Queda el carnificario mismo; ése soy yo. No le basta recibir las alabanzas de todos. No le basta ni siquiera llevar a cabo lo que tiene que hacer de modo enteramente meritorio y de acuerdo con la enseñanza de los maestros y las antiguas tradiciones. Además de todo esto, si ha de sentir plena satisfacción en el momento en que el Tiempo levante por los cabellos su propia seccionada cabeza, tiene que agregar a la ejecución algún rasgo, por minúsculo que sea, que le pertenezca por entero y que él nunca repetirá. Sólo así podrá sentirse un artista libre.
Cuando compartí una cama con Calveros, tuve un sueño extraño; y al componer esta historia no vacilé en incluirlo, pues el relato de los sueños corresponde por entero a la tradición literaria. En el tiempo del que escribo ahora, cuando Dorcas y yo dormíamos bajo las estrellas con Calveros y Jolenta, y el doctor Talos velaba junto a nosotros, experimenté lo que pudo haber sido algo así como un sueño; y que está fuera de esa tradición. Advierto a los que más tarde quieran leer esto, que tiene escasa relación con lo que pronto ha de seguir; lo cuento porque me desconcertó en ese entonces, y porque me agrada contarlo. Sin embargo, es posible que desde que entró en mi mente, y allí quedó hasta hoy, afectara mi conducta durante la última parte de mi historia.
Una vez bien escondida la Garra, me acosté sobre una vieja manta cerca del fuego. La cabeza de Dorcas estaba cerca de la mía; los pies de Jolenta apuntaban a los míos; Calveros yacía de espaldas al otro lado del fuego con las botas de suela gruesa sobre los rescoldos. La silla del doctor Talos estaba cerca de la mano del gigante, pero apartada del fuego. Si estaba sentado de cara a la noche o no, me es imposible afirmarlo, porque en parte del tiempo cuyo transcurso me propongo relatar, yo parecía consciente de que él estaba allí en la silla, y otras veces dejaba de verlo. El cielo estaba aclarando. Hasta mis oídos llegó un ruido de pasos que, sin embargo, no perturbó mi reposo: era un andar pesado pero suave; luego oí el sonido de una respiración, el resuello de un animal. Yo estaba en verdad tan cerca de quedarme dormido que no volví la cabeza. El animal se acercó hasta mí y me olió las ropas y la cara. Era Triskele, y Triskele se echó a mi lado, apretando la espina dorsal contra mi cuerpo. Entonces no me pareció extraño que me hubiera encontrado, aunque recuerdo que me había alegrado volver a verlo.
Una vez más sentí ruido de pasos, ahora era el andar lento y firme de un hombre; supe en seguida que era el maestro Malrubius; recordaba su modo de andar en los corredores bajo la torre los días que hacíamos la ronda de las celdas; el sonido era el mismo. De pronto entró en el círculo de mi visión. Tenía la capa polvorienta, como siempre (excepto en las ocasiones más formales); la arrastró por el suelo, como otras veces, mientras se sentaba sobre una caja de guardarropía.
—Severian. Dime cuáles son los siete principios del ejercicio del poder.
Me costaba hablar, pero me las compuse (en mi sueño, si lo era en realidad) para decir: —No recuerdo que lo hayamos estudiado, maestro.
—Siempre fuiste el más desatento de mis estudiantes —dijo, y guardó silencio.
Tuve un vaticinio; sentí que si no contestaba, ocurriría algún infortunio. Por fin, empecé débilmente:
—Anarquía…
—Eso no es ejercicio del poder, sino ausencia de poder. Te enseñé que es anterior a todo ejercicio del poder. Ahora di cuáles son los siete principios.
—Apego a la persona del monarca. Apego al linaje de sangre o cualquier otra sucesión. Apego al estado real. Apego al código que legitimiza el estado real. Apego a la ley. Apego mayor o menor a una junta de electores que constituyen el marco de la ley. Apego a la abstracción que incluya al cuerpo de electores, otros cuerpos que les dan origen, y otros numerosos elementos, en gran medida ideales.
—Aceptable. De éstas ¿cuál es la forma más antigua y la más elevada?
—El desarrollo se ha dado en el orden mencionado, maestro —dije—. Pero no recuerdo que haya preguntado antes cuál es la más elevada de las formas.
El maestro Malrubius se inclinó hacia delante con los ojos más ardientes que los carbones del fuego.
—¿Cuál es la más elevada, Severian?
—¿La última, maestro?
—¿Te refieres al apego a una abstracción que incluya al cuerpo de electores, otros cuerpos que les dan origen, y otros numerosos elementos, en gran medida ideales?
—Sí, maestro.
—¿De qué especie es, Severian, tu propio apego a la Entidad Divina?
No respondí. Es posible que hubiera estado pensando, pero si fue así, tenía demasiado sueño como para ser consciente de algún pensamiento. En cambio, cobré una profunda conciencia de lo que me rodeaba. La grandeza del cielo sobre mi cara, parecía hecha sólo para mí, y ahora se me ofrecía para que yo lo reconociera. Yacía sobre el suelo como sobre una mujer, y el aire mismo que me rodeaba parecía tan admirable como el cristal y tan fluido como el vino.
—Contéstame, Severian.
—De la primera, si es que tengo alguno.
—¿A la persona del monarca?
—Sí, porque no hay sucesión.
—El animal que yace ahora a tu lado moriría por ti. ¿De qué especie es el apego que te tiene?
—¿El primero?
No había nadie allí. Me senté. Malrubius y Triskele se habían desvanecido, pero yo sentía un leve calor en el costado.
XXXIV — La mañana
—¿Está usted dormido? —dijo el doctor Talos—. Espero que haya dormido bien.
—Tuve un sueño extraño. —Me puse de pie y miré a mi alrededor.
—Aquí sólo estamos nosotros. —Como calmando a un niño, el doctor Talos señaló a Calveros y las mujeres dormidas.
—Soñé que mi perro volvía y se echaba a mi lado. Hace años que lo he perdido. Aún podía sentir el calor de su cuerpo cuando desperté.
—Estaba acostado junto a una hoguera —señaló el doctor Talos—. Aquí no ha habido ningún perro.
—Un hombre vestido de modo muy similar al mío.
El doctor Talos negó con la cabeza.
—No podría haber dejado de verlo.
—Pudo haber dormitado.
—Sólo por la noche temprano. Estoy despierto desde las dos últimas guardias.
—Cuidaré el escenario y sus efectos —dije— si quiere acostarse ahora. —Lo cierto es que tenía miedo de volver a dormirme.
El doctor Talos pareció vacilar y luego dijo: —Eso es muy amable de su parte —y muy rígidamente se dejó caer sobre mi manta empapada de rocío.
Volví la silla de modo que yo pudiera contemplar el fuego, y me senté. Por algún tiempo estuve a solas con mis pensamientos. Primero pensé en el sueño y luego en la Garra, la poderosa reliquia que la casualidad había puesto en mis manos. Me sentí muy contento cuando Jolenta empezó a moverse; por fin se levantó y estiró sus miembros lozanos contra el cielo teñido de escarlata.
—¿Hay agua? —preguntó—. Quiero lavarme.
Le dije que creía que Calveros había traído el agua para nuestra cena desde donde se encontraba el bosquecillo; ella asintió y partió en busca de un arroyo. La aparición de Jolenta consiguió distraerme de mis pensamientos; la observé mientras se alejaba, y luego me volví hacia Dorcas. La belleza de Jolenta era perfecta. Ninguna otra mujer que hubiera visto podía aproximársele: la altura majestuosa de Thecla hacía que pareciese ruda y varonil en comparación, la rubia delicadeza de Dorcas era tan magra e infantil como Valeria, la muchacha olvidada que había encontrado en el Atrio del Tiempo.