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Puede que también perezca, aunque más lentamente. Hay muchos edificios, túneles y puentes encantados; no obstante he oído decir que un espíritu humano, no elemental, aparece y reaparece cada vez con menos frecuencia, hasta que, por último, no se lo ve más. Los historiógrafos dicen que en el remoto pasado, los hombres sólo conocían este mundo de Urth, y que no temían a las bestias que por entonces habitaban en él, y que viajaban libremente desde este continente hacia el norte; pero nadie ha visto jamás los fantasmas de esos hombres.

Puede que perezca de inmediato… o que me encuentre errando entre las constelaciones. Urth, sin duda, es menos que una aldea en la inmensidad del universo. Y si un hombre vive en una aldea y sus vecinos le queman la casa, abandonará el lugar si no ha muerto en el incendio. Claro que entonces tenemos que preguntarnos cómo ha llegado a donde ha llegado.

El maestro Gurloes, que ha ejecutado a muchos hombres, solía decir que sólo a un necio le preocupaba que el ritual fuera un fracaso: resbalarse en la sangre o no darse cuenta de que el cliente lleva peluca e intentar tomarlo por los cabellos. Los peores peligros eran una pérdida del aplomo que haría temblar el brazo y asestar un golpe torpe, y un sentimiento de vindicación que transformaría el acto de justicia en una mera venganza. Antes de volver a dormirme, traté de fortalecerme contra ambos.

XXXI — La sombra del torturador

Es parte de nuestro oficio permanecer de pie, sin capa, enmascarado, con la espada desnuda sobre el cadalso mucho tiempo antes de que el cliente sea conducido hasta él. Algunos dicen que esto simboliza la omnipresencia siempre despierta de la justicia, pero yo creo que la verdadera razón es procurarle a la multitud un punto central de concentración y el sentimiento de que algo está por ocurrir.

Una multitud no es la suma de los individuos que la componen. Es sobre todo una especie de animal sin lengua ni verdadera conciencia, que nace cuando los individuos se reúnen, y muere cuando se separan. Ante la Sala de Justicia un círculo de dimarchis rodeaba el cadalso esgrimiendo lanzas, y la pistola que llevaba el oficial podría, supongo, haber matado a cincuenta o sesenta antes de que nadie se la arrebatara y lo arrojara sobre el empedrado para darle muerte. Sin embargo, es preferible tener un punto central de referencia y algún símbolo visible de poder.

Los que habían venido a ver la ejecución no eran de ningún modo todos pobres, ni siquiera la mayoría. El Campo Sanguinario se encuentra entre los mejores barrios de la ciudad, y en él pueden verse sedas en abundancia, y caras que han sido lavadas por la mañana con jabón perfumado. (Dorcas y yo nos habíamos salpicado en la fuente del patio central.) Esta gente es mucho más lenta para la violencia que los pobres, pero una vez soliviantados son mucho más peligrosos porque no están acostumbrados a someterse a la fuerza, y a pesar de los demagogos, tienen mucho más coraje.

De este modo, yo permanecía erguido con las manos apoyadas sobre el arrial de Términus Est, y me volvía de un lado y del otro, y ajustaba el tajo para que mi sombra diera sobre él. El chiliarca no estaba visible, aunque más tarde lo descubrí mirando desde una ventana. Busqué a Agia entre la multitud, pero no pude verla; Dorcas estaba en la escalinata de la Sala de Justicia; una posición que le fue reservada por habérselo solicitado yo al alguacil.

El hombre gordo que me había abordado el día anterior, estaba tan cerca del cadalso como pudo conseguirlo. La mujer de los ojos anhelantes estaba a su derecha, y la canosa a su izquierda; tenía su pañuelo atado a mi bota. El hombre pequeño que me había dado el asimi y el tartamudo de ojos opacos que me había hablado de modo tan extraño, no se veían por ninguna parte. Los busqué por los tejados, desde donde hubieran tenido una buena perspectiva a pesar de su pequeña estatura y, aunque no los encontré, quizás estuvieran allí.

Cuatro sargentos con altos yelmos de gala condujeron a Agilus. Como el agua tras el bote de Hildegrin, vi que la multitud se abría para darles paso antes de que yo pudiera verlos. Luego divisé las plumas de color escarlata, después el resplandor de las armaduras, y por último el pelo castaño de Agilus y la ancha cara infantil mantenida en alto porque las cadenas que le sujetaban los brazos lo obligaban a juntar los omóplatos. Recordé lo elegante que había lucido en la armadura de oficial de la guardia, con la quimera sobre el pecho. Parecía trágico que no lo acompañaran ahora hombres de la unidad que en cierto modo había sido la suya, en lugar de estos regulares cubiertos de cicatrices con armaduras de acero pulido. Había sido despojado de su uniforme de hiparca, y yo lo esperaba con el rostro cubierto por la máscara fulígena con la que había luchado contra él. Sin embargo, las viejas creen que el Panjuzgador nos castiga con la derrota y nos recompensa con la victoria: sentí que se me había recompensado más de lo que yo deseaba.

Unos instantes después, Agilus se encontraba en el cadalso y la breve ceremonia comenzó. Cuando hubo terminado, los soldados lo obligaron a hincarse de rodillas, y levanté mi espada que le borró el sol para siempre.

Cuando la hoja está tan afilada como tiene que estarlo, y el golpe es dado de la manera correcta, sólo se siente una ligera vacilación cuando la espina dorsal se parte; luego la sólida mordida del filo en el tajo. Juraría que olí su sangre en el aire limpio de después de la lluvia, antes de que su cabeza cayera en el cesto. La multitud retrocedió y luego avanzó otra vez sobre las lanzas que la apuntaban. Oí los jadeos del hombre gordo; parecía que estuviese alcanzando un clímax sudoroso sobre una mujer alquilada. Desde lejos llegó un grito, era la voz de Agia, tan inconfundible como un rostro entrevisto a la luz de un relámpago. Algo en su timbre me indicó que, aunque no había estado mirando, conoció al instante el momento en que su hermano moría.

La secuela es a menudo más perturbadora que el acto mismo. No bien la cabeza es exhibida ante la multitud, puede dejársela caer otra vez en el cesto. Pero el cuerpo descabezado (que puede perder no pocas cantidades de sangre antes de que el corazón deje de bombear) ha de retirarse de manera digna, aunque deshonrosa. Además, no sólo ha de ser «retirado», sino llevado a algún lugar específico donde nadie pueda vejarlo. Por tradición es posible colocar a un exultante sobre la montura de su propio caballo de guerra y sus restos se devuelven a la familia sin dilación. Pero a las personas de menor rango hay que procurarles un sitio de descanso, apartado de los devoradores de muertos; y, por lo menos hasta que estén fuera del alcance de la vista, es preciso arrastrarlos. El verdugo no puede desempeñar esta tarea porque tiene que hacerse cargo de la cabeza y del arma, y es raro que algún otro de los involucrados —soldados, oficiales de la corte, etc.— esté dispuesto a llevarla a cabo. (En la Ciudadela la desempeñaban dos oficiales, de modo que no había dificultades.) El chiliarca, un caballero por formación, y sin duda, por inclinación, solucionó el problema ordenando que el cuerpo fuera arrastrado por una bestia de carga. Al animal no se lo había consultado, y como pertenecía a una familia trabajadora más que a una guerrera, se asustó de la sangre e intentó desbocarse. Hubo un momento de gran interés antes de que pudiéramos poner al pobre Agilus en un sitio alejado del público.

Me estaba limpiando las botas, cuando apareció el alguacil. Al verlo, supuse que había venido a pagarme, pero me indicó que lo haría el chiliarca en persona. Le dije que era un honor inesperado.

—Lo vio todo —dijo el alguacil—. Y quedó muy complacido. Me indicó que le dijera que usted y la mujer que lo acompaña son bienvenidos a pasar aquí la noche, si lo desea.

—Nos iremos al atardecer —le dije—. Me parece más seguro.

Pensó un momento y luego asintió con la cabeza, mostrando una inteligencia que me sorprendió.