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—Espera. ¿Qué tiene esto que ver con Hildegrin?

—Cuando vi a Vodalus por primera vez, un hombre y una mujer lo acompañaban. Estaban rodeados de enemigos y Vodalus se quedó rezagado para pelear, mientras el otro hombre llevaba a la mujer a lugar seguro. (Decidí no decir nada sobre el cadáver, ni mencionar que yo había matado al hachero.) —Yo misma habría luchado… entonces hubiéramos sido tres. Adelante.

—Hildegrin era el hombre que acompañaba a Vodalus, eso es todo. Si lo hubiéramos encontrado antes, habría tenido cierta idea, o habría creído tenerla, de por qué un hiparca de la Guardia de Septentriones querría luchar conmigo. Y, además, por qué alguien ha decidido enviarme una especie de mensaje secreto. Ya sabes, todas esas cosas de las que la chatelaine Thecla y yo solíamos reírnos: espías e intrigas, citas a las que se acude enmascarado, heredades perdidas. ¿Qué sucede?

—¿Te repugno? ¿Soy tan fea?

—Eres hermosa, pero parece que estuvieras por indisponerte. Creo que bebiste demasiado de prisa.

—Ya está. —Con un rápido movimiento, Agia se quitó el vestido multicolor, que cayó en torno a sus pies polvorientos como un montón de piedras preciosas. La había visto desnuda en la catedral de las peregrinas, pero ahora, sea por el vino que habíamos bebido, porque la luz era menos intensa, o sólo porque entonces ella había sentido miedo y vergüenza cubriéndose los pechos y escondiendo su femineidad entre los muslos, me atraía mucho más. Me sentí estúpido de deseo, apreté el cuerpo cálido contra mi carne helada.

—Severian, espera. No soy una prostituta, pienses lo que pienses. Pero hay un precio que pagar.

—¿Cómo?

—Prométeme que no leerás esa nota. Arrójala al brasero.

La solté y retrocedí.

Como brota la fuente entre las rocas, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Me gustaría que pudieras ver cómo me estás mirando ahora, Severian. No, no sé lo que dice. Es sólo que… ¿no has oído nunca de ciertas mujeres que tienen un conocimiento sobrenatural? ¿Premoniciones? ¿Que saben cosas que es imposible que hayan aprendido?

El deseo que me asaltara, casi había desaparecido. Agia estaba asustada y enfadada, aunque yo no sabía por qué.

—Tenemos un gremio de mujeres así en la Ciudadela —dije—. No te pareces a ellas, ni por la cara ni por la voz.

—Sé que no soy así. Pero ésa es la causa por la que has de hacer lo que te digo. Nunca hasta ahora había tenido una premonición, y ahora la tengo. ¿No te das cuenta que por fuerza ha de significar algo tan verdadero y tan importante para ti que no puedes ni debes no tenerla en cuenta? Quema la nota.

—Alguien está tratando de advertirme algo y tú no quieres que la vea. Te pregunté si el septentrión era tu amante. Me dijiste que no, y te creí.

Ella comenzó a hablar, pero yo se lo impedí.

—Te creo, todavía. Había verdad en tu voz. Sin embargo, de algún modo estás intentando traicionarme. Dime ahora que no es así. Dime que actúas sólo en favor de mis intereses.

—Severian…

—Dímelo.

—Severian, nos encontramos esta mañana. Apenas sí nos conocemos. ¿Qué puedes esperar y qué esperarías, si no acabaras de abandonar la protección de tu gremio? He tratado de ayudarte de vez en cuando. Estoy tratando de ayudarte ahora.

—Ponte el vestido. —Tomé la nota de debajo de la bandeja. Ella se precipitó sobre mí, pero no me fue difícil mantenerla apartada con una mano. Más que escrita, la nota había sido garabateada con una pluma de cuervo; en la penumbra apenas sí podía descifrar unas pocas palabras.

—Debí haberte distraído y arrojarla al fuego. Eso es lo que debí haber hecho. Severian, suéltame…

—Quédate quieta.

—La semana pasada todavía tenía un cuchillo. Era una misericordia con una empuñadura de raíz de hiedra. Teníamos hambre y Agilus la empeñó. ¡Si ahora la tuviera te apuñalaría!

—Habría estado en tu vestido, y tu vestido está allí, en el suelo. —La empujé y ella retrocedió trastabillando (tenía bastante vino en el estómago como para que no fuera sólo por la violencia de mi empellón) hasta caer en la silla de lona. Llevé la nota a un sitio donde la última luz del sol penetraba aún entre el denso follaje, y leí:

La mujer que le acompaña ha estado antes aquí. No confíe en ella. Trudo dice que el hombre es un torturador. Usted es mi madre que ha vuelto.

XXVI — Toque de trompetas

Apenas había tenido tiempo de asimilar lo que acababa de leer, cuando Agia saltó de su silla, me arrebató la nota de las manos y la arrojó fuera de la plataforma. Por un momento se mantuvo erguida frente a mí, mirando a Términus Est que, ya limpia, estaba apoyada contra uno de los brazos del diván. Creo que temía que le cortara la cabeza y la arrojara luego tras la nota. Cuando vio que no hacía nada, preguntó: —¿La leíste? ¡Severian, di que no lo has hecho!

—La leí, pero no la he entendido.

—Entonces no pienses en ella.

—Cálmate un instante. Ni siquiera estaba destinada a mí. Puede que haya sido para ti, pero si lo era ¿por qué la pusieron donde sólo yo podía verla? Agia ¿has tenido un hijo? ¿Qué edad tienes?

—Veintitrés. Es edad suficiente, pero no, no lo he tenido. Mira mi vientre si no me crees.

Traté de hacer un cálculo mental y descubrí que no sabía lo bastante acerca del desarrollo de las mujeres.

—¿Cuándo tuviste tu primera menstruación?

—A los trece. Si hubiera quedado preñada, habría tenido catorce años en el momento de nacer el niño. ¿Es eso lo que estás tratando de averiguar?

—Sí. Y el niño tendría nueve años ahora. Si fuera muy inteligente, sería capaz de escribir una nota así. ¿Quieres que te diga lo que decía?

—¡No!

—¿Cuántos años dirías que tiene Dorcas? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve quizá?

—No debes pensar en eso, Severian.

—No quiero empezar a jugar contigo. Eres mujer… ¿cuántos años le das?

Agia frunció los labios.

—Yo diría que tu aburrido pequeño misterio tiene dieciséis o diecisiete años. Poco más que una niña.

A veces, como supongo que todos lo han notado, hablar de personas ausentes parece convocarlas como eidólones. Así fue entonces. Un panel del biombo se movió y apareció Dorcas, ya no como la criatura embarrada a que nos habíamos acostumbrado, sino como una esbelta muchacha de pechos redondeados y gracia singular. Yo había visto una piel más blanca que la suya, pero aquélla no había sido una blancura sana. Dorcas parecía resplandecer. Limpios, los cabellos eran de oro pálido; los ojos eran como siempre: el azul profundo de Uroboros, el río del mundo en mis sueños. Cuando vio que Agia estaba desnuda, quiso refugiarse otra vez detrás del biombo, pero el grueso cuerpo de la criada se lo impidió.

—Es mejor que vuelva a ponerme mis harapos antes de que tu mascota se desmaye —dijo Agia.

—No miraré —murmuró Dorcas.

—No me importa si lo haces —le dijo Agia, pero nos volvió la espalda para ponerse el vestido. Hablando al muro de hojas añadió—: Ahora realmente tenemos que irnos, Severian. La trompeta sonará en cualquier momento.

—¿Y eso qué significa?

—¿No lo sabes? —Se volvió para enfrentarnos.— Cuando las maquinaciones del Muro de la ciudad parecen tocar el borde del disco solar, una trompeta —la primera— resuena en el Campo Sanguinario. Algunos creen que sólo para regular los combates, pero no es así. Es una señal para que los guardianes de dentro del muro cierren los portones. También es una señal para el comienzo de la lucha, y si te encuentras allí cuando suene, entonces será el momento de iniciar la contienda. Cuando el sol está bajo el horizonte y llega la verdadera noche, un trompetero sobre el muro toca retreta. Eso significa que los portones no volverán a abrirse ni siquiera para los que tienen pases especiales, y también que quien haya lanzado o recibido un reto y no haya llegado todavía al Campo, ha rehusado pedir o dar satisfacción. Puede ser atacado donde se lo encuentre, y no es deshonra que un armígero o un exultante contacten asesinos en ese tiempo.