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Dorcas se había adornado el pelo con una margarita; pero mientras paseábamos fuera de los muros (yo envuelto en mi capa, de modo que quien se encontrara a más de unos pocos pasos de distancia habría pensado que se paseaba sola) los pétalos se le plegaron como en un sueño. Entonces ella recogió uno de esos capullos blancos acampanados que se llaman flores de la luna porque parecen verdes a la luz verde de la luna. Ninguno de los dos tenía mucho que decir, salvo que ambos nos encontraríamos irremediablemente solos si nos separábamos. Mientras caminábamos, nuestras manos entrelazadas hablaban por nosotros.

Los abastecedores iban y venían, pues los soldados se aprontaban a partir. Al norte y al este el Muro nos rodeaba, de modo que las murallas de los cuarteles y los edificios administrativos no parecían más que una construcción de niños, una pared de arena que un pie distraído podría derribar. Hacia el sur y hacia el oeste se extendía el Campo Sanguinario. Oímos el resonar de la trompeta y los gritos de los monomaquistas invocando a sus enemigos. Por un instante me pareció que los dos teníamos miedo de que el otro sugiriera ir a mirar los combates. Ninguno lo hizo.

Cuando el último toque de queda resonó desde el Muro, volvimos a nuestro cuarto sin ventanas ni lumbre, con un candil que nos habían prestado. La puerta no tenía cerrojo, pero pusimos una mesa contra ella sobre la que colocamos el candelabro. Le había dicho a Dorcas que era libre de marcharse y que de ahí en adelante se diría que era la mujer de un torturador, que se entregaba bajo el cadalso a cambio de un dinero teñido de sangre.

—Ese dinero me ha vestido y alimentado —dijo. Luego se quitó el manto pardo (que cayó a mis pies y arrastró descuidada por el polvo) y se alisó la zamarra de tosco lino amarillo.

Le pregunté si tenía miedo.

—Sí —dijo, y aclaró en seguida—: Oh, no de ti.

—¿De qué entonces? —Yo me estaba quitando la ropa. Si me lo hubiera pedido, no la habría tocado en toda la noche. Pero quería que me lo pidiera… en realidad, quería que me lo rogara; y el placer de la abstinencia hubiera sido más intenso que el de la posesión, a lo que se hubiera agregado la certeza de que a la noche siguiente ella se habría sentido obligada a complacerme.

—De mí misma. De los pensamientos que puedan asaltarme al yacer de nuevo con un hombre.

—¿De nuevo? ¿Recuerdas alguna otra vez?

Dorcas sacudió la cabeza.

—Pero estoy segura de no ser virgen. Te he deseado a menudo, ayer y hoy. ¿Para quién crees que me he lavado? Ayer te sostuve la mano mientras dormías, y soñé que nos saciábamos y dormíamos uno en brazos del otro. Pero conozco la saciedad tanto como el deseo… de modo que al menos he conocido a un hombre. ¿Quieres que me quite esto antes de apagar la candela?

Era esbelta, de pechos altos y caderas estrechas, extrañamente infantil, aunque toda una mujer.

—Pareces tan pequeña —dije, y la atraje hacia mí.

—Y tú eres tan grande.

Yo sabía que la lastimaría esa noche y las siguientes, por más que me esforzara. Sabía también que era incapaz de ser clemente con ella. Un momento antes me hubiera refrenado, si ella me lo hubiera pedido. Ahora ya no; y así como me habría arrojado sobre ella aunque una pica se hubiera hundido en mi cuerpo, así intentaría más tarde hundir mi cuerpo en el suyo.

Habíamos permanecido de pie mientras yo le acariciaba y besaba los pechos, que eran como frutos redondos partidos por la mitad. Luego la alcé, y juntos caímos en una de las camas. Ella dejó escapar un gemido en el que se mezclaban el placer y el dolor, y trató de apartarme antes de aferrarse a mí.

—Soy feliz —dijo—. Soy tan feliz —y me mordió el hombro. El cuerpo se le curvó hacia atrás como un arco.

Luego juntamos las camas para poder estar cerca. Todo fue más lento la segunda vez; ella rechazó una tercera.

—Necesitarás de tus fuerzas mañana —dijo.

—Entonces no te importa.

—Si pudiéramos hacerlo a nuestro modo, ningún hombre tendría que robar ni derramar sangre. Pero las mujeres no hicimos el mundo. Todos vosotros sois torturadores, de un modo u otro.

Esa noche llovió, y pudimos oír el tamborileo del agua sobre el tejado por encima de nuestras cabezas; un sonido limpio, alegre, interminable. Me dormí y soñé que el mundo había sido vuelto del revés. El Gyoll estaba arriba ahora, y vertía sobre nosotros todo un caudal de peces, inmundicias y flores. Vi el gran rostro que viera cuando estuve a punto de ahogarme: un portento de coral y blancura sobre el cielo, mostrando al sonreír unos dientes como agujas.

Thrax es llamada la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. Tal vez, nuestro cuarto sin ventanas fuera un camino para entrar en Thrax. Thrax será así, pensé. Quién sabe si Dorcas y yo ya nos encontramos allí, quizá no esté tan hacia el norte como había creído, ni como se me había dado a entender.

Dorcas se levantó para salir, y yo la acompañé sabiendo que era peligroso que anduviese sola de noche en un lugar donde había tantos soldados. El pasillo al que daba nuestro cuarto corría a lo largo de una pared exterior traspasada por troneras; la lluvia penetraba por ellas en un fino rocío. Quería mantener a Términus Est guardada en la vaina, pero una espada tan larga es lenta de sacar. Cuando estuvimos de vuelta en nuestro cuarto, con la mesa contra la puerta, tomé la piedra de afilar y comencé a alisar la parte del filo que utilizaría, dos tercios a partir de la empuñadura, hasta que fue capaz de cortar un pelo arrojado al aire. Luego limpié y aceité toda la hoja y coloqué la espada contra la pared, cerca de mi cabeza.

Mañana sería mi primera aparición sobre el cadalso, a no ser que el chiliarca decidiera a último momento mostrarse clemente. Eso era siempre una posibilidad, siempre un riesgo. La historia nos muestra que en todas las épocas hay un período de neurosis, y el maestro Palaemon me había enseñado que nuestra neurosis es la clemencia, un modo de decir que uno menos uno es más que nada, que como la ley humana no tiene por qué ser coherente consigo misma, tampoco es preciso que la justicia lo sea. Hay en cierto pasaje del libro marrón, un diálogo entre dos mistes, en el que uno de ellos sostiene que la cultura es una excrecencia de la visión del Increado en tanto lógica y justa, destinada, de acuerdo con una coherencia interior a cumplir promesas y amenazas. Si es así, pensé, sin duda pereceremos ahora, y la invasión desde el norte, por la que han muerto tantos que se resistieron, no es más que un viento que derriba un árbol ya podrido.

La justicia es algo elevado, y esa noche, mientras.yacía junto a Dorcas escuchando llover, yo era joven, de modo que sólo deseaba cosas elevadas. Ésa era la razón por la que tanto ansiaba que nuestro gremio recuperara la posición y la consideración que una vez había tenido. (Y lo ansiaba aun entonces, cuando me habían expulsado.) Quizá fue por esa misma razón que el amor a las criaturas vivientes, que con tanta intensidad experimentara de niño, declinó hasta ser apenas un mero recuerdo cuando encontré al pobre Triskele sangrando fuera de la Torre del Oso. La vida, después de todo, no es una cosa elevada, y desde muchos puntos de vista, es lo contrario de la pureza. Soy juicioso ahora, si no mucho mayor, y sé que es mejor tener todas las cosas, las elevadas y las bajas, que sólo las elevadas.

A no ser que el chiliarca decidiera tener clemencia, mañana yo le quitaría la vida a Agilus. Nadie puede saber qué significa eso. El cuerpo es una colonia de células (solía pensar en nuestra mazmorra, cuando el maestro Palaemon lo dijo). Dividido en dos grandes partes, perece. Pero no hay razón para lamentar la destrucción de una colonia de células: sucede cada vez que una hogaza de pan entra en un horno. Si el hombre no es más que una colonia semejante, entonces no es nada; pero nuestro instinto nos dice que el hombre es algo más. ¿Qué le sucede entonces a esa parte que es más?