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La criada, que había estado de pie junto a la escalera escuchando y asintiendo con la cabeza, se apartó para dar paso al tabernero.

—Sieur —dijo—, si en verdad tiene una cita mortal, yo…

—Eso mismo me decía mi amiga —le dije—. Tenemos que marcharnos.

Dorcas preguntó entonces si podía beber un poco de vino. Algo sorprendido, asentí; el tabernero le sirvió una copa que ella sostuvo con las dos manos, como una niña. Le pregunté al tabernero si podía darme algo con qué escribir.

—¿Desea hacer testamento, sieur? Venga conmigo, tenemos un pequeño salón destinado a estos casos. Es gratis, y si quiere mandaremos a un niño que lleve el documento al ejecutor testamentario.

Tomé a Términus Est y lo seguí dejando que Agia y Dorcas cuidaran el averno. El pequeño salón del que nuestro anfitrión se jactaba, se apoyaba en una rama y alcanzaba apenas a contener un escritorio, pero había una silla allí, varias plumas de cuervo, papel y un frasco de tinta. Me senté y escribí las palabras de la nota; en la medida de mi entendimiento, el papel parecía ser el mismo en que había sido escrita la nota, y la tinta producía la misma borrosa línea negra. Cuando terminé de escribir, eché arena en el papel, lo plegué y lo guardé en un compartimiento del bolsillo del sable que rara vez utilizo. Luego le dije al tabernero que no había necesidad de mensajero y le pregunté si conocía a alguien llamado Trudo.

—¿Trudo, sieur? —Parecía desconcertado.

—Sí. Es un nombre bastante común.

—Seguro que sí, sieur, lo sé. Sólo que estaba tratando de pensar en alguien que yo pudiera conocer, y en alguien, si me entiende, sieur, de la elevada posición de algún armígero o…

—Cualquiera —dije—. No importa quien sea. ¿No se llamará así el camarero que nos sirvió?

—No, sieur. Su nombre es Ouen. Tuve un vecino una vez llamado Trudo, sieur, pero eso fue hace años, antes que comprara este lugar. No creo que sea él a quien busca. Después está mi palafrenero… su nombre es Trudo.

—Querría hablar con él.

El tabernero asintió inclinando la cabeza, y la barbilla le desapareció en la grasa que le envolvía el cuello.

—Como desee, sieur. Pero no creo que pueda decirle mucho. —Los peldaños crujieron bajo el peso del hombre.— Es del sur, se lo advierto. —(Se refería a las regiones sureñas de la ciudad, no a las tierras áridas que limitan con el hielo.)— Y del otro lado del río, por añadidura. Es improbable que le diga algo con sentido, aunque es un hombre que trabaja duro.

—Sospecho que conozco la parte de la ciudad de donde proviene —dije.

—¿Sí? Bien, eso es interesante. Muy interesante. He oído a uno o dos decir que se daban cuenta de esas cosas por el modo en que un hombre viste o habla, pero yo ignoraba que usted se hubiera topado con Trudo, como suele decirse. —Nos estábamos acercando al suelo ahora y él vociferó:— ¡Trudo! ¡Tru-u-do! —Y luego:— ¡Riendas!

Nadie apareció. Una laja del tamaño de una mesa grande había sido puesta al pie de la escalera, y pasamos sobre ella para salir.

Era justo el momento en que las sombras alargadas dejan de ser sombras para convertirse en estanques de negrura, como si algún fluido aún más oscuro que las aguas del lago de los Pájaros surgiera de la tierra. Centenares de personas, algunas solas, otras en pequeños grupos, se apresuraban por sobre la hierba desde la dirección de la ciudad. Todos parecían concentrados, empujados por la ansiedad que cargaban sobre la espalda como un fardo. La›mayoría no parecía llevar armas, pero unos pocos portaban espadines, y a cierta distancia distinguí los capullos blancos de un averno, transportado, como yo hiciera con el mío, a la manera de un cayado.

—Lástima que no se detengan aquí —dijo el tabernero—. En la cena previa es donde está el dinero. Hablo francamente, porque veo que, joven como es usted, sieur, es demasiado sensible y no ignora que todo negocio se atiende para obtener un beneficio. Trato de ofrecer un servicio de calidad, y como le he dicho, nuestra cocina es famosa. ¡Trudo! Tiene que ser así, pues ninguna otra clase de comida me satisface… me moriría de hambre, sieur, si tuviera que comer lo que come la mayoría. Trudo, piojoso ¿dónde te has metido?

Un muchacho sucio apareció desde algún sitio detrás del tronco, limpiándose la nariz con el antebrazo.

—No está allí atrás, mi amo.

—Bueno ¿pues dónde está? Búscalo.

Yo estaba contemplando todavía la corriente de centenares de personas.

—¿Van todos al Campo Sanguinario, entonces?— Por primera vez, creo, tuve plena conciencia de que antes que saliera la luna posiblemente yo estaría muerto. Tener en cuenta la nota parecía inútil e infantil.

—Como usted comprenderá, no todos van a luchar. La mayoría va sólo por ver el espectáculo, los hay que vienen una única vez, porque se bate alguien que conocen, o porque alguien les habló de los duelos o leyeron acerca de ellos o escucharon una canción que los mencionaba. De ordinario éstos se indisponen, porque después vienen aquí y generalmente se despachan una botella o algo más para recobrarse.

»Pero hay otros que vienen cada noche o cuatro o cinco noches a la semana. Son especialistas, aunque sólo en un arma o tal vez dos, y pretenden saber más acerca de ellas que quienes las emplean, lo cual tal vez es cierto en algunos casos. Después de la victoria, sieur, dos o tres querrán invitarle a una copa. Si acepta, le dirán los errores que han cometido tanto usted como su oponente, pero comprobará que no concuerdan.

—Nuestra cena ha de ser privada —dije, y al hacerlo, oí un roce de pies desnudos en los peldaños detrás de nosotros. Agia y Dorcas estaban bajando; Agia llevaba el averno, y en la penumbra me pareció que el tallo había crecido.

He dicho ya lo mucho que deseaba a Agia. Cuando conversamos con las mujeres, lo hacemos como si el amor y el deseo fueran dos cosas distintas; y las mujeres, que a menudo nos aman y a veces nos desean, mantienen la misma ficción. El hecho es que son aspectos de lo mismo, como podría haberle hablado al tabernero del lado norte y el lado sur del árbol. Si deseamos a una mujer, pronto llegamos a amarla por haber consentido en someterse a nosotros (éste había sido el cimiento original del amor que sentí por Thecla), y como si la deseamos ella siempre se somete, cuando menos en la imaginación, siempre hay algo de amor, en todos los casos. Por otra parte, si la amamos, pronto llegamos a desearla, pues el atractivo es uno de los atributos que ha de tener una mujer, y no podemos soportar la idea de que no los tenga todos; de esta manera los hombres llegan a amar a mujeres paralíticas, y las mujeres a desear a hombres que son impotentes excepto con otros hombres.

Pero nadie puede decir de dónde proviene lo que llamamos, casi a nuestro gusto, amor o deseo. Cuando Agia bajaba la escalera, la última luz del día le iluminaba un lado de la cara, y el otro estaba en la sombra; la falda, desgarrada casi hasta la cintura, permitía un atisbo de un muslo sedoso. Y todo el sentimiento hacia ella que había perdido un momento antes cuando la alejé de mí de un empujón, volvió multiplicado y vuelto a multiplicar. Ella lo vio en mi cara, lo sé, y Dorcas, apenas un peldaño tras ella, lo vio también y apartó los ojos. Pero Agia estaba enfadada conmigo todavía (como quizá tuviera derecho a estarlo), de modo que aunque fingió una sonrisa, y pudo no haber ocultado un dolor en las ijadas, si hubiera querido, fue mucho lo que escondió.