—Cuando estábamos en la taberna prometí comprarte otro.
Ella sacudió la cabeza mientras masticaba la dura corteza.
—Sabes, creo que esto es lo primero que como en mucho, mucho tiempo. Me duele el estómago, por eso bebí vino en la taberna, pero este caldo hace que me sienta mejor. No me daba cuenta de lo débil que estaba.
»No quería que me compraras un nuevo vestido allí, porque habría tenido que llevarlo mucho tiempo, y siempre me recordaría ese día. Pero puedes hacerlo ahora, si quieres, porque me recordará este día, en que creí que habías muerto cuando en realidad estabas bien.
»Luego, me las ingenié para traerte de vuelta a la ciudad. Busqué un lugar donde alojarnos para que pudieras descansar, pero sólo había grandes casas con terrazas y balaustradas. Ese tipo de edificios. Algunos soldados se acercaron al galope y preguntaron si eras un carnificario. Yo no conocía la palabra, pero recordé lo que me habías dicho, de modo que les dije que eras un torturador; porque los soldados siempre me parecieron una especie de torturadores y sabía que nos ayudarían. Trataron de que montaras a caballo, pero te caíste; entonces algunos de ellos ataron sus capas entre dos lanzas, pusieron los extremos en las correas de las espuelas de dos caballos, y te cargaron. Uno de ellos quiso llevarme en su montura, pero yo me negué. Caminé a tu lado a lo largo de todo el camino y a veces te hablaba, pero no creo que me oyeras.
Se bebió por completo el caldo que le quedaba.
—Ahora quiero hacerte una pregunta. Cuando me estaba lavando detrás del biombo, oí que tú y Agia susurraban algo acerca de una nota. Luego estabas buscando a alguien en la taberna. ¿Quieres hablarme de eso?
—¿Por qué no me lo preguntaste antes?
—Porque Agia estaba con nosotros. Si habías descubierto algo, no quería que ella lo supiera.
—Estoy seguro de que Agia podría descubrir cualquier cosa que yo descubriese — dije—. No la conozco bien, de hecho no creo que la conozca tanto como a ti, pero sí lo suficiente como para saber que es mucho más inteligente que yo.
Dorcas sacudió de nuevo la cabeza.
—Es la clase de mujer capaz de proponer enigmas a los demás, pero no de resolverlos ella misma. Creo que piensa… no sé… oblicuamente. De modo que nadie pueda seguirla. Es la clase de mujer que la gente dice que piensa como un hombre, pero esas mujeres no piensan en absoluto como hombres; en verdad piensan menos como los hombres que la mayoría de las mujeres. Tienen pensamientos que es difícil seguir, pero eso no significa que sean precisos ni profundos.
Le conté lo de la nota y lo que decía, y le mencioné que la había copiado en un papel de la taberna y había comprobado que se trataba del mismo papel y de la misma tinta.
—De modo que alguien la escribió allí —dijo pensativa—. Tal vez fuera algún sirviente; recuerdo que el tabernero llamó al mozo de cuadra. Pero ¿qué significa?
—No lo sé.
—Puedo decirte por qué fue puesta allí. Yo estaba sentada en ese taburete de cuerno antes de que tú lo ocupases. Me sentía feliz, lo recuerdo, porque tú te sentaste a mi lado. ¿Recuerdas si el camarero —debió de ser él el que llevó la nota, la haya escrito o no— puso allí la bandeja antes de que yo me fuera a bañar?
—Puedo acordarme de todo —dije—, salvo lo de anoche. Agia estaba sentada en una silla de lona plegable; tú en el diván, eso es exacto, y yo estaba junto a ella. Había estado llevando el averno en la pértiga además de la espada, y había dejado el averno horizontalmente detrás del diván. La ayudante de cocina vino con agua y toallas para ti, y luego se marchó en busca de trapos y aceite para mí.
—Teníamos que haberle dado algo —dijo Dorcas.
—Le di una oricreta por traer el biombo. Eso es con seguridad lo que cobra por una semana de trabajo. De cualquier modo, tú te metiste detrás del biombo y un momento más tarde el tabernero trajo al camarero con la bandeja y el vino.
—Por eso no la vi entonces. Pero el camarero tenía que saber dónde estaba yo sentada, pues no había otro sitio. De modo que la dejó debajo de la bandeja con la esperanza de que yo la viera al salir. Otra vez: ¿qué decía la primera parte?
—«La mujer que la acompaña ha estado aquí antes. No confíe en ella.» —Tiene que haber sido para mí. De haber sido para ti, hubieran hecho una distinción entre Agia y yo, el color del pelo, por ejemplo. Y si hubiera estado destinada a Agia, la habrían puesto en el otro lado de la mesa, donde ella pudiera verla.
—De modo que tú le recordaste a su madre a alguien.
—Sí. —Una vez más los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No tienes edad suficiente como para tener un niño capaz de escribir esa nota.
—No lo recuerdo —dijo, y escondió la cara entre los pliegues sueltos del manto pardo.
XXIX — Agilus
Una vez que el médico de turno, después de examinarme, hubo comprobado que no tenía necesidad de tratamiento, nos pidió que nos marcháramos del lazareto, donde mi capa y mi espada, según dijo, perturbaban a los pacientes. En el lado opuesto del edificio donde yo había comido con los soldados, encontramos una tienda que abastecía las necesidades de la tropa. Junto con las joyas falsas y los dijes que los soldados solían regalar a sus enamoradas, había algunas ropas de mujer, y aunque mi dinero quedara bastante disminuido después de la cena que jamás disfrutamos en la Taberna de los Amores Perdidos, pude comprar a Dorcas una zamarra.
La entrada de la Sala de Justicia no estaba lejos de esta tienda. Una muchedumbre de unas cien personas se paseaba delante, y como la gente señalaba y se daba codazos cuando advertían el color fulígeno de mi capa, volvimos al patio donde se ensillaban los caballos de guerra. Un alguacil de la Sala de Justicia nos encontró allí: era un hombre imponente, con una frente blanca como el vientre de una jarra.
—Usted tiene que ser el carnificario —dijo—. Se me ha informado que se encuentra lo bastante bien como para ejercer su oficio.
Le dije que, si el amo lo quería así, podía hacer lo que fuera necesario ese mismo día.
—¿Hoy? No, no, eso no es posible. El juicio no habrá acabado hasta esta tarde.
Observé que había venido a asegurarse de que me sentía lo bastante bien como para llevar a cabo la ejecución, tenía sin duda la certeza de que el prisionero sería declarado culpable.
—Oh, de eso no cabe la menor duda. Después de todo, han muerto nueve personas, y el hombre fue detenido en el acto. Como no es nadie importante, no hay posibilidad de perdón o apelación. El tribunal volverá a reunirse a media mañana, pero los servicios de usted no serán requeridos hasta el mediodía.
Dado que no tenía experiencia directa con jueces o cortes (en la Ciudadela, los clientes llegaban enviados desde fuera, y era el maestro Gurloes el que trataba con los oficiales que en ocasiones acudían a consultar acerca de un caso u otro), y como yo además estaba ansioso por cumplir una obligación para la que había sido preparado durante tanto tiempo, sugerí que el chiliarca quizá quisiera considerar la posibilidad de celebrar una ceremonia esa misma noche, a la luz de las antorchas.
—Eso sería imposible. Ha de meditar su decisión. ¿Qué impresión produciría? Ya son muchos los que opinan que los magistrados militares son precipitados, y aun caprichosos en sus veredictos. Y, para ser franco, un juez civil habría esperado con seguridad una semana, beneficiándose de ese modo el caso, pues entonces habría habido tiempo de sobra para que alguien se presentara con nuevas pruebas, lo que por supuesto nadie hará ahora.
—Mañana por la tarde, entonces —dije—. Necesitamos un lugar donde pasar la noche. También he de examinar el cadalso y el tajo y preparar a mi cliente. ¿Necesitaré un pase para verlo?
El alguacil preguntó si no podríamos quedarnos en el lazareto. Al responderle que eso parecía imposible, volvimos allí para que lo discutiera con el médico de turno. Como yo había previsto, se negó a acogernos. A esto siguió una prolongada discusión con un suboficial de la xenagia, quien explicó que era imposible que permaneciéramos en los cuarteles, y que si utilizábamos uno de los cuartos reservados para los rangos más altos, nadie querría ocuparlo en el futuro. Por fin se habilitó para nosotros un pequeño almacén sin ventanas, y nos suministraron dos camas y algunos otros muebles (que yo apenas había visto hasta entonces). Dejé a Dorcas allí y después de comprobar que yo no metería el pie a través de una tabla podrida en el momento crítico, o que no tendría que aserrar la cabeza del cliente mientras la mantenía sobre mis rodillas, y fui a las celdas a hacer la visita que nuestras tradiciones exigen.