—¿Piensas —me preguntó— que alguien más pudo haberlo visto?
Esto no lo había considerado, pero dije que aunque el edificio sólo había permanecido en el aire un momento, esto había ocurrido sobre la mayor de las ciudades; y que si millones y decenas de millones no lo habían visto, algunos otros, centenares, tuvieron que haberlo visto.
—¿No es posible que fuera una visión sólo destinada a nosotros?
—Nunca he tenido una visión, Dorcas.
—Y yo no sé si la he tenido o no. Cuando trato de recordar como era antes del momento en que te ayudé a salir del agua, sólo recuerdo estar a mi vez en el agua. Todo lo anterior es como una visión hecha añicos, sólo fragmentos brillantes: un dedal que vi sobre una tela de terciopelo, una vez, y el ladrido de un perro delante de una puerta. Nada como esto. Nada como lo que hemos visto.
Lo que dijo me recordó la nota que yo había estado buscando cuando mis dedos tocaron la Garra, y eso, a la vez, me recordó el libro marrón que estaba junto a ella. Le pregunté a Dorca si no le gustaría ver el libro que había pertenecido a Thecla cuando encontráramos un lugar donde detenernos.
—Sí —me respondió Dorca—. Cuando estemos sentados junto a un fuego otra vez, como lo estuvimos en aquella taberna.
—El encuentro de esa reliquia, que por supuesto tendré que devolver antes de abandonar la ciudad, y lo que hemos estado diciendo, me recuerdan algo que leí en él una vez. ¿Conoces la clave del universo?
Dorcas rió suavemente.
—No, Severian, yo, que apenas sé mi nombre, no sé nada acerca de la clave del universo.
—Creo que no te lo he preguntado como tendría que haberlo hecho. Lo que quise decir es: ¿estás familiarizada con la idea de que el universo tiene una clave secreta? ¿Una sentencia o una frase, aun una sola palabra como dicen algunos, que puede ser arrancada de los labios de esa estatua, o leída en el firmamento, o que un anacoreta que vive en un mundo al otro lado del mar enseña a sus discípulos?
—Los niños pequeños la conocen —dijo Dorcas—. La conocen antes de aprender a hablar, pero cuando crecen y empiezan a hablar, ya casi la han olvidado. Al menos, alguien me dijo eso una vez.
—Es lo que quiero decir, o algo por el estilo. El libro marrón es una colección de mitos del pasado, y tiene una sección en la que se enumeran las claves del universo: todo lo que la gente ha dicho, después de haber hablado con mistágogos de mundos distantes, o estudiado el Popul Vuh de los magos, o ayunado en los troncos sagrados de ciertos árboles, era El Secreto. Thecla y yo solíamos leerlas y discutirlas. Una de ellas afirma que todo, cualquier cosa que suceda, tiene tres significados. El primero es el significado práctico, lo que el libro llama «la cosa que ve el campesino». La vaca ha tomado un bocado de pasto, y se trata de verdadero pasto y de una vaca real; ese significado es tan importante y verdadero como cualquiera de los otros. El segundo es el reflejo del mundo alrededor. Cada objeto se encuentra en contacto con los otros, y es así que el sabio puede comprender a los demás mediante la observación del primero. Ése podría llamarse el significado del adivino, porque es el que ese tipo de gente utiliza cuando profetiza un encuentro afortunado observando las huellas de una serpiente, o cuando confirma el desenlace de un asunto amoroso poniendo el elector de un palo de baraja sobre la patrona de otro.
—¿Y el tercer significado? —preguntó Dorcas.
—El tercero es el significado transustancial. Dado que todos los objetos tienen su origen último en el Pancreador, que los ha puesto en movimiento, todo, en consecuencia, expresa su voluntad, que es la realidad más alta.
—Estás diciendo que lo que vimos era un signo.
Sacudí la cabeza.
—El libro está diciendo que todo es un signo. El poeta de ese cerco es un signo, y también lo es el modo en que el árbol se inclina sobre él. Algunos signos suelen expresar el tercer significado con mayor facilidad que otros.
Durante unos cien pasos permanecimos en silencio. Luego Dorcas dijo: —Me parece que si lo que explica el libro de la chatelaine es cierto, la gente lo entiende todo al revés. Vimos una gran estructura saltar en el aire y deshacerse en la nada ¿no es así?
—Yo sólo la vi suspendida sobre la ciudad. ¿Saltó?
Dorcas asintió. Pude ver el brillo de sus pálidos cabellos a la luz de la luna.
—Me parece que lo que llaman el tercer significado es muy claro. Pero el segundo es más difícil de encontrar, y el primero, que tendría que ser el más sencillo, es imposible.
Estaba por decirle que la entendía —al menos en lo que se refería al tercer significado— cuando a cierta distancia oí un rugido que retumbó como un trueno. Dorcas exclamó: —¿Qué fue eso? —y tomó mi mano en la suya, pequeña y cálida.
—No lo sé, pero me pareció que provenía de aquel matorral, de allí arriba.
Ella asintió.
—Ahora oigo voces.
—Tu oído es mejor que el mío, parece.
De pronto oímos el mismo rugido, más fuerte y prolongado; y esta vez, quizá porque estábamos más cerca, me pareció ver un resplandor de luces a través de un bosquecillo de jóvenes hayas que teníamos delante.
—¡Allí! —dijo Dorcas, y señaló un punto algo al norte de los árboles—. Eso no puede ser una estrella. Está demasiado bajo y brilla demasiado; y se mueve muy de prisa.
—Es una linterna, creo. En una carreta, o tal vez alguien la lleva en la mano.
El estruendo se oyó una vez más, y entonces supe lo que era: un tambor batiente. Yo mismo oía voces ahora, y en particular, una voz más profunda que el tambor, y casi tan fuerte. Al bordear el extremo del soto, vimos a unas cincuenta personas reunidas alrededor de una pequeña plataforma. De pie sobre ella, entre antorchas encendidas, un gigante sostenía debajo del brazo un timbal parecido a un tam-tam. Un hombre mucho más pequeño, ricamente vestido, estaba a la derecha, y a la izquierda, casi desnuda, la mujer de belleza más sensual que yo hubiese visto jamás.
—Todo el mundo está aquí —decía en tono enérgico el hombre pequeño—. Todo el mundo está aquí. ¿Qué preferís? ¿Amor y belleza? —Señaló a la mujer.— ¿Fuerza? ¿Coraje? —Apuntó al gigante.— ¿Ilusión? ¿Misterio? —Se dio con la mano en el pecho.— ¿Vicio? —Señaló una vez más al gigante.— Y ¡mirad quién viene aquí! Es nuestra vieja enemiga, la muerte, que tarde o temprano siempre llega. —Entonces me señaló a mí, y todas las caras se volvieron para mirarme.
Eran el doctor Talos y Calveros; me pareció inevitable verlos allí, no bien los hube reconocido. Que yo supiera, nunca había visto a la mujer.
—¡La Muerte! —dijo el doctor Talos—. La Muerte ha llegado. Dudé de ti estos dos últimos días; tendría que haber sabido a qué atenerme.
Esperaba que la gente riera ante ese humor tan siniestro, pero no lo hizo. Unos pocos murmuraron entre dientes, y una vieja fea se escupió la palma de la mano y apuntó al suelo con dos dedos.
—¿Y a quién ha traído con él? —El doctor Talos se inclinó hacia delante para observar a Dorcas a la luz de la antorcha.— Creo que es la Inocencia. Sí, es la Inocencia. ¡Ahora todo el mundo está aquí! El espectáculo empezará dentro de unos instantes. ¡No es para gente de corazón débil! ¡Nunca habréis visto nada igual, nada en absoluto! Todo el mundo está aquí ahora.
La hermosa mujer se había marchado, y tal era el magnetismo de la voz del doctor, que no advertí el momento en que desapareció.