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– Abraham, siento mucho mi comportamiento anterior, no tenía derecho a juzgarte tan severamente, te pido perdón. -Su mirada expresaba tal arrepentimiento que el médico no pudo negarle la entrada, divertido ante los escrúpulos de su amigo. -Pasa, viejo cascarrabias judío, dentro de un rato pensaba ir a buscarte.

– ¿Cómo está tu paciente? ¿Has logrado que se recuperara? ¿Necesitas algo? -Moshe ya no sabía cómo disculparse. -Ha muerto no hace mucho. Poco he podido hacer contra un veneno tan potente como el que han utilizado para robarle la vida -contestó Abraham, invitándole a que pasara a la pequeña estancia que le servía de comedor.

– ¡Veneno! -exclamó Moshe.

Abraham le contó la historia sin ocultarle nada, necesitaba hablar con alguien y conocía a Moshe desde que tenía memoria. Aunque un poco más joven que él, se habían criado juntos desde niños y siempre habían mantenido una fiel amistad. Moshe siempre había sido un conservador, como su padre, siguió la tradición familiar en su oficio y se casó con quien su familia dispuso, a pesar de que Abraham sabía que siempre había estado profundamente enamorado de su hermana Miriam y que ésta le correspondía. Pero aquellos infelices jóvenes no se atrevieron a afrontar las consecuencias y los resultados no habían sido buenos. La esposa de Moshe era una mujer autoritaria y orgullosa que le despreciaba, y su querida hermana Miriam tenía por marido a un rígido rabino que había borrado la sonrisa de su rostro.

El mundo ordenado y rutinario de Moshe sufrió un sobresalto al oír la historia de su amigo. Admiraba a Abraham desde que eran niños, sabía que tenía la amistad de un hombre sabio que le respetaba y quería.

– ¡Dios sea con nosotros, Abraharn! En buen lío te has metido. Y este pobre hombre, muerto en tu casa. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Abraham sonrió al oír que su amigo utilizaba el plural, inmerso en la historia, realmente preocupado por su seguridad. -Tú volverás a casa y no dirás nada a nadie. Si te preguntan por mí, dirás que he vuelto a emprender un viaje para atender a un paciente y que no sabes cuándo volveré.

– Pero Abraham la gente puede pensar que no has vuelto de Palestina, lo mejor sería…

– No, Moshe -le atajó el médico-, es muy posible que alguien me viera llegar al Call, ya sabes cómo corren las noticias en este barrio, parece que nadie te ve y acabas siendo el tema principal de conversación en la sinagoga. Lo mejor será ceñirse a la verdad lo máximo posible. En cuanto a mí, haré lo que Guils me pidió antes de morir, iré a la Casa del Temple y les contaré la historia.

– Tienes razón, es lo mejor -asintió Moshe, convencido-. Es una suerte que todo este lío dependa del Temple y no del aguacil real. Pero Abraham, ¿has pensado ya con quién vas a hablar? No puedes presentarte allí diciendo «tengo un muerto que les pertenece»…

– No te preocupes, tengo un buen amigo en la Casa, uno de toda confianza. Pero necesito que me hagas un favor, ten los oídos bien abiertos, entérate de si alguien me vio llegar y habla con mi cuñada. Puedes contarle que ya he llegado, pero que una urgencia médica me obliga a marchar de nuevo. No des demasiadas explicaciones, ser demasiado locuaz es la manera de atrapar a un mentiroso.

Abraham despidió a su amigo, dándole las últimas instrucciones. Después hizo otra visita a la habitación donde Guils ya no sentía dolor ni tristeza. Aquella forma humana que escondía la sábana había emprendido un viaje que nadie podía compartir. Revisó de nuevo sus ropas, palpando cuidadosamente cada centímetro de tela, buscando en las costuras y en los bolsillos, pero no encontró nada. Pensó que era posible que todo aquello fuera parte de una alucinación provocada por el veneno, pero algo en su interior le decía que era cierto. Una de las razones era la propia muerte de Guils, su asesinato. Se necesitaba una buena razón para acabar con la vida de un hombre y la existencia de aquel paquete podía ser una causa legítima para matar.

Sin embargo, entre las ropas de Guils no había nada. Abraham se sentó al lado del cadáver e hizo un esfuerzo por recordar. Cerró los ojos y vio a Bernard en la popa de la nave, con el brazo derecho fuertemente apretado contra el pecho. Recordó los enérgicos paseos del hombre, de popa a proa, de proa a popa y de forma constante y reiterativa, el gesto de su mano izquierda rozando el pecho, como queriendo asegurarse de que algo importante seguía en su lugar. Sí, estaba seguro de que Guils llevaba algo valioso para él, pero mientras estuvieron embarcados Abraham había llegado a la conclusión de que estaba preocupado por la seguridad de su bolsa, algo muy común en este tipo de travesías, en la que se encontraban rodeados de una tripulación desconocida y, en muchos casos, proclive al hurto.

Alguien había robado a Guils aprovechando su estado o peor todavía, alguien había provocado el estado de Guils para robarle. Ocasiones para hacerlo no habían faltado, ya que desde el momento del desembarco mucha gente se había acercado al enfermo. La historia iba cobrando forma en la mente de Abraham… Guils había gritado un nombre en su agonía, Guillem, le pedía que avisara a un tal Guillem, pero Guillem qué, era un nombre común que no le proporcionaba ninguna pista. Tenía que actuar con prudencia, la intensa angustia de Bernard indicaba que aquel lo por lo que había muerto tenía una gran importancia y un gran peligro. Abraham quería cumplir sus últimos deseos, pero su información era escasa, casi mínima. Después de unos minutos de reflexión, el anciano judío tomó una decisión, tomó su capa y salió de la casa.

La tarde empezaba a caer. Tenía que apresurarse, no podía arriesgarse a que cerraran el Portal del Castell Nou y le impidieran salir hasta la mañana siguiente. A Dios gracias, la Casa del Temple estaba muy cerca y no tardaría ni cinco minutos en llegar hasta allí. No se encontró con nadie conocido, a esa hora la gente acostumbraba a recogerse y las patrullas de vigilancia aún estarían apurando los últimos instantes en alguna taberna, antes de empezar la ronda de la noche.

Su mente no dejaba de trabajar. ¿Guillem?… El maestre provincial se llamaba así, Guillem de Pontons, pero… ¿era realmente el hombre al que se refería Guils? Tendría que improvisar sobre la marcha.

Abraham tenía muy buena relación con los templarios de la ciudad. En su calidad de médico había atendido a muchos miembros de la milicia que habían solicitado sus servicios. Siempre había sido tratado con respeto y afecto, y no había que olvidar las intensas relaciones que el Temple mantenía con los prestamistas del Call, ambas partes se beneficiaban de aquella relación y hacían excelentes negocios.

Se paró en seco, deteniendo el ritmo de sus pensamientos. Tenía la desagradable sensación de que alguien lo seguía, pero sólo logró observar, en medio de la creciente oscuridad, un juego de sombras dispersas, casi inmóviles. Hubiera jurado que en tanto se giraba, la sombra de un aleteo de capa se había movido a sus espaldas, desapareciendo en un instante y disolviéndose en un rincón oscuro, como un espejismo. El silencio era total, vacío de cualquier sonido familiar.

Abraham apresuró el paso, ciñéndose la capa a su delgado cuerpo. Un escalofrío le había recorrido la espina dorsal y estaba seguro de que no era a causa del frío, era simplemente miedo. Se reconoció asustado, muy asustado y demasiado viejo para aquel tipo de experiencias. En la penumbra, a pocos pasos, reconoció la imponente mole de las torres del Temple y respiró aliviado, ellos sabrían qué hacer y cómo actuar.

Una sombra extraña se dibujaba en un muro sin que luz alguna ayudara a proyectarla. Parecía una mancha de la propia piedra, castigada por las lluvias de siglos. Cuando Abraham desapareció por el portón del Temple, una brisa silenciosa arrancó la sombra de la piedra, desvaneciéndose.

Capítulo III Guillem de Montclar

«Primeramente, os preguntaremos si tenéis esposa o prometida que pudiera reclamaros por derecho de la Santa Iglesia. Por que si mintierais y acaeciera que mañana o más tarde ella viniera aquí y pudiera probar que fuisteis su hombre y reclamaros por derecho de la Santa Iglesia, se os despojaría del hábito, se os cargaría de cadenas y se os haría trabajar con los esclavos. Y cuando se os hubiera vejado lo suficiente, se os devolvería a la mujer y habríais perdido la Casa para siempre. Gentil hermano, ¿tenéis mujer o prometida?»

Se levantó del banco de piedra y volvió al ventanuco. Exactamente seis pasos, multiplicado por las veinte ocasiones en que había hecho el trayecto, daba como resultado ciento veinte pasos. Y como en las veces anteriores, echó un vistazo al exterior. Contempló la torre del monasterio de Sant Pere de les Puelles, la que llamaban «Torre dels Ocells», aquel enorme convento había dado vida a todo un barrio. Tierras y molinos, muchos molinos cerca de las aguas de la corriente del Rec Condal.

El molino en que se encontraba, propiedad del Temple, había sido punto de encuentro de innumerables citas con Guils, porque era uno de sus lugares favoritos para tratar de temas delicados.

– Verás, muchacho, ¿a quién se le puede ocurrir que dos malditos espías como nosotros, se reúnan en este viejo molino? Además como es nuestro, todo queda en familia y nadie nos va a molestar, pensarán que somos miembros selectos del sector jurídico de la orden, enredados en algún pleito con las monjas del monasterio por cualquier trozo de tierra, como siempre -le comentó Guils con sorna, al ver su expresión perpleja la primera vez que quedaron citados allí.