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Un sueno espeso de olvido y la perspectiva de que aquella tarde volveria a ver a Clara me persuadieron de que la vision no habia sido mas que una casualidad. Quiza aquel inesperado brote de imaginacion febril fuera solo presagio del prometido y ansiado estiron que, segun todas las vecinas de la escalera, iba a hacer de mi un hombre, si no de provecho, al menos de buena planta. A las siete en punto, vistiendo mis mejores galas y destilando vapores de colonia Varon Dandy que habia tomado prestada de mi padre, me plante en la vivienda de don Gustavo Barcelo dispuesto a estrenarme como lector a domicilio y moscon de salon. El librero y su sobrina compartian un piso palaciego en la plaza Real. Una criada de uniforme, cofia y una vaga expresion de legionario me abrio la puerta con reverencia teatral.

- Usted debe de ser el senorito Daniel -dijo-. Yo soy la Bernarda, para servirle a usted.

La Bernarda afectaba un tono ceremonioso que navegaba con acento cacereno cerrado a cal y canto. Con pompa y circunstancia, la Bernarda me guio a traves de la residencia de los Barcelo. El piso, un principal, rodeaba la finca y describia un circulo de galerias, salones y pasillos que a mi, acostumbrado a la modesta vivienda familiar en la calle Santa Ana, me semejaba una miniatura de El Escorial. A la vista estaba que don Gustavo, amen de libros, incunables y todo tipo de arcana bibliografia, coleccionaba estatuas, cuadros y retablos, por no decir abundante fauna y flora. Segui a la Bernarda a traves de una galeria rebosante de follaje y especimenes del tropico que constituian un verdadero invernadero. El acristalado de la galeria tamizaba una luz dorada de polvo y vapor. El aliento de un piano flotaba en el aire, languido y arrastrando las notas con desabrigo. La Bernarda se abria paso entre la espesura blandiendo sus brazos de descargador portuario a modo de machetes. Yo la seguia de cerca, estudiando el entorno y reparando en la presencia de media docena de felinos y un par de cacatuas de color rabioso y tamano enciclopedico a las que, segun me explico la criada, Barcelo habia bautizado como Ortega y Gasset, respectivamente. Clara me esperaba en un salon al otro lado de este bosque que miraba sobre la plaza. Enfundada en un vaporoso vestido de algodon azul turquesa, el objeto de mis turbios anhelos tocaba el piano al amparo de un soplo de luz que se prismaba desde el roseton. Clara tocaba mal, a destiempo y equivocando la mitad de las notas, pero a mi su serenata me sonaba a gloria y el verla erguida frente al teclado, con una media sonrisa y la cabeza ladeada, me inspiraba una vision celestial. Iba a carraspear para denotar mi presencia, pero los efluvios de Varon Dandy me delataron. Clara ceso su concierto de subito y una sonrisa avergonzada le salpico el rostro.

- Por un momento habia pensado que eras mi tio -dijo-. Me tiene prohibido que toque a Mompou, porque dice que lo que hago con el es un sacrilegio.

El unico Mompou que yo conocia era un cura macilento y de propension flatulenta que nos daba clases de fisica y quimica, y la asociacion de ideas se me aparecio grotesca, cuando no improbable.

- Pues a mi me parece que tocas de maravilla -apunte.

- Que va. Mi tio, que es un melomano de pro, hasta me ha puesto un maestro de musica para enmendarme. Es un compositor joven que promete mucho. Se llama Adrian Neri y ha estudiado en Paris y en Viena. Tengo que presentartelo. Esta componiendo una sinfonia que le va a estrenar la orquesta Ciudad de Barcelona, porque su tio esta en la junta directiva. Es un genio.

- ?El tio o el sobrino?

- No seas malicioso, Daniel. Seguro que Adrian te cae divinamente.

Como un piano de cola desde un septimo piso, pense.

- ?Te apetece merendar algo? -ofrecio Clara-. Bernarda hace unos bizcochos de canela que quitan el hipo.

Merendamos como la realeza, devorando cuanto la criada nos ponia a tiro. Yo ignoraba el protocolo de estas ocasiones y no sabia muy bien como proceder. Clara, que siempre parecia leer mis pensamientos, me sugirio que cuando quisiera podia leer La Sombra del Viento y que, ya puestos, podia empezar por el principio. De esta guisa, emulando aquellas voces de Radio Nacional que recitaban vinetas de corte patriotico poco despues de la hora del angelus con prosopopeya ejemplar, me lance a revisitar el texto de la novela una vez mas. Mi voz, un tanto envarada al principio, se fue relajando paulatinamente y pronto me olvide de que estaba recitando para volver a sumergirme en la narracion, descubriendo cadencias y giros en la prosa que fluian como motivos musicales, acertijos de timbre y pausa en los que no habia reparado en mi primera lectura. Nuevos detalles, briznas de imagenes y espejismos despuntaron entre lineas, como el tramado de un edificio que se contempla desde diferentes angulos. Lei por espacio de una hora, atravesando cinco capitulos hasta que senti la voz seca y media docena de relojes de pared resonaron en todo el piso recordandome que ya se me estaba haciendo tarde. Cerre el libro y observe a Clara, que me sonreia serenamente.

- Me recuerda un poco a La casa roja -dijo-. Pero esta parece una historia menos sombria.

- No te confies -dije-. Es solo el principio. Luego las cosas se complican.

- Tienes que irte ya, ?verdad? -pregunto Clara.

- Me temo que si. No es que quiera, pero...

- Si no tienes otra cosa que hacer, puedes volver manana -sugirio Clara-. Pero no quiero abusar de...

- ?A las seis? -ofreci-. Lo digo porque asi tendremos mas tiempo.

Aquel encuentro en la sala de musica del piso de la plaza Real fue el primero entre muchos mas a lo largo de aquel verano de 1945 y de los anos que siguieron. Pronto mis visitas al piso de los Barcelo se hicieron casi diarias, menos los martes y jueves, dias en que Clara tenia clase de musica con el tal Adrian Neri. Pasaba horas alli y con el tiempo me aprendi de memoria cada sala, cada corredor y cada planta del bosque de don Gustavo. La Sombra del Viento nos duro un par de semanas, pero no nos costo trabajo encontrar sucesores con que llenar nuestras horas de lectura. Barcelo disponia de una fabulosa biblioteca y, a falta de mas titulos de Julian Carax, nos paseamos por docenas de clasicos menores y de frivolidades mayores. Algunas tardes apenas leiamos, y nos dedicabamos solo a conversar o incluso a salir a dar un paseo por la plaza o a caminar hasta la catedral. A Clara le encantaba sentarse a escuchar los murmullos de la gente en el claustro y adivinar el eco de los pasos en los callejones de piedra. Me pedia que le describiese las fachadas, las gentes, los coches, las tiendas, las farolas y los escaparates a nuestro paso. A menudo, me tomaba del brazo y yo la guiaba por nuestra Barcelona particular, una que solo ella y yo podiamos ver. Siempre acababamos en una granja de la calle Petritxol, compartiendo un plato de nata o un suizo con melindros. A veces la gente nos miraba de refilon, y mas de un camarero listillo se referia a ella como "tu hermana mayor", pero yo hacia caso omiso de burlas e insinuaciones. Otras veces, no se si por malicia o por morbosidad, Clara me hacia confidencias extravagantes que yo no sabia bien como encajar. Uno de sus temas favoritos era el de un extrano, un individuo que se le acercaba a veces cuando ella estaba a solas en la calle, y le hablaba con voz quebrada. El misterioso individuo, que nunca mencionaba su nombre, le hacia preguntas sobre don Gustavo, e incluso sobre mi. En una ocasion le habia acariciado la garganta. A mi, estas historias me martirizaban sin piedad. En otra ocasion, Clara aseguro que le habia rogado al supuesto extrano que la dejase leer su rostro con las manos. El guardo silencio, lo que ella interpreto como un si. Cuando alzo las manos hasta la cara del extrano, el la detuvo en seco, no sin antes darle oportunidad a Clara de palpar lo que le parecio cuero.

- Como si llevase una mascara de piel -decia.

- Eso te lo estas inventando, Clara.

Clara juraba y perjuraba que era cierto, y yo me rendia, atormentado por la imagen de aquel desconocido de dudosa existencia que se complacia en acariciar ese cuello de cisne, y a saber que mas, mientras a mi solo me estaba permitido anhelarlo. Si me hubiese parado a pensarlo, hubiera comprendido que mi devocion por Clara no era mas que una fuente de sufrimiento. Quiza por eso la adoraba mas, por esa estupidez eterna de perseguir a los que nos hacen dano. A lo largo de aquel verano, yo solo temia el dia en que volviesen a empezar las clases y no dispusiera de todo el dia para pasarlo con Clara.