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Un soldado en cota de malla salió a buscar algo en los bolsillos de su montura; lo detuve y le pregunté dónde me encontraba. Supuso que me refería a qué parte de la fortaleza y señaló una torrecilla detrás de la cual, dijo, estaba la Sala de Justicia; luego agregó que si iba con él, tal vez consiguiera algo de comer.

No bien hubo hablado, me di cuenta de que estaba hambriento. Lo seguí por un largo corredor en penumbras hasta un cuarto mucho más bajo y oscuro que el lazareto, donde dos o tres veintenas de demarchis como él se inclinaban sobre un almuerzo compuesto de pan, carne y verduras hervidas. Mi nuevo amigo me aconsejó que tomara un plato y les explicara a los cocineros que se me había dicho que fuera allí a recoger mi comida. Así lo hice, y aunque se sorprendieron un poco al ver mi capa fulígena, me sirvieron sin poner objeción.

Si los cocineros no mostraron curiosidad, los soldados fueron la curiosidad misma. Me preguntaron mi nombre, de dónde venía y cuál era mi rango (porque suponían que nuestro gremio estaba organizado como el de los militares). Quisieron saber dónde tenía el hacha, y cuando les dije que utilizábamos espada, dónde se encontraba ésta. Cuando les expliqué que tenía a una mujer conmigo que la custodiaba, me advirtieron que quizá se escapara con ella y me aconsejaron que le llevara algo de pan, pues no se le permitiría entrar donde estábamos comiendo. Descubrí que todos los hombres mayores habían mantenido mujeres en alguna oportunidad —seguidoras de campamentos, tal vez la especie más útil y menos peligrosa—, aunque pocos las tenían ahora. Luego de combatir en el norte durante el último invierno, habían sido enviados a pasar el nuevo invierno en Nessus, donde servían para mantener el orden. En el transcurso de una semana esperaban dirigirse otra vez al norte. Las mujeres habían vuelto a sus propias aldeas, donde vivían con padres o parientes. Les pregunté si no habrían preferido seguirlos al sur.

—¿Preferirlo? —dijo mi amigo—. Por supuesto. Pero ¿cómo? Una cosa es seguir a la caballería abriéndose camino mientras combate, pues eso no significa más de una legua o dos en los mejores días, y si se avanzan tres en una semana, puede usted apostar que se perderán dos en la siguiente. Pero ¿cómo podrían seguirnos en el camino de vuelta a la ciudad? Quince leguas por día. ¿Y qué comerían en el camino? Más les vale esperar. Si en nuestro sector se produce una nueva xenagia, tendrán algunos hombres nuevos. También vendrán otras muchachas, y se abstendrán algunas de las anteriores, de ese modo, si uno lo desea, tendrá la oportunidad de cambiar. He oído que trajeron a uno de los vuestros anoche, a un carnificario, pero estaba casi muerto. ¿Lo ha visto?

—No.

—Una de nuestras patrullas trajo la noticia, y cuando el chiliarca lo supo, mandó buscarlo, pues es seguro que en un par de días necesitaremos los servicios de uno de ellos. Juran que no lo tocaron, pero tuvieron que traerlo en una litera. No sé si se trata de un camarada suyo, pero quizá quiera usted echar un vistazo.

Prometí que así lo haría, y después de agradecer la hospitalidad de los soldados los dejé allí. Dorcas me preocupaba; y las preguntas de los soldados, aunque bien intencionadas, llegaron a inquietarme. Había demasiadas cosas que no podía explicar: cómo había sido herido, por ejemplo, si no sería yo el hombre al que aludían los soldados, y de dónde había salido Dorcas. No entender estas cosas me intranquilizaba y hacía que me sintiera como cuando hay un período entero de nuestra vida que ha quedado a oscuras, y no importa a dónde haya llegado la última pregunta acerca de los temas prohibidos, la siguiente nos traspasará el corazón.

Dorcas estaba despierta y de pie junto a mi cama, donde alguien había dejado un plato de caldo humeante. Se alegró tanto al verme, que yo mismo me sentí feliz, como si la alegría fuera contagiosa como la peste.

—Creí que habías muerto —me dijo—. Habías desaparecido, y también tus ropas; creí que se las habían llevado para sepultarte con ellas.

—Me encuentro bien —dije—. ¿Qué sucedió anoche?

Dorcas se puso seria en seguida. Hice que se sentara a mi lado en la cama y comiera el pan que yo le había llevado y bebiera el caldo mientras me contestaba.

—Estoy segura de que recordarás haber luchado con aquel hombre que llevaba ese casco tan extraño. Te pusiste una máscara y entraste en la arena junto con él, aunque te rogué que no lo hicieras. Casi en seguida te hirió en el pecho y tú caíste. Recuerdo haber visto la hoja, una cosa horrible, como un gusano chato hecho de hierro, a medias metido en tu cuerpo y tiñéndose de rojo a medida que se bebía tu sangre.

»Luego se cayó. No sé cómo describirlo. Era como si todo lo que había visto hubiera estado equivocado. Pero no era así… recuerdo lo que vi. Te erguiste otra vez y parecías… yo no sé, como si te hubieras perdido, como si una parte tuya se hubiera alejado. Creí que iba a matarte en seguida, pero el éforo te protegió diciendo que debía permitirse que utilizaras el averno. El del hombre estaba quieto, como había estado el nuestro cuando lo arrancaste en aquel horrible lugar, pero el tuyo había empezado a retorcerse mientras el capullo se abría… creí que ya estaba abierto, una espiral blanca de pétalos… Pero ahora creo que yo había estado pensando demasiado en las rosas y que el capullo no había estado abierto. Había algo más debajo, una cara como la que tendría el veneno, si el veneno tuviera cara.

»Tú no lo notaste. Lo recogiste y el averno empezó a girar hacia ti, lentamente, como si estuviera despierto sólo a medias. Pero el otro hombre, el hiparca, no podía creer lo que había visto. No dejaba de mirarte mientras esa mujer, Agia, le gritaba algo. Y de pronto se volvió y escapó. Los que estaban mirando no querían que lo hiciera, querían ver morir a alguien. De modo que trataron de detenerlo y él…

Los ojos se le llenaron de lágrimas; volvió la cabeza para evitar que yo las viera.

—Golpeó a varios de ellos con el averno, y supongo que los mató. ¿Qué ocurrió luego? —pregunté.

—No fue sólo que él los golpeó. El averno los atacó, como una serpiente. Los que se cortaron con las hojas no murieron de inmediato, gritaron, y algunos de ellos echaron a correr y cayeron y se incorporaron y volvieron a correr, como si estuvieran ciegos, derribando a otra gente. Por fin un hombretón lo golpeó por detrás y una mujer que había estado luchando con alguien acudió blandiendo un braquemar y cortó el averno. Entonces algunos de los hombres sujetaron al hiparca y oí que la espada de la mujer chocaba contra el yelmo del hiparca.

»Tú permanecías allí, de pie. No estaba segura de que supieras siquiera que él había huido, y el averno se inclinaba hacia ti. Pensé en lo que había hecho la mujer y lo golpeé con tu espada. Al principio era muy, muy pesada, pero luego casi no la sentí. Cuando la bajé, pensé que podría haberle cortado la cabeza a un bisonte. Sólo que había olvidado quitarle la vaina. Pero te sacó el averno de la mano. Entonces te tomé del brazo y te llevé…

—¿A dónde? —pregunté.

Ella se estremeció y metió un pedazo de pan en el caldo humeante.

—No lo sé. No me importaba. Era tan bueno andar contigo, saber que te estaba cuidando como tú me habías cuidado a mí antes de que consiguiéramos el averno. Pero cuando llegó la noche tuve un frío terrible. Te envolví con la capa y te la cerré por delante y parecías no tener frío, de modo que tomé este manto y me abrigué con él. El vestido se me deshacía en pedazos. Todavía está deshaciéndose.