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—El bribón tendrá familia, se me ocurre, y amigos… aunque supongo que los conoce tan poco como yo. Sin embargo, es una dificultad que sin duda enfrenta usted con frecuencia.

—Los miembros más experimentados de mi gremio ya me lo habían advertido —dije.

Había dicho que partiríamos al atardecer, pero esperamos hasta que oscureció por completo, en parte por seguridad, pero también porque me pareció atinado que cenáramos antes de partir.

Por supuesto, no podíamos ir directamente al Muro y luego a Thrax. Los portalones, de cuya situación yo sólo tenía una vaga idea, estarían cerrados, y todos me habían dicho que no había tabernas entre los cuarteles y el Muro. Por lo tanto, lo primero que teníamos que hacer era perdernos, y luego encontrar un lugar donde pasar la noche y desde el que pudiéramos llegar sin dificultades hasta el portalón al día siguiente. El alguacil me había dado direcciones precisas, y aunque nos perdimos, pasó cierto tiempo antes de que nos diéramos cuenta, e iniciamos nuestra caminata muy animados. El chiliarca había intentado darme mis honorarios en la mano en lugar de arrojarlos a mis pies como es la costumbre, y tuve que disuadirlo en nombre de su propia reputación. Le conté a Dorcas este incidente, que me había divertido casi tanto como me había halagado. Cuando concluí mi historia, me preguntó demostrando sentido práctico: —¿Te pagó bien, supongo?

—Más del doble de lo que tenía que haber pagado por los servicios de un solo oficial. Los honorarios de un maestro. Y por supuesto, recibí algunas propinas relacionadas con la ceremonia. ¿Sabes?, a pesar de todo lo que gasté mientras Agia estaba conmigo, tengo más dinero ahora que el que tenía cuando dejé la torre. Estoy empezando a pensar que mientras viajamos, podré ganar nuestro sustento practicando los misterios del gremio.

Dorcas se cerró aún más el manto.

—Esperaba que no tuvieras que volver a ejercerlo. Cuando menos, no por un largo rato. Te sentiste tan indispuesto después… y no te culpo.

—Sólo estaba un poco nervioso… temía que algo no saliera bien.

—Tuviste piedad de él. Lo sé.

—Supongo que sí. Era el hermano de Agia, y ella me gusta, aunque no la desee.

—Echas de menos a Agia, ¿verdad? ¿Tanto te gustaba?

—Sólo estuve con ella un día… mucho menos de lo que hace que te conozco… Si se hubiera salido con la suya, yo ahora estaría muerto. Uno de esos dos avernos habría acabado conmigo.

—Pero no lo hizo.

Todavía recuerdo el tono con que me lo dijo, y si cierro los ojos, puedo revivir la impresión que sentí al darme cuenta que, desde que viera a Agilus todavía con la planta en la mano, había evitado pensar en el asunto. La hoja no me había matado, pero yo había apartado de mi mente el hecho de que aún continuaba vivo, como un hombre que padece una enfermedad mortal y evita, mediante un millón de engaños, mirar la muerte de frente; o, más bien, como una mujer sola en una gran casa, que se abstiene de mirarse en los espejos, y en cambio se ocupa de tareas triviales, para no vislumbrar esa cosa cuyos pasos oye a veces en las escaleras.

Había sobrevivido y tendría que haber muerto. Estaba obsesionado con mi propia vida. Metí una mano por debajo de la capa y me acaricié la carne, al principio con escrúpulos. Había algo semejante a una cicatriz, y un poco de sangre coagulada todavía adherida a la piel; pero no me sangraba ni sentía dolor.

—No son mortales —dije—. Eso es todo.

—Ella dijo que sí lo son.

—Ella decía muchas mentiras. —Ascendíamos la ladera de una colina bañada por la pálida luz verde de la luna. Delante de nosotros, se levantaba la línea del Muro, negra como el alquitrán, y que parecía estar muy cerca, como suele suceder con las montañas. Detrás de nosotros, las luces de Nessus creaban un falso amanecer que iba muriendo poco a poco a medida que avanzaba la noche. Me detuve en la cima de la colina para admirarlas, y Dorcas me tomó del brazo.— Tantas casas… ¿Cuánta gente hay en la ciudad?

—Nadie lo sabe.

—Y los dejaremos a todos atrás. ¿Está muy lejos Thrax, Severian?

—Hay un buen trecho por delante, como ya te dije. Al pie de la primera catarata. No te obligo a que me acompañes. Lo sabes.

—Quiero hacerlo. Pero supón… Severian, supón que quisiera regresar más adelante. ¿Tratarías de impedírmelo?

—Sería peligroso que intentaras hacer sola ese viaje —dije—, de modo que quizá trataría de persuadirte de que no lo emprendieras. Pero no te ataría ni te encerraría, si a eso te refieres.

—Me dijiste que hiciste una copia de la nota que alguien me dejó en la taberna. ¿Lo recuerdas? Pero nunca me la mostraste. Querría verla ahora.

—Te dije exactamente lo que estaba escrito, y no es la nota original, lo sabes. Agia la tiró. Estoy seguro de que pensó que alguien, Hildegrin tal vez, trataba de hacerme una advertencia. —Yo ya había abierto el bolsillo de mi cinturón; cuando tomé la nota, mis dedos tocaron algo más, algo frío y de forma extraña.

—¿Qué es? —preguntó Dorcas al ver mi expresión.

Lo saqué. No era mucho mayor que una oriceta, y sólo un poco más grueso. El frío material de que estaba hecho, emitía destellos celestes a la helada luz de la luna. Me di cuenta de que sostenía un fanal que podía verse desde toda la ciudad; lo guardé otra vez y cerré el bolsillo.

Dorcas me apretaba tanto el brazo que podría haber sido un brazalete de marfil y oro que hubiera cobrado el tamaño de una mujer.

—¿Qué era eso? —preguntó en un susurro.

Yo sacudí la cabeza para aclarar mis pensamientos.

—No es mío. Ni siquiera sabía que lo tenía. Una gema, una piedra preciosa…

—No puede ser. ¿No sentiste el calor? Mira tu espada… eso de allí es una gema. Pero ¿qué era lo que acabas de sacar?

Miré el ópalo oscuro en la empuñadura de Términus Est. Brillaba a la luz de la luna, pero comparado con el objeto que había sacado de mi bolsillo era como un mero espejo, comparado con el sol.

—La Garra del Conciliador —dije—. Agia la puso allí. Lo hizo sin duda cuando destruimos el altar, para que no se la encontraran encima si la registraban. Agilus la hubiera recobrado al reclamar su derecho como vencedor, y como no pudo matarme, ella trató de robármela en la celda.

Dorcas ya no me miraba. Tenía la cara levantada y vuelta hacia la ciudad, contemplando el brillo de las lámparas reflejado en el cielo —Severian —dijo—, no puede ser.

Colgando sobre la ciudad como una montaña voladora en un sueño, había un enorme edificio, con torres y arbotantes y un techado arqueado. Las ventanas emanaban una luz carmesí. Traté de hablar, de negar el milagro aun cuando lo estaba viendo; pero antes que pudiera articular una sílaba, el edificio se había desvanecido como una burbuja en una fuente, dejando sólo una cascada de chispas.

XXXII — La representación

Fue sólo después de que el edificio apareciera sobre la ciudad para desvanecerse en seguida, cuando supe que amaba a Dorcas. Nos internamos camino abajo —pues habíamos encontrado un nuevo sendero sobre la cima de la colina— en la oscuridad. Y porque pensábamos exclusivamente en lo que acabábamos de ver, nuestros espíritus se unieron sin obstáculo, cada uno pasando a través de esos pocos segundos de visión, como por una puerta nunca antes abierta, y que ya no se abriría otra vez.

No sé a dónde nos dirigíamos. Recuerdo un sendero serpenteante que bajaba por la ladera de la colina, un puente arqueado y otro camino bordeado a lo largo de una legua por un errante vallado de madera. Dondequiera que nos llevara, sé que no hablamos de nosotros en absoluto, sino sólo de lo que habíamos visto y de lo que podría significar. Y sé que al principio de nuestro viaje, miraba a Dorcas sólo como a una compañera casual, aunque deseable y digna de compasión. Y que cuando hubo terminado, la amaba como nunca he amado a otro ser humano. No la amaba porque amara menos a Thecla; ocurría en verdad que por el amor que yo le tenía a Dorcas, amaba más a Thecla, porque Dorcas era también una parte de mí (como Thecla llegaría a serlo de una manera tan terrible como hermosa la otra), y si yo amaba a Thecla, Dorcas también la amaba.