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Gene Wolfe

La sombra del Torturador

Mil edades ante tu mirada son como una tarde que termina; breves como la vigilia que acaba la noche antes de que el sol se eleve.

I — Resurrección y muerte

Es posible que yo ya tuviera entonces cierto presentimiento de mi futuro.

El portal cerrado y herrumbrado que se levantaba ante nosotros con hilos de niebla ribereña enhebrando las puntas de hierro como senderos de montaña, ha quedado ahora en mi memoria como el símbolo de mi exilio. Ésa es la razón por la que he empezado a escribir esta crónica describiendo el portal, y cómo luego tuvimos que echarnos al agua, y como yo, Severian, aprendiz de torturador, estuve a punto de morir ahogado.

—El guardián se ha ido. —Así le habló mi amigo Roche a Drotte, que ya se había dado cuenta.

Dudando, el muchacho Eata sugirió que diéramos un rodeo. Levantó el delgado brazo pecoso y señaló los mil pasos de muralla que se extendían entre las casas bajas y ascendían por la loma hasta que finalmente se unían a los muros altos de la Ciudadela. Era un camino que yo tomaría, mucho más tarde.

—¿E intentar atravesar la barbacana sin salvoconducto? Llamarían al maestro Gurloes.

—Pero ¿por qué se iría el guardián?

—No interesa. —Drotte sacudió el portal.— Eata, ve si puedes escurrirte entre las barras.

Drotte era nuestro capitán, y Eata introdujo un brazo y una pierna entre las estacadas de hierro, pero pronto fue evidente que el cuerpo no podría seguirlos.

—Alguien se acerca —susurró Roche. Drotte tiró bruscamente de Eata.

Miré calle abajo. Una luz de linternas se mecía en la niebla entre un ruido de voces y pasos apagados. Yo habría querido esconderme, pero Roche me detuvo diciendo: — Espera, veo picas.

—¿Crees que es el guardián que vuelve?

—Son muchos —comentó sacudiendo la cabeza.

—Una docena de hombres cuando menos —dijo Drotte.

Todavía mojados por el Gyoll, aguardamos. En los recodos de mi mente aún estábamos allí, temblando de pies a cabeza. Así como todo lo supuestamente imperecedero tiende a su propia destrucción, los instantes que en un momento nos parecen más fugaces se recrean a sí mismos…, no sólo en mi memoria (que en última instancia no pierde nada) sino también en mi corazón palpitante y en mis cabellos erizados, que se renuevan una y otra vez, así como nuestra comunidad se reconstituye cada mañana con las agudas notas de sus propios clarines.

Los hombres no tenían armadura, como no tardé en ver a la pálida luz amarilla de las linternas; pero traían lanzas, como había dicho Drotte, y garrotes y machetes. El jefe llevaba un largo cuchillo de doble filo sujeto a la cintura. Lo que más me interesó fue la llave maciza que le colgaba del cuello sujeta a una cuerda; parecía que pudiera encajar en la cerradura del portal.

El pequeño Eata se movía nervioso y el jefe nos vio y alzó la linterna sobre su cabeza.

—Estamos esperando para entrar, señor —exclamó Drotte. Era el más alto de los dos, pero tenía una expresión humilde y respetuosa en el rostro oscuro.

—No hasta que amanezca —dijo el jefe con brusquedad—. Vosotros, los jóvenes, será mejor que os vayáis a casa.

—Señor, se suponía que el guardián nos dejaría entrar, pero no está aquí.

—No entraréis esta noche. —El jefe llevó la mano a la empuñadura del cuchillo antes de dar un paso adelante. Por un instante tuve miedo de que supiera quiénes éramos.

Drotte se alejó y los demás nos quedamos detrás.

—¿Quiénes sois, señor? No parecéis soldados.

—Somos los voluntarios —dijo uno de los otros—. Venimos a proteger a nuestros muertos.

—Entonces podéis dejarnos entrar.

El jefe se había vuelto de espaldas.

—No dejamos entrar a nadie, salvo a nosotros mismos. —La llave chirrió en la cerradura y el portal crujió. Antes que nadie pudiera detenerlo, Eata se precipitó hacia delante y cruzó el portal. Alguien echó una maldición, y el jefe y otros dos más se lanzaron detrás a toda carrera, pero el muchacho era demasiado rápido para ellos. Vimos cómo el pelo rojizo y la camisa de retazos zigzagueaban entre las tumbas hundidas de los pobres para luego desaparecer entre la espesura de estatuas, algo más arriba. Drotte intentó seguirlo, pero dos hombres lo tomaron por los brazos.

—Tenemos que encontrarlo —dijo Drotte—. No os robaremos vuestros muertos.

—¿Por qué queréis entrar entonces? —preguntó uno de los voluntarios.

—Para recoger hierbas —respondió Drotte—. Somos ayudantes de médicos. ¿No queréis que los enfermos curen?

El voluntario se quedó mirándolo. El hombre de la llave había dejado caer la linterna cuando echaba a correr tras Eata, y sólo quedaban dos. A la débil luz de estas linternas el voluntario parecía estúpido e inocente; supongo que sería un trabajador de alguna clase.

Drotte continuó: —Tiene que saber que para que ciertos simples alcancen un máximo de eficacia, es preciso arrancarlos del polvo de las tumbas a la luz de la luna. Pronto llegará el hielo y lo matará todo; y nuestros amos necesitan abastecerse para el invierno.

Los tres dispusieron que entráramos esta noche, y el padre de ese muchacho me lo cedió para que me ayudara.

—No tienes nada donde guardar los simples.

Todavía sigo admirando a Drotte por lo que hizo después. Dijo: —Tenemos que atarlos en haces para que se sequen —y sin la menor vacilación, sacó del bolsillo un trozo de cordel común.

—Ya entiendo —dijo el voluntario. Era evidente que no entendía. Roche y yo nos acercamos al portal.

Drotte en cambio dio un paso atrás.

—Si no nos dejáis recoger las hierbas, mejor nos vamos. No creo que ahora podamos encontrar al muchacho ahí dentro.

—No, no os vais. Tenemos que sacarlo.

—Está bien —dijo Drotte de mala gana, y entró por el portal con los voluntarios tras él. Ciertos místicos aseveran que el mundo real ha sido construido por la mente humana, puesto que las categorías artificiales en las que incluimos cosas en esencia indiferenciadas, cosas más débiles que las palabras con las que las designamos, gobiernan nuestras distintas modalidades. Entendí el principio intuitivamente esa noche cuando oí que el último voluntario cerraba el portal detrás de nosotros.

Un hombre que no había hablado antes, dijo: —Iré a vigilar junto a mi madre. Hemos perdido demasiado tiempo. Ya podrían habérsela llevado a una legua de distancia.

Varios de los demás musitaron su asentimiento, y el grupo empezó a dispersarse, moviéndose una linterna hacia la izquierda y la otra hacia la derecha. Nosotros ascendimos por el sendero central (el que tomábamos siempre al volver a la sección derrumbada del muro de la ciudadela) con el resto de los voluntarios.

Es mi naturaleza, mi alegría y mi maldición, no olvidar nada. Cualquier chirrido de cadenas, cualquier susurro del viento, cualquier visión, olor o sabor, permanecen inalterados en mi mente, y aunque sé que no es así para todos, no me imagino qué puede significar ser de otra manera. Los pocos pasos que dimos por el sendero blanqueado se me presentan de nuevo ahora; hacía frío, cada vez más; no teníamos luz, y la niebla había empezado a levantarse espesa desde el Gyoll. Unos pocos pájaros habían anidado en los pinos y cipreses, y revoloteaban inquietos de un árbol a otro. Recuerdo la sensación de mis manos mientras me frotaba los brazos, la linterna que se balanceaba entre las plantas a cierta distancia, la niebla que me quitaba de la camisa el olor a agua de río, y la acritud de la tierra recién removida. Casi había muerto esa vez, ahogado entre las raíces entrelazadas; la noche iba a señalar el comienzo de mi virilidad.