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—Si hemos de ir a una posada esta noche, me gustaría hacerlo ahora —dijo—. Estoy muy cansada, doctor.

Yo mismo me sentía exhausto.

—¿Una posada? ¿Esta noche? Sería un criminal desperdicio de fondos. Considéralo desde este punto de vista, mi querida. La más cercana está a una legua de distancia cuando menos, y nos llevaría una guardia a Calveros y a mí empacar los decorados y nuestras pertenencias, aun con la ayuda de este amistoso Ángel del Tormento. A ese ritmo, cuando llegáramos a la posada el horizonte ya estaría bajo el sol, los gallos cantarían, y lo más probable es que un millar de necios se estuvieran levantando, dando portazos y arrojando fuera sus líquidos nocturnos.

Calveros gruñó (en señal de confirmación, según me pareció), y luego pateó con la bota como si hubiera encontrado algo venenoso entre la hierba.

El doctor Talos abrió los brazos como para recibir al universo.

—Mientras que aquí, querida, bajo las estrellas que son la propiedad privada y amada del Increado, tenemos todo lo que podamos desear para gozar del descanso más saludable. El aire es lo suficientemente fresco como para que aquellos que duermen se sientan agradecidos por el abrigo de las mantas y el calor del fuego, y no hay el menor indicio de que vaya a llover. Aquí acamparemos, aquí romperemos nuestro ayuno por la mañana, y de aquí partiremos renovados en las horas dichosas en que el día es joven.

—Mencionó usted algo sobre el desayuno —dije—. ¿Hay algo que podamos comer, Dorcas y yo? Estamos hambrientos.

—Pues claro que sí. He visto que Calveros acaba de recoger un cesto de camotes.

Varios de los miembros de nuestra audiencia debían de ser granjeros que volvían de un mercado con los productos que no habían logrado vender. Además de los camotes, encontramos un par de calabazas y varios tallos de caña de azúcar. El doctor Talos no utilizó la poca ropa de cama que encontramos diciendo que se mantendría levantado contemplando el fuego, y que quizá se echaría un sueñecito más tarde, en la silla que hacía apenas un instante fuera trono del Autarca y banco del Inquisidor.

XXXIII — Cinco patas

Durante una guardia, quizá, me mantuve despierto. Pronto me di cuenta de que el doctor Talos no se iría a dormir, pero me aferré a la esperanza de que por una u otra razón, al fin nos dejaría. Durante un tiempo permaneció sentado como sumido en una profunda meditación; luego se puso de pie y empezó a caminar de un lado a otro frente al fuego. La suya era una cara inmóvil y, sin embargo, llena de expresión: un ligero movimiento de una ceja o la inclinación de la cabeza podían cambiarla por completo, y mientras iba de un lado a otro ante mis ojos entornados, vi dolor, alegría, deseo, ennui, decisión, y una veintena de otras emociones sin nombre en aquella máscara vulpina.

Por fin empezó a golpear los capullos de las flores silvestres. En un breve instante había decapitado todas las que se encontraban a una docena de pasos alrededor del fuego. Esperé hasta que ya no pude ver su figura erguida y enérgica, y sólo oía los sibilantes golpes del bastón. Entonces, lentamente, saqué la gema.

Era como si sostuviera una estrella, una cosa que ardía en la noche. Dorcas estaba dormida, y aunque había esperado que pudiéramos examinar juntos la gema, no quise despertarla. Los fríos rayos azules aumentaron hasta que tuve miedo de que el doctor Talos, aun cuando se encontrara lejos, pudiera verla. La sostuve ante mis ojos con la infantil esperanza de ver el fuego a través de ella como si fuera una lente. Luego la guardé. El mundo familiar de hierba y gente dormida se había convertido en una danza de chispas cortadas por el filo de una cimitarra.

No sé qué edad tenía yo cuando murió el maestro Malrubius. Fue muchos años antes de que se convirtiera en capitán, de modo que yo tenía que ser muy pequeño. Sin embargo, recuerdo muy bien cuando el maestro Palaemon lo sucedió como maestro de aprendices; el maestro Malrubius había ocupado ese cargo desde que yo llegué a tener conciencia de que semejante cosa existía, y durante semanas y meses, quizá, no me parecía posible que el maestro Palaemon (aunque me gustaba tanto o más que el otro), fuera realmente nuestro verdadero maestro en el sentido en que lo había sido el maestro Malrubius, La atmósfera de desajuste e irrealidad se acrecentaba aún más por la idea de que el maestro Malrubius no estaba muerto, ni siquiera en un sitio alejado. Estaba, de hecho, sencillamente acostado en su alcoba, en la misma cama en la que había dormido cada noche mientras todavía nos enseñaba e imponía disciplina. Según un dicho, lo que no se ve, no existe; pero en este caso era lo contrario: invisible, el maestro Malrubius estaba más presente que nunca. El maestro Palaemon se negaba a afirmar que nunca volvería, de modo que cada acto se pesaba en una balanza doble: ¿Lo permitiría el maestro Palaemon? y ¿Qué diría el maestro Malrubius?

En definitiva no dijo nada. Los torturadores no van a la Torre de la Curación por muy enfermos que se encuentren; se dice —si con algún fundamento de verdad o no, no puedo decirlo— que las viejas cuentas se saldan allí.

Si estuviera escribiendo esta historia para entretener o aun para instruir a los lectores, no me detendría aquí a hablar del maestro Malrubius, que cuando me libré de la Garra, estaba sin duda convertido en polvo desde mucho tiempo atrás. Pero en una historia, como en otras cosas, hay necesidades y necesidades.

Sé poco de estilo literario, pero he aprendido mientras avanzaba, y descubro que este arte no difiere tanto, como se lo podría creer, de aquel en que me ejercité antaño.

Muchas veintenas, y a veces muchos centenares de personas, asisten a presenciar una ejecución, y he visto balcones que se desprendían de las paredes por el peso de los espectadores, matando a más en un único derrumbe que yo en toda mi carrera. Estas veintenas y centenares pueden equipararse a los lectores de una crónica escrita.

Pero hay otros, además de los espectadores, que es preciso satisfacer: la autoridad en cuyo nombre actúa el carnificario; los que le pagan para que el condenado tenga una muerte sencilla (o dura); y el carnificario mismo.

Los espectadores se sentirán satisfechos si no hay largas demoras, si se le permite hablar al condenado y éste lo hace bien, si la hoja alzada resplandece al sol un momento antes de descender, dándoles así tiempo de contener el aliento y codearse unos a otros, y si la cabeza cae con un satisfactorio flujo de sangre. De manera semejante vosotros, que algún día os zambulliréis en la biblioteca del maestro Ultan, requeriréis de mí que no haya largas demoras; personajes a los que se les permita hablar con brevedad pero con corrección; ciertas pausas dramáticas que señalen que algo importante está por ocurrir; emoción; y una buena cantidad de sangre.

Las autoridades por las que actúa el carnificario, los chiliarcas o arcontes (si se me permite prolongar la metáfora de mi discurso), no tendrán queja si al condenado se le impide escapar, o inflamar demasiado a la plebe; y si al final está indiscutiblemente muerto. Esa autoridad, que me guía mientras escribo, es también el impulso que me conduce a desempeñar mi tarea. Ella requiere que haya siempre en esta obra un tema central, que no se pierda en prefacios o índices, o en otra obra por completo diferente; que no se permita que la retórica la abrume; y que se la conduzca a una conclusión satisfactoria.

Los que pagan al carnificario para que la ejecución resulte indolora o dolorosa, pueden equipararse a las tradiciones literarias y a los modelos aceptados, ante los que estoy obligado a inclinarme. Recuerdo que un día de invierno, cuando la lluvia fría daba contra la ventana del aula en que nos dictaba clase, el maestro Malrubius —tal vez porque vio que estábamos demasiado desanimados para trabajar con seriedad, tal vez porque él mismo lo estaba—, nos contó que hacía muchos años, un cierto maestro Werenfrid, teniendo mucha necesidad de dinero, aceptó una remuneración de los enemigos del condenado y también de sus amigos; y que colocando una facción a la derecha del tajo y la otra a la izquierda, hizo, por su gran habilidad, que a cada una le pareciera que el resultado había sido satisfactorio. De esta misma manera, las partes contendientes de la tradición tironean de los escritores de historias. Sí, aun de los autarcas. Una parte desea sencillez; la otra riqueza de experiencia en la ejecución… de la escritura. Y yo he de intentar frente al dilema del maestro Werenfrid, pero careciendo de su habilidad, satisfacer a ambas. Eso es lo que he intentado hacer.