No era un mal lugar, había reconocido Guillem, un espacio tranquilo y bastante solitario a excepción de las inquisitivas miradas de sus hermanos del Temple que se ocupaban del molino. Sin embargo, en aquel momento Guillem de Montclar estaba realmente preocupado por la tardanza de su superior. No era habitual que éste llegara tarde a una cita y recordó los consejos de Guils referentes al tema.
– Una demora de quince minutos es motivo de grave preocupación, y media hora equivale a la alerta máxima y a prepararse para correr en dirección contraria. Métetelo en la cabeza, chico, es posible que alguna vez te salve la vida. -Guils le insistía, una y otra vez, en tono doctoral.
Sin embargo, habían pasado cuatro horas y Guillem seguía allí, pegado al ventanuco, negándose a aceptar que hubiera podido pasar algo grave, algo realmente grave.
Pensó en Bernard Guils. Trabajaba con él desde hacía cinco años y había sido su mentor, su maestro de espías, todo lo que sabía se lo debía a él. Representaba la figura paterna que jamás había conocido o que ni siquiera podía recordar. Su padre había sido asesinado cuando él contaba apenas diez años y su madre se había acogido a la protección del Temple de Barberá, el lugar de donde procedía su familia. Berenguer de Montclar, su padre, pertenecía a la nobleza local y siempre había sido un hombre del Temple, un fiel servidor de la orden y por ello, a su muerte, los templarios se habían hecho cargo del pequeño Guillem, de su educación y de su vida. Se habían convertido en su única familia conocida. Cuando cumplió catorce años, resolvió un extraño caso que tenía a su orden muy preocupada y sus maestros observaron en él una capacidad especial, un «sexto sentido», como decía su tutor. No tardaron en ponerle en manos de Guils.
La ausencia de Bernard se le hacía insoportable y una profunda perturbación interior le mantenía paralizado. «Guils, Guils, Guils, dónde demonios te has metido», pensaba con la inquietud y el miedo inundándole el ánimo. No era posible que le hubiera sucedido nada malo, a él no, podía con todo, era la persona con más recursos que había conocido en su corta vida, el más listo. Intentaba por todos los medios hallar una respuesta lógica y razonada a aquella demora, y no la encontraba.
Hacía poco más de un mes que Guillem había recibido instrucciones de Guils a través de un emisario tunecino. Estaba en la encomienda de Barberá, adonde Bernard solía enviarlo para que se tomara un respiro: «A las raíces -le decía-, húndete en las raíces para no olvidar quién eres». El mensaje cifrado no daba muchas explicaciones, como siempre, sólo las necesarias. Era un transporte prioritario con el sello de la más alta jerarquía. Sabía el día probable de la llegada de la nave de Guils, siempre que no hubiera tormentas o huracanes, naufragios o asaltos de los piratas. Por esta razón, llevaba una semana en la ciudad, vagabundeando por el puerto y la zona marítima, escuchando rumores y avisos de la llegada a puerto de las diferentes embarcaciones. Sabía que Bernard viajaba en un barco veneciano porque estaba convencido de la capacidad de los venecianos para no ver nada más que aquello que les era necesario: una buena bolsa bien repleta y no habría preguntas ni interrogatorios. Y también sabía algo que hubiera preferido ignorar: que Bernard Guils no iba a aparecer por el molino, algo terrible había sucedido y tenía que ponerse en marcha de inmediato. Ya no importaba el haber visto con sus propios ojos la llegada de la nave veneciana al puerto y la actividad que su arribada producía, las correrías de mozos de cuerda y barqueros, de mercaderes y prestamistas. Nadie se había fijado en él, con su apariencia de joven inexperto y despistado, quizás hijo de algún comerciante. Pero él se había fijado en todo y en todos, como le había enseñado Guils, comprobando que no había ningún motivo de preocupación, y que todo parecía en orden. Y siguiendo sus instrucciones, antes de que salieran las barcas en busca de los pasajeros, se apresuró a llegar al lugar de la cita. Y allí seguía, pero la demora de Guils indicaba que sí había motivos de preocupación y que nada estaba en orden.
Salió del molino y respiró hondo. No era momento de vacilaciones, y caminando a buen paso, sin correr para no llamar la atención, se encaminó de nuevo hacia el puerto.
Tenía que empezar desde el principio, sin sobresaltos, poner en marcha lo que Bernard le había enseñado todos aquellos años. Sin embargo, la actividad no disminuyó la intensa sensación de soledad que se abría paso en su plexo solar, como si un vacío intenso se agrandara en su interior. ¿Quizás aquélla no era la nave en que viajaba su compañero? ¿Era posible que algún problema le hubiera obligado a subir a otra nave?
El alfóndigo de Barcelona, l'alfondec, seguía siendo un hervidero de actividad. Su nombre derivaba del árabe, al-fondak, que significaba posada, pero era mucho más que eso. Era un edificio, o mejor un grupo de construcciones que se situaban alrededor de un gran patio central, donde los Cónsules de Ultramar ejercían su cargo y que al mismo tiempo servía de posada, de almacén para los mercaderes, y donde se podían encontrar todos los servicios necesarios: baños, hornos, tiendas, tabernas e incluso capilla. Era el centro neurálgico de la actividad mercantil y portuaria.
Guillem, todavía conmocionado, se adentró en el torbellino de gentes e idiomas diferentes, cruzándose con un nutrido grupo de marineros que se dirigían en tropel a la taberna más próxima. Se acercó al lugar donde el Temple tenía su mesa propia y sus oficiales vigilaban y controlaban sus envíos a Tierra Santa. Frey Dalmau, un maduro templario encargado de todas las transacciones que allí se realizaban, lo vio acercarse con una sonrisa. Sus largas barbas y la cruz roja en su capa blanca eran señal inequívoca de su condición, a diferencia de Guillem que, por su especial trabajo, podía parecer cualquier cosa a excepción de un caballero templario.
Frey Dalmau le miraba con una sonrisa en los labios. Conocía a aquel muchacho desde que era un crío, desde los viejos tiempos en que visitaba la encomienda de Barberá.
– Vaya, vaya, hermano Guillem, en los últimos tres años no te había visto tanto como en el día de hoy. Me alegro de tu visita a este viejo administrador.
– Buen día, hermano Dalmau, vengo en busca de un poco de información.
– ¿Información? -repitió frey Dalmau-. Me parece que tratándose de ti, poca información es un término muy extenso. -Tenéis razón, poca o mucha, necesito información. Esta mañana, rondando por aquí, he visto arribar a un barco veneciano. ¿Habéis visto algo de interés en su llegada?
Frey Dalmau lo observó con atención, había algo más que preocupación en la mirada del joven, quizá miedo, pensó. -Llegó un barco veneciano, estáis en lo cierto. Su capitán es un tal D'Amato, creo. Traía pasajeros, he visto desembarcar a dos frailes predicadores, a un judío, a un comerciante llamado Camposines al que conozco, uno de los pasajeros parecía enfermo, acaso borracho, no lo sé. Armaron un gran revuelo para sacarlo de la barca. El hombre parecía inconsciente.
– Hermano Dalmau -Guillem sintió un viento helado en los pulmones-, necesito que hagáis un esfuerzo de memoria y, conociendo vuestras habilidades, sé que podéis hacerlo mucho mejor.
– Estáis preocupado, muchacho, algo os perturba y sería mucho mejor que fueseis al grano y me preguntarais qué es, exactamente, lo que queréis saber.
– Quiero saber todo lo que recordéis de cada uno de los viajeros que transportaba esta nave, de todos los que desembarcaron.
Guillem intentaba controlar su impaciencia, el miedo a tener que oír algo que no deseaba escuchar. «Tengo que calmarme, no crear sospechas inútiles y averiguar todo lo que pueda», se dijo a sí mismo.
– Está bien, haré lo que me habéis pedido. Veamos: la primera barca venía bastante llena, daba la impresión de que todos tenían mucha prisa por desembarcar. Ya os he dicho que bajaron dos frailes, uno bastante viejo y otro joven, de vuestra edad aproximadamente. El viejo estaba encolerizado y se marchó dejando plantado al joven; otro hombre, de mediana edad, que cojeaba levemente y se quedó por allí, curioseando; un anciano judío arrastrando a un hombre inconsciente y dos, quizá tres tripulantes; el comerciante Camposines y el capitán, la barca era de Romeu, a veces trabaja para nosotros, pero el barquero era nuevo, un chico joven.
– ¿Y el enfermo? ¿Os fijasteis en él, pudisteis ver cómo era? -Sentía que el pulso le golpeaba en las sienes, que estaba a punto de estallar.
– Era un hombre maduro. -Frey Dalmau había cambiado el tono de voz, más grave, aunque el joven no lo percibiera.
– ¿Nada más? ¿Maduro y nada más?
– Alto y muy corpulento, se necesitaron varios brazos para sacarlo de la barca. Y era tuerto. Llevaba un parche oscuro sobre uno de sus ojos. Eso es lo único que os puedo decir.
Guillem tuvo la impresión de que el mundo acababa de caerle encima. Todo el peso de aquel siglo estaba sobre sus espaldas, a punto de tumbarle, de dejarle sin respiración. Hizo un inmenso esfuerzo para sobreponerse, para no manifestar sus emociones, pero frey Dalmau percibió su dolor.