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Creo que en esto radica la verdadera diferencia entre las mujeres a quienes, si hemos de seguir siendo hombres, tenemos que ofrecerles nuestra vida, y las que (una vez más, si hemos de seguir siendo hombres) tenemos que dominar y superar en inteligencia, y usarlas como nunca lo haríamos con una bestia: que las segundas nunca permitirán que les demos lo mismo que damos a las primeras. A Agia le gustaba que la admirara, y mis caricias la habrían transportado al éxtasis; pero aun si me derramara en sus entrañas un centenar de veces, nos separaríamos como extraños. Entendí todo esto al descender ella los últimos peldaños, una mano sobre el corpiño del vestido, la otra sosteniendo el averno como si llevara un báculo. Y, sin embargo, la amaba todavía, o la hubiese amado de haber podido.

El niño volvió corriendo.

—Dice la cocinera que Trudo se ha marchado. Cuando salió a buscar agua, pues la criada se había ido, vio que Trudo se alejaba corriendo, y sus cosas desaparecieron del establo también.

—Se ha ido para siempre, entonces —dijo el tabernero—. ¿Cuándo se marchó? ¿Ahora mismo?

El muchacho asintió con la cabeza.

—Oyó que usted lo buscaba, sieur, eso es lo que me temo. Alguien habrá oído que usted me preguntaba por el nombre y corrió a contárselo. ¿Le robó alguna cosa?

Sacudí la cabeza.

—No me hizo ningún daño; por el contrario, sospecho que intentaba hacer algo bueno. Siento haberle costado un sirviente.

El tabernero abrió los brazos.

—Tenía que pagarle el sueldo, de modo que no será una pérdida para mí.

Cuando se volvió, Dorcas susurró: —Y yo siento haberte quitado tu alegría allí arriba. No quería hacerlo. Pero, Severian, yo te amo.

Desde algún lugar cercano, la voz plateada de una trompeta llamó a las estrellas renacientes.

XXVII — ¿Está muerto?

El Campo Sanguinario, del cual habrán oído todos mis lectores, aunque algunos, espero, no lo habrán visitado, se encuentra al noroeste de las secciones edificadas de nuestra capital de Nessus, entre un enclave residencial de armígeros de la ciudad y las barracas y establos de la Xenargía de los Dimarchi Azules. Está lo bastante cerca del Muro como para que a alguien como yo, que nunca había estado cerca de él, le pareciera muy cerca; sin embargo eran necesarias muchas leguas de duro andar por avenidas retorcidas para llegar hasta él desde el centro de la ciudad. A cuántos combates podía dar cabida, no lo sé. Es posible que las balaustradas que delimitan los distintos campos, y sobre las que los espectadores se apoyan o se sientan según lo prefieran, sean móviles y se ajusten de acuerdo con las necesidades de la noche. Sólo visité el lugar una vez, pero me pareció, con la hierba pisoteada y todos aquellos espectadores silenciosos y lánguidos, extraño y melancólico.

Durante el breve tiempo que vengo ocupando el trono, se me han planteado muchos problemas cuya importancia es más inmediata que la monomaquia. Sea buena o mala (como me inclino a pensar) es sin duda imposible de erradicar en una sociedad como la nuestra, que para su propia subsistencia ha de mantener las virtudes militares por encima de las demás, y en la que el estado puede destinar tan pocos servidores armados a la vigilancia policial del populacho.

Sin embargo ¿es mala en realidad?

En aquellos períodos en que la pusieron fuera de la ley (y según mis lecturas eso sucedió cientos de veces) fue reemplazada en gran medida por el asesinato; y por asesinatos en general del tipo que la monomaquia parece destinada a prevenir: asesinatos que son el resultado de disputas entre familias, amigos y conocidos. En estos casos mueren dos en lugar de uno, porque la ley rastrea al asesino (una persona que no es por inclinación, sino por ocasión, un criminal) y le da muerte, como si con esto devolviera la vida a la víctima. Así pues, si por ejemplo se libraran mil combates legales entre individuos que tuvieran por resultado otras tantas muertes (lo cual es muy improbable, pues la mayoría de los combates no terminan en muerte) e impidiera quinientos asesinatos, el Estado no se encontraría peor.

Además, el sobreviviente de uno de estos combates es, probablemente, el individuo más adecuado para la defensa del Estado, y también el más idóneo para engendrar hijos saludables; mientras que en la mayor parte de los asesinatos no hay sobrevivientes, y el asesino, si sobreviviera, no sería por ello más fuerte, rápido o inteligente, sino sólo malvado.

Y, sin embargo, con qué prontitud esta práctica se presta a la intriga.

Oímos cómo voceaban los nombres cuando nos encontrábamos todavía a un centenar de pasos de distancia, fuerte y solemnemente anunciados por sobre el croar de las ranas arbóreas.

—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!

—¡Sabas del Prado Partido!

—¡Laurentia de la Casa del Arpa! (Esto clamado por una voz de mujer.) —¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!

Le pregunté a Agia a quién llamaban de ese modo.

—Son los que han desafiado a alguien, o han sido desafiados. Vociferando así —o haciendo que un sirviente vocifere por ellos— hacen saber que han venido, pero no el oponente.

—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!

El sol se ponía, y su disco ya casi oculto tras la negrura impenetrable del Muro, había teñido el cielo de cereza, bermellón y un violeta fantasmal. Estos colores, al dar sobre el tropel de monomaquistas y espectadores (del mismo modo que los rayos áureos del favor divino tocan a los jerarcas del arte), les confería un aspecto insustancial y taumatúrgico, como si hubieran aparecido un instante antes por el floreo de una tela y fueran a desvanecerse en el aire otra vez a la señal de un silbido.

—¡Laurentia de la Casa del Arpa!

—Agia —dije, y de algún lugar en las cercanías nos llegó el estertor de la muerte en la garganta de un hombre—. Agia has de anunciar: «Severian de la Torre Matachina».

—No soy tu sirvienta. Grita tú mismo si quieres.

—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!

—No me mires así, Severian, ¡Ojalá no hubiéramos venido! ¡Severian! ¡Severian de los Torturadores! ¡Severian de la Ciudadela! ¡De la Torre del Dolor! ¡La Muerte! ¡La Muerte ha llegado! —La golpeé debajo de la oreja y cayó tendida con el averno junto a ella.

Dorcas me tomó del brazo.

—No tendrías que haberlo hecho, Severian.

—Sólo le di con el dorso de la mano. Se recuperará.

—Te odiará todavía más.

—Entonces ¿crees que no me odia ahora?

Dorcas no respondió y un instante más tarde yo mismo ya había olvidado mi pregunta: a cierta distancia, entre la multitud, había avistado un averno.

El terreno era un círculo de unos quince pasos de diámetro, rodeado por una baranda con dos entradas. El éforo anunció: —La adjudicación del averno ha sido ofrecida y aceptada. Éste es el sitio. Ésta es la hora. Sólo queda por decidir si emprenderéis la contienda como estáis, desnudos o de algún otro modo. ¿Qué decís?

Antes que yo pudiera hablar, Dorcas gritó: —Desnudos. Ese hombre tiene una armadura.

El grotesco yelmo del septentrión se movió de lado a lado, negando. Como la mayor parte de los yelmos de la caballería, dejaba las orejas al descubierto para oír mejor las órdenes gritadas por los superiores. En la sombra tras las placas de metal que le cubrían las mejillas, me pareció ver una estrecha banda negra, y traté de recordar dónde había visto antes algo semejante.

El éforo preguntó: —¿Se niega usted, hiparca?

—Los hombres de mi país sólo se desnudan delante de una mujer.

—Lleva armadura —volvió a protestar Dorcas—. Este hombre ni siquiera tiene una camisa. —La voz de la muchacha, siempre tan dulce, resonaba ahora en el crepúsculo como una campana.

—Me la quitaré. —El septentrión se echó hacia atrás la capa y se llevó una mano al hombro. La coraza resbaló, cayendo a sus pies. Había esperado un pecho tan macizo como el del maestro Gurloes, pero el que vi era más estrecho que el mío.