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El paso del tiempo solo acrecento esta union. Cuando Penelope alcanzo la adolescencia, ambas eran ya companeras inseparables. Jacinta vio florecer a Penelope en una mujer cuya belleza y luminosidad no solo eran evidentes a sus ojos enamorados. Penelope era luz. Cuando aquel enigmatico muchacho llamado Julian llego a la casa, Jacinta advirtio desde el primer momento que una corriente circulaba entre el y Penelope. Un vinculo les unia, similar al que unia a ella con Penelope, y al tiempo diferente. Mas intenso. Peligroso. Al principio creyo que llegaria a odiar al muchacho, pero pronto comprobo que no odiaba a Julian Carax, ni podria odiarle nunca. A medida que Penelope iba cayendo en el embrujo de Julian, ella tambien se dejo arrastrar y con el tiempo solo deseo lo que Penelope deseara. Nadie se habia dado cuenta, nadie habia prestado atencion, pero como siempre, lo esencial de la cuestion habia sido decidido antes de que empezase la historia y, para entonces, ya era tarde.

Habrian de pasar muchos meses de miradas y anhelos vanos antes de que Julian Carax y Penelope pudieran estar a solas. Vivian de la casualidad. Se encontraban en los pasillos, se observaban desde extremos opuestos de la mesa, se rozaban en silencio, se sentian en la ausencia. Cruzaron sus primeras palabras en la biblioteca de la casa de la avenida del Tibidabo una tarde de tormenta en que "Villa Penelope" se inundo del reluz de cirios, apenas unos segundos robados a la penumbra en que Julian creyo ver en los ojos de la muchacha la certeza de que ambos sentian lo mismo, que les devoraba el mismo secreto. Nadie parecia advertirlo. Nadie excepto Jacinta, que veia con creciente inquietud el juego de miradas que Penelope y Julian tejian a la sombra de los Aldaya. Temia por ellos.

Ya por entonces habia empezado Julian a pasar las noches en blanco, escribiendo relatos desde la medianoche al amanecer, donde vaciaba su alma para Penelope. Luego, visitando la casa de la avenida del Tibidabo con cualquier excusa, buscaba el momento de colarse a escondidas en la habitacion de Jacinta y le entregaba las cuartillas para que ella se las diese a la muchacha. A veces Jacinta le entregaba una nota que Penelope habia escrito para el y pasaba dias releyendola. Aquel juego habria de durar meses. Mientras el tiempo les robaba la suerte, Julian hacia cuanto era necesario para estar cerca de Penelope. Jacinta le ayudaba, por ver feliz a Penelope, por mantener viva aquella luz. Julian, por su parte, sentia que la inocencia casual del inicio se desvanecia y era necesario empezar a sacrificar terreno. Asi empezo a mentir a don Ricardo sobre sus planes de futuro, a exhibir un entusiasmo de carton por un porvenir en la banca y en las finanzas, a fingir un afecto y un apego por Jorge Aldaya que no sentia para justificar su presencia casi constante en la casa de la avenida del Tibidabo, a decir solo aquello que sabia que los demas deseaban oirle decir, a leer sus miradas y sus anhelos, a encerrar la honestidad y la sinceridad en el calabozo de las imprudencias, a sentir que vendia su alma a trozos, y a temer que si algun dia llegaba a merecer a Penelope, no quedaria ya nada del Julian que la habia visto por primera vez. A veces Julian se despertaba al alba, ardiendo de rabia, deseoso de declararle al mundo sus verdaderos sentimientos, de encarar a don Ricardo Aldaya y decirle que no sentia interes alguno por su fortuna, sus barajas de futuro y su compania, que tan solo deseaba a su hija Penelope y que pensaba llevarla tan lejos como pudiera de aquel mundo vacio y amortajado en el que la habia apresado. La luz del dia disipaba su coraje.

En ocasiones Julian se sinceraba con Jacinta, que empezaba a querer al muchacho mas de lo que hubiera deseado. A menudo, Jacinta se separaba momentaneamente de Penelope y, con la excusa de ir a recoger a Jorge al colegio de San Gabriel, visitaba a Julian y le entregaba mensajes de Penelope. Fue asi como conocio a Fernando, que muchos anos mas tarde habria de ser el unico amigo que le quedaria mientras esperaba la muerte en el infierno de Santa Lucia que le habia profetizado el angel Zacarias. A veces, con malicia, el aya llevaba a Penelope con ella y facilitaba un encuentro breve entre los dos jovenes, viendo crecer entre ellos un amor que ella nunca habia conocido, que se le habia negado. Fue tambien por entonces cuando Jacinta advirtio la presencia sombria y turbadora de aquel muchacho silencioso al que todos llamaban Francisco Javier, el hijo del conserje de San Gabriel. Le sorprendia espiandolos, leyendo sus gestos desde lejos y devorando a Penelope con los ojos. Jacinta conservaba una fotografia que el retratista oficial de los Aldaya, Recasens, habia tomado de Julian y de Penelope a la puerta de la sombrereria de la ronda de San Antonio. Era una imagen inocente, tomada al mediodia en presencia de don Ricardo y de Sophie Carax. Jacinta la llevaba siempre consigo.

Un dia, mientras esperaba a Jorge a la salida del colegio de San Gabriel, el aya olvido su bolsa junto a la fuente y al volver a por ella advirtio que el joven Fumero merodeaba por alli, mirandola nerviosamente. Aquella noche, cuando busco el retrato no lo encontro y tuvo la certeza de que el muchacho lo habia robado. En otra ocasion, semanas mas tarde, Francisco Javier Fumero se aproximo al aya y le pregunto si podia hacerle llegar algo a Penelope de su parte. Cuando Jacinta pregunto de que se trataba, el muchacho extrajo un pano con el que habia envuelto lo que parecia una figura tallada en madera de pino. Jacinta reconocio en ella a Penelope y sintio un escalofrio. Antes de que pudiese decir nada, el muchacho se alejo. De camino a la casa de la avenida del Tibidabo, Jacinta tiro la figura por la ventana del coche, como si se tratase de carrona maloliente. Mas de una vez, Jacinta habria de despertarse de madrugada, cubierta de sudor, perseguida por pesadillas en las que aquel muchacho de turbia mirada se abalanzaba sobre Penelope con la fria e indiferente brutalidad de un insecto.

Algunas tardes, cuando Jacinta acudia a buscar a Jorge, si este se retrasaba, el aya conversaba con Julian. Tambien el empezaba a querer a aquella mujer de semblante duro y a confiar en ella mas de lo que confiaba en si mismo. Pronto, cuando algun problema o alguna sombra se cernia sobre su vida, ella y Miquel Moliner eran los primeros, y a veces los ultimos, en saberlo. En una ocasion, Julian Le conto a Jacinta que habia encontrado a su madre y a don Ricardo Aldaya en el patio de las fuentes conversando mientras esperaban la salida de los alumnos. Don Ricardo parecia estar deleitandose con la compania de Sophie y Julian sintio cierto resquemor, pues estaba al corriente de la reputacion donjuanesca del industrial y de su voraz apetito por las delicias del genero femenino sin distincion de casta o condicion, al que solo su santa esposa parecia inmune.

- Le comentaba a tu madre lo mucho que te gusta tu nuevo colegio.

Al despedirse de ellos, don Ricardo les guino un ojo y se alejo con una risotada. Su madre hizo todo el trayecto de regreso en silencio, claramente ofendida por los comentarios que le habia estado haciendo don Ricardo Aldaya.

No solo Sophie veia con recelo su creciente vinculacion con los Aldaya y el abandono al que Julian habia relegado a sus antiguos amigos del barrio y a su familia. Donde su madre mostraba tristeza y silencio, el sombrerero mostraba rencor y despecho. El entusiasmo inicial de ampliar su clientela a la flor y nata de la sociedad barcelonesa se habia evaporado rapidamente. Casi no veia ya a su hijo y pronto tuvo que contratar a Quimet, un muchacho del barrio, antiguo amigo de Julian, como ayudante y aprendiz en la tienda. Antoni Fortuny era un hombre que solo se sentia capaz de hablar abiertamente sobre sombreros. Encerraba sus sentimientos en el calabozo de su alma durante meses hasta que se emponzonaban sin remedio. Cada dia se le veia mas malhumorado e irritable. Todo le parecia mal, desde los esfuerzos del pobre Quimet, que se dejaba el alma en aprender el oficio, a los amagos de su esposa Sophie por suavizar el aparente olvido al que les habia condenado Julian.