El doctor Talos asintió.
—Lo suponía. Uno puede imaginar a un sirviente ideal que sirva al maestro por puro amor, o a un campesino ideal que cave zanjas por amor a la naturaleza, o a una meretriz ideal que se abra de piernas doce veces cada noche por amor a la cópula. Pero en la realidad uno nunca encuentra a estas fabulosas criaturas.
En el término de una guardia, poco más o menos, estábamos en camino. Nuestro pequeño teatro quedó prolijamente guardado en una carretilla enorme formada con partes del escenario, y Calveros, que se encargaba de hacerla rodar, cargaba también sobre los hombros algunos otros objetos diversos. El doctor Talos abría la marcha, y Hethor seguía a Calveros a unos cien pasos.
—Él es como yo —me dijo Dorcas—. Y el doctor es como Agia, aunque no tan malo. ¿Recuerdas? No pudo conseguir que me marchara y por fin gracias a ti no siguió intentándolo.
Lo recordaba, por cierto, y le pregunté por qué nos había seguido con tanta decisión.
—Erais las únicas personas que conocía. Temía menos a Agia que a quedarme sola.
—Entonces, temías a Agia.
—Sí, mucho. Y todavía ahora. Pero… no sé dónde he estado, aunque creo que estuve siempre sola. En todas partes. No quería que eso se prolongara. Tal vez no lo entiendas, o no te guste, pero…
—Si me hubieras odiado tanto como me odiaba Agia, lo mismo os habría seguido.
—No creo que Agia te odiara.
Dorcas me miró a los ojos, y todavía puedo ver su cara cautivadora como si estuviera reflejada en un pozo sereno de tinta bermellón. Demasiado delgada e infantil, no parecía una gran belleza; pero sus ojos eran fragmentos de cielo azul de algún mundo escondido a la espera del Hombre; podría haber rivalizado con los de Jolenta.
—Me odiaba —dijo Dorcas con suavidad—. Me odia aún más ahora. ¿Recuerdas lo aturdido que estabas después de la pelea? No miraste atrás, cuando yo te guiaba, pero yo sí lo hice, y le vi la cara.
Jolenta se quejaba al doctor Talos porque tenía que ir a pie. La profunda y opaca voz de Calveros nos llegó desde atrás.
—Yo la cargaré.
Ella se volvió para mirarlo.
—¿Cómo? ¿Encima de todo eso?
Él no contestó.
—Cuando digo que quiero cabalgar, no quiero decir, como parece entenderlo usted, como una necia en un burro.
Vi en mi imaginación como el gigante decía tristemente que sí con la cabeza.
Jolenta temía parecer necia, y lo que he de escribir ahora, parecerá necio en verdad, aunque sea cierto. Tú, lector, puedes disfrutar a mis expensas. Me di cuenta entonces cuan afortunado era entonces, y cuan afortunado había sido desde que abandonara la Ciudadela. Dorcas, lo sabía, era mi amiga… más que una amante, una verdadera compañera, aunque sólo hacía unos pocos días que estábamos juntos. El retumbar de los pasos del gigante a mis espaldas, me recordó con cuánta frecuencia muchos hombres andan por Urth completamente solos. Supe entonces (o creí saberlo) por qué Calveros había decidido obedecer al doctor Talos, sometiéndose a cualquier tarea que el pelirrojo quisiera imponerle.
Una leve palmada en el hombro me despertó de mis ensoñaciones. Era Hethor, quien sin duda se había adelantado en silencio desde la posición que ocupaba detrás.
—Maestro —me dijo.
Le pedí que no me llamara así, y le expliqué que sólo era un oficial de mi gremio, y que muy probablemente nunca llegara a maestro.
Él asintió humildemente. A través de los labios entreabiertos yo podía verle los incisivos rotos.
—Maestro ¿dónde vamos?
—Saldremos por el portalón —le dije, y lo hice porque quería que siguiera al doctor Talos y no a mí; lo cierto es que estaba pensando en la belleza preternatural de la Garra y qué hermoso sería llevarla conmigo a Thrax en lugar de volver al centro de Nessus. Hice un vago ademán señalando el Muro, que ahora se levantaba a la distancia como las murallas de una vulgar fortaleza se levantan ante un ratón. Era negro como una masa de nubarrones, y había algunas nubes cautivas en la cima.
—Yo cargaré su espada, maestro.
El ofrecimiento parecía honesto, aunque recordé que el plan que Agia y su hermano habían trazado contra mí, había nacido del deseo de poseer a Términus Est. Con tanto firmeza como pude dije: —No. Ni ahora ni nunca.
—Siento pena por usted, maestro, al verlo andar con ella sobre el hombro… Tiene que ser muy pesada.
Estaba explicándole que en realidad el peso no era tan abrumador como parecía, cuando rodeamos el borde de una apacible colina y vi a media legua de distancia un camino recto que conducía a una abertura en el Muro… Estaba atestado de carros, coches, transeúntes de toda especie, todos ellos reducidos a pigmeos por las dimensiones del Muro y el imponente portalón, al punto que la gente parecía termitas y las bestias de carga hormigas tirando de migajas. El doctor se volvió hasta que estuvo andando de espaldas y saludando el Muro con la mano, tan orgulloso como si él mismo lo hubiera construido.
—Algunos de vosotros, supongo, nunca habrán visto esto. ¿Severian? ¿Señoras? ¿Habéis estado alguna vez tan cerca?
Hasta Jolenta sacudió la cabeza, y yo dije: —No. He pasado mi vida tan cerca del centro de la ciudad, que el muro no era más que una línea oscura en el horizonte septentrional, cuando mirábamos desde lo alto de nuestra torre. Estoy asombrado, lo admito.
—Los antiguos construían bien ¿no es así? Pensad… al cabo de tantos milenios, todas las zonas abiertas por las que hoy hemos pasado están aún reservadas para el desarrollo de la ciudad. Pero Calveros sacude la cabeza. ¿No te das cuenta, querido paciente, que todos estos agradables bosquecillos y prados por los que hemos pasado esta mañana serán desplazados un día por edificios y calles?
—No estaban destinados al desarrollo de Nessus —dijo Calveros.
—Claro que sí, claro que sí. Estoy seguro, estoy perfectamente enterado del asunto. — El doctor se volvió y nos guiñó un ojo.— Calveros es mayor que yo y por tanto cree que lo sabe todo. A veces.
Pronto estuvimos a unos cien pasos del camino, y la atención de Jolenta se volvió hacia el tránsito.
—Si es posible alquilar una litera, tiene usted que conseguírmela —le dijo al doctor Talos—. No podré actuar esta noche, si tengo que caminar todo el día.
Él se negó.
—Olvidas que no tengo dinero. Si ves una litera y deseas alquilarla, por supuesto, no me opondré. Si no puedes actuar esta noche, tu suplente te reemplazará.
—¿Mi suplente?
El doctor señaló a Dorcas.
—Estoy seguro de que está ansiosa por desempeñar el papel principal. Lucirá magnífica en él. ¿Por qué crees que permití que se uniera a nosotros y participara en la representación? Habrá que reescribir más si tenemos dos mujeres.
—Ella se irá con Severian, tonto. ¿Acaso no dijo él esta mañana que volvería en busca de…? —Jolenta se volvió hacia mí; la expresión de enojo la volvía más hermosa todavía.— ¿Cómo las llamaste? ¿Perigras?
—Peregrinas —dije. A todo esto un hombre que montaba un petigallo a un costado del flujo de gente y animales, frenó la minúscula montura—. Si buscáis a las peregrinas — dijo— vuestro camino es el mío: fuera del portalón, no hacia la ciudad. Pasaron por esta carretera anoche.
Apresuré el paso hasta que pude aferrar el arzón de su silla y le pregunté si estaba seguro.
—Desperté cuando los otros clientes de mi posada se precipitaron a la carretera para recibir las bendiciones —dijo el hombre montado en el petigallo—. Miré por la ventana y vi la procesión. Los sirvientes portaban de esas iluminadas de cirios, pero vueltas del revés, y las sacerdotisas llevaban desgarradas las vestiduras. —La cara del hombre, que era larga, ajada y humorística, se partió en una sonrisa de desagrado.— No sé qué habrá podido ocurrir de malo, pero creedme, la partida fue impresionante e inconfundible… pero eso es lo que dijo el oso, como sabéis, de los que habían ido de paseo al campo.