—¿Ha tomado ya la suya, doctor? —preguntó Jolenta—. Creo que los demás tendríamos que haber estado presentes.
Las manos del doctor Talos, que venían trasladándose de cada uno de nosotros al siguiente mientras contaba las monedas, se detuvieron un momento.
—Yo no tengo participación —dijo.
Dorcas me miró como para confirmar lo que pensaba y murmuró: —Eso no parece justo.
—No es justo, doctor —dije—, usted participó en el espectáculo de anoche como cualquiera de nosotros, y recogió el dinero, y por lo que he visto, procuró el escenario y los decorados. En el peor de los casos tendría que recibir una parte doble.
—Yo no tomo nada —dijo el doctor Talos con lentitud. Era la primera vez que lo veía confundido—. Me complace dirigir lo que ahora puedo llamar la compañía. Escribí la pieza que representamos y como… —(miró alrededor de él como buscando una comparación)— … como esa armadura de allí desempeño mi parte. Estas cosas constituyen mi placer, y son toda la recompensa que necesito.
»Ahora bien, amigos, habréis observado que hemos quedado reducidos a unas pocas oricretas y que no son suficientes para completar otra vez la ronda. Para ser preciso, sólo quedan dos. Quien lo desee puede quedarse con ellas siempre que renuncie a los aes y las monedas dudosas. ¿Severian? ¿Jolenta?
Con cierta sorpresa de mi parte, Dorcas dijo: —Yo me quedo con ellas.
—Muy bien. No he de discriminar la distribución del resto, sencillamente lo repartiré. Advierto a los que lo reciban, que tengan cuidado al pasarlo. Hay sanciones para estas cosas, aunque fuera del Muro… ¿Qué es esto?
Me volví y vi a un hombre vestido con gastadas ropas grises que avanzaba hacia nosotros.
XXXV — Hethor
No sé por qué ha de ser humillante recibir a un extraño mientras uno está sentado en el suelo, pero así es. Las dos mujeres se pusieron de pie cuando la figura gris se aproximó, y lo mismo hice yo. Aun Calveros se puso de pie, no sin esfuerzo, de modo que cuando el recién llegado estuvo a una distancia en la que era posible hablar, sólo el doctor Talos, que había reocupado nuestra única silla, estaba sentado.
No obstante, difícilmente podría concebirse una figura menos imponente. Era de pequeña estatura, y como llevaba ropas demasiado grandes para él, parecía aún más pequeño. Tenía la débil barbilla mal afeitada; al acercarse, se quitó una gorra grasienta y reveló una cabeza sobre la que el pelo escaseaba a cada lado, lo que dejaba una única línea ondulante y central, como la cresta de un viejo y sucio burginot. Sabía que lo había visto en otro sitio, pero transcurrió un tiempo antes de que pudiera reconocerlo.
—Señores —dijo—. ¡Oh, señores y señoras de la creación, mujeres tocadas de seda, de cabellos de seda, y hombre que comandan imperios y los ejércitos de los e… e… enemigos de nuestra f… f… fotosfera! ¡Torre fuerte como la piedra, fuerte como el r… r… roble al que nuevas hojas le crecen después del fuego! ¡Y mi amo, amo oscuro, victoria de la muerte, virrey de lan… noche! ¡Mucho tiempo he viajado en barcos de velas de plata, de cien mástiles que llegan a las e… e… estrellas, yo, que floté entre los brillantes foques mientras las Pléyades ardían más allá del m… m… mástil verdadero! ¡Nunca he visto nada igual! He… He… Hethor soy yo, venido para servirlo, limpiarle la capa, afilar la gran espada, c… c… cargar el cesto con los ojos de las víctimas, ojos que me miran, Amo, ojos como las lunas muertas de Verthandi cuando el sol se ha puesto. ¡Cuando el sol se ha puesto! ¿Dónde están los brillantes actores? ¿Cuánto tiempo arderán las antorchas? ¡Las manos he… he… heladas las buscan a tientas, pero los cuencos de las antorchas están más fríos que el hielo, más fríos que las lunas de Verthandi, más fríos que los ojos de los muertos! ¿Dónde está, pues, la fuerza que bate el lago hasta volverlo espuma? ¿Dónde está el imperio, dónde los Ejércitos del Sol, las largas lanzas, los estandartes de oro? ¿Dónde están las mujeres de cabellos de seda que sólo a… a… anoche amamos?
—Se encontraba usted entre nuestra audiencia, según entiendo —dijo el doctor Talos—. Comprendo que desee volver a ver la función. Pero no podremos satisfacerlo hasta la noche, y para ese entonces esperamos encontrarnos a cierta distancia de aquí.
Hethor, a quien había conocido fuera de la prisión de Agilus junto con el hombre gordo, la mujer de ojos anhelantes y los demás, no pareció oírlo. Me miraba a mí y a veces, miraba también a Calveros y a Dorcas.
—Le hizo daño ¿no es cierto? Retorciéndose, retorciéndose. Vi brotar la sangre, roja como el Pentecostés. ¡Q… q… qué honor para usted! También usted lo sirvió y ese cometido es más alto que el mío.
Dorcas sacudió la cabeza y apartó los ojos. El gigante no hacía más que mirarlo. El doctor Talos dijo: —Seguramente entenderá usted que lo que vio era una representación teatral. —(Recuerdo haber pensado que si la mayor parte de la audiencia hubiera captado mejor esa idea, nos habríamos encontrado en un dilema embarazoso cuando Calveros saltó del escenario.) —E… e… entiendo más de lo que usted cree, ¡yo, el viejo capitán, el viejo teniente, el viejo c… c… cocinero en la vieja c… c… cocina, el que prepara la sopa, el que prepara el caldo para las mascotas agonizantes! Mi amo es real, pero ¿dónde están sus ejércitos? Real, pero ¿dónde están sus imperios? ¿M… m… manará sangre falsa de una herida verdadera? ¿Dónde está su fuerza una vez perdida la sangre, dónde el brillo de los cabellos de seda? L… 1… la recogeré en una copa de cristal, yo, el viejo c… capitán del viejo b… barco renqueante, con la negra silueta de la tripulación recortada sobre las velas de plata y la ch… ch… chimenea por detrás.
Quizá deba decir aquí que en aquel momento presté poca atención a la precipitación y los tropiezos de las palabras de Hethor, aunque mi indeleble memoria me permita ahora recuperarlas sobre el papel. Más que hablar, glugluteaba, y a través de los huecos de la dentadura le fluía una fina lluvia de saliva. Con la lentitud que le era habitual, Calveros tuvo que haberlo entendido. Dorcas, estoy seguro, sentía demasiada repugnancia por él como para prestar atención a lo que decía. Se volvía a un lado como se vuelve uno ante el crujir de huesos cuando un alzabo devora un cadáver; y Jolenta no escuchaba nada que no le concerniera.
—Puede ver por usted mismo que la joven no ha sufrido daño alguno. —El doctor Talos se puso de pie y guardó la caja del dinero.— Es siempre un placer hablar con alguien que haya apreciado nuestra representación, pero me temo que nos espere mucho trabajo. Tenemos que empacar. ¿Nos disculpa usted?
Ahora que sólo el doctor Talos sostenía la conversación, Hethor se hundió la gorra otra vez hasta casi cubrirse los ojos.
—¿Almacenamiento? Nadie mejor para eso que yo, el viejo s… s… sobrecargo, el viejo abacero y administrador, el viejo e… e… estibador. ¿Quién, si no, ha de volver a poner el grano en la mazorca, el pichón de nuevo en el huevo? ¿Quién ha de plegar otra vez las alas de la mariposa para devolverla al capullo abandonado corno un sarcófago? Y por amor del A… amo lo haré, para beneficio suyo. Y lo s… s… seguiré dondequiera que vaya.
Asentí con la cabeza sin saber qué decir. En ese momento, Calveros —que aparentemente había captado la referencia a empacar, aun cuando no hubiera comprendido mucho más, tomó uno de los telones del escenario y comenzó a enrollarlo. Hethor saltó con inesperada agilidad para plegar el decorado de la cámara del Inquisidor y enrollar los alambres del proyector. El doctor Talos se volvió hacia mí como diciendo: Él está bajo su responsabilidad después de todo, como Calveros lo está bajo la mía.
—Hay muchos como él —le dije—. Encuentran placer en el dolor y quieren asociarse con nosotros del mismo modo que un hombre normal querría estar cerca de Dorcas y Jolenta.