El doctor Talos le susurró a Jolenta: —Creo que el ángel de la agonía y tu sustituía se quedarán con nosotros un tiempo más.
Tal como sucedió, estaba a medias equivocado. Sin duda tú, que quizás hayas visto el Muro muchas veces y hayas pasado a menudo por uno u otro de sus portalones, te impacientarás conmigo; pero antes de continuar la historia de mi vida, siento que por mi propia paz tengo que dedicarle unas pocas palabras.
He hablado ya de la altura del Muro. Pocas especies de pájaros, me parece, son capaces de sobrevolarlo. El águila y el gran teratornis de la montaña, y tal vez los gansos salvajes; pero pocos más. Ésa era la altura que esperaba encontrar cuando llegué a la base: el Muro había sido visible desde hacía ya muchas leguas, y nadie que lo observara con las nubes moviéndose sobre él como las ondas sobre un estanque, podía equivocarse acerca de su altura. Como los muros de la Ciudadela, está hecho de metal negro, y por esta razón me parecía tal vez menos terrible; los edificios que había visto en la ciudad eran de piedra o ladrillo, y toparme ahora con el material que había conocido desde que era niño, no me resultó desagradable.
No obstante, entrar por el portalón era como entrar en una mina, y no pude evitar un escalofrío. Noté también que todos los que me rodeaban, excepto el doctor Talos y Calveros, sentían lo mismo que yo. Dorcas me apretó aún más la mano y Hethor inclinó la cabeza. Jolenta pareció considerar que el doctor, con quien había estado discutiendo un momento antes, la protegería; pero cuando al tocarle el brazo se dio cuenta de que él no le hacía ningún caso, siguió contoneándose y golpeando el pavimento con el bastón como lo venía haciendo a la luz del sol; al cabo de un momento lo dejó, y yo observé asombrado que se aferraba al estribo del hombre que montaba el petigallo.
Los costados del portalón se alzaban sobre nosotros, a grandes trechos horadados por ventanas de un material más grueso y a la vez más claro que el cristal. Tras esas ventanas veíamos moverse figuras de hombres y mujeres, y de criaturas que no eran ni lo uno ni lo otro. Supongo que serían cacógenos,. seres para quienes el averno es como una caléndula o una margarita para nosotros. Otros parecían seres cuyo aspecto era demasiado humano, de modo que cabezas con cuernos nos observaban con ojos excesivamente sensatos, y había bocas que parecían hablar, con dientes como clavos o ganchos. Le pregunté al doctor Talos qué eran aquellas criaturas.
—Soldados —dijo—. Los pándores del Autarca.
Jolenta a la que el miedo hacía que presionara uno de sus grandes pechos contra el muslo del hombre que montaba el petigallo, susurró: —Cuyo sudor es el oro de sus súbditos.
—¿Dentro del Muro mismo, doctor?
—Como ratas. Aunque es de un espesor enorme, está lleno de colmenas por todas partes… así se me ha dado a entender. En sus pasajes y galerías habita una soldadesca innumerable, lista para defenderlo como las termitas defienden sus altos nidos de tierra en las pampas del norte. Ésta es la cuarta vez que Calveros y yo lo hemos atravesado, porque en una oportunidad, como se lo hemos dicho, vinimos al sur, entrando en Nessus por este portalón y abandonándola al cabo de un año por el portalón llamado del Sufrimiento. Sólo recientemente volvimos con lo poco que habíamos ganado y entramos por el otro portalón del sur, el de la Alabanza, y siempre hemos visto el interior del Muro como lo ve usted ahora, con las caras de estos esclavos del Autarca mirándonos. No dudo de que hay algunos de entre ellos que buscan algún delincuente en particular, y que si lo vieran, saldrían y se apoderarían de él.
En ese momento, el hombre sobre el petigallo (cuyo nombre era Jonas, como me enteraría más tarde) me comentó: —Discúlpame optimate, pero no pude evitar oír lo que decía. Puedo aclarárselo con mayor exactitud, si lo desea.
El doctor me miró, con ojos centelleantes.
—Vaya, eso sería muy agradable, pero hemos de poner una condición. Hablaremos sólo del Muro y de los que en él habitan. Lo cual significa, que no haremos preguntas acerca de usted. Y usted, del mismo modo, nos devolverá la cortesía.
El desconocido se echó hacia atrás el sombrero y vi que en el sitio de la mano derecha tenía un mecanismo articulado de acero.
—Me habéis entendido mejor de lo que pretendía, como dijo el hombre al mirarse al espejo. Admito que había tenido esperanzas de preguntaros por qué viajabais con el carnificario y por qué esta señora, la más encantadora que haya visto nunca, camina por el polvo.
Jolenta soltó la correa de la espuela y dijo: —Es usted pobre, don, a juzgar por su aspecto, y ya no joven. No creo que le corresponda indagar sobre mí.
Aun a la sombra del portalón vi como un flujo de sangre encendía las mejillas del desconocido. Todo lo que ella había dicho era verdad. Aunque no tan sucias como las de Hethor, las ropas del hombre estaban gastadas y manchadas por el viaje. El viento le había arrugado y curtido la cara. Durante una docena de pasos, quizá, no replicó, pero por último empezó a hablar. Tenía una voz monótona, ni alta ni profunda, pero de un seco humor.
—En los viejos tiempos, los señores de este mundo no temían a nadie sino a su propio pueblo, y para defenderse contra él levantaron una gran fortaleza sobre la cima de una colina al norte de la ciudad. Entonces no se llamaba Nessus, ya que el río no estaba envenenado.
»Muchos de los del pueblo estaban disgustados por la construcción de la fortaleza, pues, decían, tenían derecho a matar a sus señores sin impedimentos si así lo deseaban. Pero otros se hicieron a la mar consultando con ahínco las estrellas, y volvieron con tesoros y conocimientos. Con el tiempo regresó una mujer que no traía nada más que un puñado de judías negras.
—¡Ah! —dijo el doctor Talos—. Es usted un narrador profesional. Pudo habernos informado antes, porque nosotros, como notó sin duda, somos algo parecido.
Jonas meneó la cabeza.
—No, ésta es la única historia que conozco… o casi. —Miró a Jolenta desde lo alto de la montura.— ¿Puedo continuar, la más maravillosa de las mujeres?
Mi atención se distrajo al ver la luz del día por delante de nosotros y el disturbio entre los vehículos que atestaban el camino al querer retroceder, azotando a las bestias de tiro y tratando de abrirse paso.
—… ella distribuyó las judías entre los señores de los hombres, y les dijo que a menos que la obedecieran, los arrojaría al mar y pondría fin al mundo. Ellos la capturaron y la hicieron trizas, pues tenían un dominio cien veces más completo que el del Autarca.
—Que viva hasta ver el Sol Nuevo —murmuró Jolenta.
Dorcas me apretó todavía más el brazo y preguntó: —¿Por qué tienen tanto miedo? — Luego gritó y sepultó la cara en las manos. La punta de hierro de un látigo le había rozado la mejilla. Yo dejé atrás el petigallo, agarré el tobillo del carretero que la había golpeado y lo arranqué de su asiento. En ese momento en todo el portalón resonaban vociferaciones y juramentos y los gritos de los heridos, y los bramidos de los animales asustados; y si el desconocido continuó su historia, no pude escucharla.
El conductor que arranqué del asiento tuvo que haber muerto de inmediato. Como quería impresionar a Dorcas, yo había intentado aplicarle el tormento que llamamos dos albancoques, pero el hombre había caído bajo los pies de los peatones y las pesadas ruedas de los carros. Ni siquiera sus gritos pudieron oírse.
Aquí me detengo, lector, después de haberte conducido de portalón a portalón… desde el portalón cerrado con candado y amortajado de neblina de nuestra necrópolis, hasta éste de rizadas volutas de humo, este portalón que es quizá, el más grande que exista, el más grande que haya existido jamás. Fue entrando por él que llegué a este otro. Y con seguridad, cuando entré por este segundo portalón, empecé una vez más a andar por un nuevo camino. Desde ese gran portalón en adelante, durante largo tiempo, partiría de la Ciudad Imperecedera y recorrería los bosques y los pastizales, las montañas y las junglas del norte.