse en los recuerdos, como si éstos se negaran a dejarle libre, cuando oyó el grito de Guils. Bruscamente, salió de su ensueño y corrió hacia la habitación donde encontró al enfermo alterado, de nuevo empapado en sudor, con la tez lívida.

– ¡Guillem, Guillem, Guillem! -gritaba Guils, con un hilo de voz.

– Soy Abraham, amigo Bernard, vuestro compañero de travesía, tranquilizaos, estáis en un lugar seguro, en mi casa, no debéis preocuparos. -El anciano secaba el sudor, sostenía al hombre en sus brazos.

– Abraham Bar Hiyya. -Guils había dicho el nombre completo, la voz clara y fuerte, la conciencia recobrada-. Abraham, buen amigo, tengo muy poco tiempo. Es muy importante que guardéis el paquete que llevaba en mi camisa. No permitáis que caiga en malas manos. Juradme que lo haréis.

– Debéis descansar, Bernard, no os preocupéis por nada que no sea recuperar la salud.

El anciano intentaba tranquilizarle y no le dijo nada de que no había ningún paquete, nada entre sus ropas. Pensó que quizá se tratara de una alucinación a causa de la fiebre y no quiso alterarlo más.

– Debéis avisar a la Casa del Temple, Abraham, debéis comunicar mi llegada, mi muerte… ellos sabrán qué hay que hacer, procurarán que no tengáis ningún problema por prestarme ayuda, ellos… Avisadles inmediatamente y entregad el paquete a Guillem, me espera…

Bernard Guils se retorció de dolor, el gris ceniciento reapareció en su rostro, el jadeo volvió a sus pulmones. El médico comprobó con tristeza que sus esfuerzos habían sido inútiles, nada parecía detener los efectos de aquel tóxico letal. Volvió a administrarle la poción que había preparado, aunque esta vez sabía que sólo podría calmar su angustia y nada más podía hacer por su vida.

– ¡Abraham, hay que avisar a Guillem…, la Sombra surgirá de la oscuridad, que se aleje de la oscuridad!

Bernard Guils se desplomó en el lecho, agitado, presa de sus alucinaciones. Se encontraba en el camino, cerca del Jordán, había andado por el desierto y estaba exhausto y sediento. Fue entonces cuando la vio, estaba allí, esperándole, como si no hubiera hecho otra cosa en la vida que aguardarle. Blanca como la capa que llevaba sobre los hombros, con la crin al viento, las patas delanteras golpeando el aire, lanzando un relincho de bienvenida. Su hermosa yegua árabe le estaba esperando hacía mucho tiempo. Se acercó a ella, acariciándole la cabeza, hablándole en un susurro como sabía que le gustaba y, cogiendo las riendas, montó con suavidad. Ya nada le ataba a su pasado, una nueva vida se abría ante sus ojos y ni tan sólo volvió la cabeza, sonrió y cruzó el Jordán.

Abraham vio cómo una gran paz se extendía por la cara de Bernard, cómo su cuerpo se relajaba liberado del dolor, el estertor desaparecía y con él, la vida. Una enorme tristeza se apoderó del anciano médico cuando cerró el único ojo entreabierto y cubrió su rostro con la sábana. Se quedó sentado, inmóvil y sus labios empezaron a recitar una oración hebrea por aquel cristiano que no había podido salvar.

Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento. No tenía ni idea del tiempo que llevaba allí, sentado al lado del cadáver. Pero ni tan sólo los golpes lograron perturbar su espíritu, se levantó lentamente, como si el cuerpo le pesara y se encaminó a la puerta. Su amigo Moshe, el carnicero, estaba ante él con una expresión de disculpa en la mirada.