- Tu hijo se cree que es alguien porque esos ricachones le tienen de mona de circo -decia con aire sombrio, envenenado de rencor.
Un buen dia, cuando se iban a cumplir tres anos desde la primera visita de don Ricardo Aldaya a la sombrereria de Fortuny e hijos, el sombrerero dejo a Quimet al frente de la tienda y le dijo que volveria al mediodia. Ni corto ni perezoso se presento en las oficinas que el consorcio Aldaya tenia en el paseo de Gracia y solicito ver a don Ricardo.
- ?Y a quien tengo el honor de anunciar? -pregunto un lacayo de talante altivo.
- A su sombrerero personal.
Don Ricardo le recibio, vagamente sorprendido, pero con buena disposicion, creyendo que tal vez Fortuny le traia una factura. Los pequenos comerciantes nunca acaban de comprender el protocolo del dinero.
- Y digame, ?que puedo hacer por usted, amigo Fortunato
Sin mas dilacion, Antoni Fortuny procedio a explicarle a don Ricardo que andaba muy enganado con respecto a su hijo Julian.
- Mi hijo, don Ricardo, no es el que usted piensa. Muyi al contrario, es un muchacho ignorante, holgazan y sin mas talento que las infulas que su madre le ha metido en la cabeza. Nunca llegara a nada, creame. Le falta ambicion, caracter. Usted no le conoce y el puede ser muy habil para engatusar a los extranos, para hacerles creer que sabe de todo, pero no sabe nada de nada. Es un mediocre. Pero yo le conozco mejor que nadie y me parecia necesario advertirle.
Don Ricardo Aldaya habia escuchado este discurso en silencio, sin apenas pestanear.
- ?Es eso todo, Fortunato?
El industrial procedio a presionar un boton en su escritorio a los pocos instantes aparecio en la puerta del despacho el secretario que le habia recibido.
El amigo Fortunato se iba ya, Balcells -anuncio-. Tenga la bondad de acompanarle a la salirla.
El tono gelido del industrial no fue del agrado del sombrerero.
- Con su permiso, don Ricardo: es Fortuny, no Fortunato.
- Lo que sea. Es usted un hombre muy triste, Fortuny. Le agradecere que no vuelva por aqui.
Cuando Fortuny se encontro de nuevo en la calle, se sintio mas solo que nunca, convencido de que todos estaban contra el. Apenas dias mas tarde, los clientes de postin que le habia granjeado su relacion con Aldaya empezaron a enviar mensajes cancelando sus encargos y saldando sus cuentas. En apenas semanas, tuvo que despedir a Quimet, porque no habia trabajo para ambos en la tienda. Al fin y al cabo, el muchacho tampoco valia para nada. Era mediocre y holgazan, como todos.
Fue por entonces que la gente del barrio empezo a comentar que al senor Fortuny se le veia mas viejo, mas solo, mas agrio. Ya apenas hablaba con nadie y pasaba largas horas encerrado en la tienda, sin nada que hacer, viendo pasar a la gente al otro lado del mostrador con un sentimiento de desprecio y, a un tiempo, de anhelo. Luego se dijo que las modas cambiaban, que la gente joven ya no llevaba sombrero y que los que lo hacian preferian acudir a otros establecimientos en que los vendian ya hechos por tallas, con disenos mas actuales y mas baratos. La sombrereria de Fortuny e hijos se hundio lentamente en un letargo de sombras y silencios.
- Estais esperando que me muera -decia para si-. Pues a lo mejor os doy el gusto.
El no lo sabia, pero habia empezado ya a morir hacia mucho tiempo.
Despues de aquel incidente, Julian se volco completamente en el mundo de los Aldaya, en Penelope y en el unico futuro que podia concebir. Asi pasaron casi dos anos en la cuerda floja, viviendo en secreto. Zacarias, a su modo, le habia advertido mucho tiempo atras. Sombras se esparcian a su alrededor y pronto estrecharian el cerco. El primer signo llego un dia de abril de 1918. Jorge Aldaya cumplia dieciocho anos y don Ricardo, oficiando de gran patriarca, habia decidido organizar (o mas bien dar ordenes de que se organizase) una monumental fiesta de cumpleanos que su hijo no deseaba y de la que el, argumentando razones de alta empresa, estaria ausente para encontrarse en la suite azul del hotel Colon con una deliciosa dama de asueto recien llegada de San Petersburgo. La casa de la avenida del Tibidabo quedo convertida en un pabellon circense para el evento: cientos de faroles, banderines y tenderetes dispuestos en los jardines para atender a los invitados.
Casi todos los companeros de Jorge Aldaya del colegio de San Gabriel habian sido invitados. Por sugerencia de Julian, Jorge habia incluido a Francisco Javier Fumero. Miquel Moliner les advirtio de que el hijo del conserje de San Gabriel se iba a sentir desplazado en aquel ambiente fatuo y pomposo de senoritos de postin. Francisco Javier recibio su invitacion pero, intuyendo lo mismo que Miquel Moliner vaticinaba, decidio declinar el ofrecimiento. Cuando dona Yvonne, su madre, supo que su hijo pretendia rechazar una invitacion a la fastuosa mansion de los Aldaya, estuvo a punto de arrancarle la piel. ?Que era aquello sino el signo de que pronto ella entraria en sociedad? El proximo paso solo podia ser una invitacion para tomar el te y las pastas con la senora Aldaya y otras damas de infatigable distincion. Asi pues, dona Yvonne cogio los ahorros que venia escatimando del sueldo de su esposo y procedio a comprar un traje con trazas de marinerillo para su hijo.
Francisco Javier tenia ya por entonces diecisiete anos y aquel traje, azul, con pantalon corto y decididamente ajustado a la refinada sensibilidad de dona Yvonne, le sentaba grotesco y humillante. Presionado por su madre, Francisco Javier acepto y paso una semana tallando un abrecartas con el que pensaba obsequiar a Jorge. El dia de la fiesta, dona Yvonne se empeno en escoltar a su hijo hasta las puertas de la casa de los Aldaya. Queria sentir el olor a realeza y aspirar la gloria de ver a su hijo franquear puertas que pronto se abririan para ella. A la hora de enfundarse el esperpentico atuendo de marinero, Francisco Javier descubrio que le venia pequeno. Yvonne decidio hacer un apano sobre la marcha. Llegaron tarde. Entretanto, y aprovechando el barullo de la fiesta y la ausencia de don Ricardo, que a buen seguro estaba en aquel instante saboreando lo mejor de la raza eslava y celebrando a su manera, Julian se habia escabullido de la fiesta. Penelope y el se habian citado en la biblioteca, donde no habia riesgo de tropezarse con ningun miembro de la ilustrada y exquisita alta sociedad. Demasiado ocupados devorandose los labios, ni Julian ni Penelope vieron a la delirante pareja que se acercaba a las puertas de la casa. Francisco Javier, ataviado de marinero en su primera comunion y purpura de humillacion, caminaba casi a rastras de dona Yvonne, que para la ocasion habia decidido desempolvar una pamela a conjunto con un vestido de pliegues y guirnaldas que la hacia semejar un puesto de dulces o, en palabras de Miquel Moliner, que la avisto de lejos, un bisonte disfrazado de Madame Recamier Dos miembros del servicio guardaban la puerta. No parecieron muy impresionados por los visitantes. Dona Yvonne anuncio que su hijo, don Francisco Javier Fumero de Sotoceballos, hacia su entrada. Los dos criados replicaron, con sorna, que el nombre no les sonaba. Airada, pero manteniendo la compostura de gran senora, Yvonne conmino a su hijo a que mostrase la tarjeta de la invitacion. Desafortunadamente, al hacer el arreglo de confeccion, la tarjeta se habia quedado en la mesa de costura de dona Yvonne.