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Hubo un disparo, algo que yo jamás había visto antes, una centella de energía violeta abriéndose paso en la oscuridad como una cuña y terminando en un ruido atronador. En algún sitio un monumento se derrumbó con estrépito. Luego un silencio, en el que todo lo que me rodeaba pareció disolverse. Echamos a correr. A lo lejos unos hombres gritaban. Oí un ruido de acero sobre piedra, como si algo hubiera golpeado una de las lápidas de las tumbas con un badelaire. Me precipité por un sendero que me era (o al menos así me pareció entonces) completamente desconocido, una cinta cubierta de huesos rotos del ancho de dos hombres, que descendía serpenteando hasta un pequeño valle. En medio de la niebla no me era posible ver nada, salvo el bulto de los monumentos recordatorios que se levantaban a un lado y a otro. Luego, tan repentinamente como si alguien lo hubiera quitado de un tirón, el sendero ya no estaba bajo mis pies… quizás yo había pasado por alto alguna curva. Giré para esquivar un oblesque que pareció alzarse delante de mí y embestí violentamente a un hombre de chaqueta negra.

Era sólido como un árbol; el impacto me hizo perder el equilibrio y me dejó sin aliento. Oí que el hombre mascullaba unas maldiciones, y luego un sonido susurrado de no sé qué tipo de arma. Otra voz exclamó: —¿Qué fue eso?

—Alguien me atropello. Desapareció, quienquiera que fuese.

Yo permanecí tendido y en silencio.

—Encended la lámpara —dijo una mujer con una voz que era como el arrullo de una paloma, pero en un tono perentorio.

El hombre con que había chocado, respondió: —Se precipitarían sobre nosotros como una jauría de perros salvajes, señora.

—Pronto lo harán de cualquier modo… Vodalus disparó. Tienen que haberlo oído.

—Lo más probable es que los mantenga alejados.

En un tono que no reconocí como exultante porque yo era demasiado inexperto, el hombre que había hablado primero replicó: —Ojalá no la hubiera traído. No la hubiéramos necesitado contra esta clase de gente.

Estaba mucho más cerca ahora, y en un instante pude verlo a través de la niebla, muy alto, esbelto y sin sombrero, junto al hombre más corpulento con el que yo chocara. Embozada de negro, una tercera figura era, aparentemente, la mujer. Al perder el aliento, yo había perdido también la fuerza de mis piernas y brazos, pero me las compuse para rodar sobre mí mismo y ocultarme tras la base de una estatua, y una vez seguro allí, espié otra vez.

Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Pude distinguir la cara en forma de corazón de la mujer, y advertí que era casi tan alta como el hombre esbelto que ella había llamado Vodalus. El hombre corpulento había desaparecido como agua vertida en un pozo, pero le oí decir muy cerca de mí: —Más cuerda. —Entonces vi algo oscuro (tiene que haber sido la copa del sombrero) que se acercaba a los pies del otro hombre, y comprendí que eso era casi precisamente lo que le había sucedido… Había un boquete allí, y el hombre estaba dentro.

La mujer preguntó: —¿Cómo se encuentra?

—Fresca como una rosa, señora. Apenas hiede y no hay por qué preocuparse. —Con una agilidad que me sorprendió, abandonó el boquete de un salto. —Ahora deme un extremo y yo tomaré el otro, señor, y la sacaremos como una zanahoria.

La mujer dijo algo que no pude oír, y el hombre esbelto replicó: —No tenías por qué venir, Thea. ¿Qué pensarían los demás si yo eludiera todos los riesgos? —Él y el hombre corpulento jadeaban mientras tiraban de la cuerda. De pronto vi que algo blanco aparecía debajo de ellos. Se inclinaron para levantarlo. Como si un amschaspand los hubiera rozado con una varilla radiante, la niebla giró y se apartó dejando caer un rayo verde de luna. Habían sacado el cadáver de una mujer. Los cabellos, que habían sido oscuros, estaban ahora desordenados alrededor de la cara lívida; tenía puesta una túnica larga de color pálido.

—Ya ven —explicó el hombre corpulento—, como le dije antes, señor, señora, en diecinueve veces de cada veinte no hay ningún riesgo. Sólo tenemos que llevarla fuera de la muralla.

El hombre calló y oí que alguien gritaba. Tres de los voluntarios bajaban por el sendero del borde del valle.

—Manténgalos apartados, señor —gruñó el hombre corpulento echándose el cadáver al hombro—. Yo me haré cargo y llevaré a la señora a lugar seguro.

—Tómala —replicó Vodalus. La pistola que le alcanzó reflejó la luz de la luna como un espejo.

El hombre corpulento la miró asombrado.

—Nunca he usado ninguna, señor…

—Tómala, puede que la necesites. —Vodalus se agachó, y se levantó sosteniendo lo que parecía un bastón oscuro. Hubo un golpeteo de metal sobre madera, y en el lugar del bastón, una hoja estrecha y brillante. —¡Guardaos! —exclamó.

Como si una paloma hubiera comandado de pronto un arctótero, la mujer tomó la pistola brillante de manos del hombre corpulento, y juntos retrocedieron en la niebla.

Los tres voluntarios habían vacilado. Uno de ellos se apartó hacia la derecha y otro hacia la izquierda para atacar desde tres lados. El hombre del centro (todavía en el sendero blanco de huesos rotos) sostenía una pica, y uno de los otros un hacha.

El tercero era el conductor con el que había hablado Drotte fuera del portal.

—¿Quién es usted? —le preguntó a Vodalus—. ¿Y qué poder del Erebus le da derecho a venir aquí y hacer algo semejante?

Vodalus no contestó, pero la punta de su espada miraba a uno por uno, como un ojo.

El conductor dijo con un rechinar de dientes: —Todos juntos ahora y lo tenemos. — Pero avanzaron titubeando, y antes de que lo cercaran, Vodalus saltó hacia delante. Vi que la hoja relampagueaba en la penumbra y oí que chirriaba contra la cabeza de la pica, un resbalón metálico, como si una serpiente de acero se deslizara por un leño de hierro. El hombre que esgrimía la pica chilló y retrocedió de un salto; Vodalus también saltó hacia atrás (creo que temiendo que los otros dos lo atacaran por la espalda), pareció que perdía el equilibrio, y cayó.

Todo esto ocurrió en la oscuridad y la niebla. Yo lo vi, aunque los hombres eran apenas unas sombras circundantes, como lo había sido la mujer con cara de corazón. Pero algo me conmovía. Quizá fuera la decisión de Vodalus, dispuesto a morir para protegerla, lo que hacía que la mujer fuese tan preciosa para mí; al menos eso fue lo que encendió mi admiración por Vodalus. Muchas veces desde entonces, cuando me he encontrado sobre una estremecida plataforma de la plaza de alguna ciudad mercantil con Términus Est en reposo ante mí y algún miserable vagabundo arrodillado a mis pies, cuando he escuchado en siseantes susurros el odio de la multitud, y he sentido lo que es mucho más difícil de aceptar, la admiración de los que experimentan una sucia alegría en el dolor y la muerte de los otros, he recordado a Vodalus junto a la tumba, y he levantado mi propia hoja, creyendo a medias que cuando la hoja cayera yo estaría luchando por él.

Perdió el equilibrio, como dije. En ese instante creo que mi vida entera osciló en la balanza junto con la suya.

Los voluntarios de los flancos se le echaron encima, pero él había conservado el arma. Vi relampaguear la hoja brillante, aunque su dueño estaba todavía en tierra. Recuerdo haber pensado qué maravilloso hubiera sido tener una espada semejante el día en que Drotte fuera designado capitán de aprendices, e identificarme de esa forma con Vodalus.

El hachero, contra el que Vodalus había lanzado el golpe, se echó hacia atrás; el otro avanzó con un largo cuchillo. Yo estaba de pie entonces observando la lucha por sobre el hombro de un ángel de calcedonia, y vi que el cuchillo bajaba, erraba por un pelo a Vodalus, que rodó de lado, y se hundía hasta la empuñadura en la tierra. Vodalus atacó luego al conductor, pero estaba muy cerca y la hoja era demasiado larga. El conductor, en lugar de apartarse, soltó el arma y aferró a Vodalus como un luchador. Se encontraban al borde mismo de la tumba… supongo que Vodalus había tropezado con los terrones excavados fuera.