Sonreí, recordando aquella primera noche de lectura febril seis años atrás. Cerré el libro y me dispuse a llamar por tercera y última vez. Antes de que pudiera rozar con los dedos el picaporte, el portón se abrió lo suficiente para insinuar el perfil del guardián portando un candil de aceite.
– Buenas noches -musité-. Isaac, ¿verdad?
El guardián me observó sin pestañear. El reluz del candil esculpía sus rasgos angulosos en ámbar y escarlata, y le confería una inequívoca semejanza con el diablillo del picaporte.
– Usted es Sempere hijo -murmuró con voz cansina.
– Tiene usted una excelente memoria.
– Y usted un sentido de la oportunidad que da asco. ¿Sabe qué hora es?
Su mirada acerada ya había detectado el libro bajo mi chaqueta. Isaac hizo un gesto inquisitivo con la cabeza. Extraje el libro y se lo mostré.
– Carax -dijo-. Debe de haber diez personas como mucho en esta ciudad que sepan quién es o que hayan leído ese libro.
– Pues una de ellas anda empeñada en prenderle fuego. No se me ocurre mejor escondite que éste.
– Esto es un cementerio, no una caja fuerte.
– Precisamente. Lo que este libro necesita es que lo entierren donde nadie pueda encontrarlo.
Isaac lanzó una mirada recelosa hacia el callejón. Abrió un poco la puerta y me hizo señas para que me colase dentro. El vestíbulo oscuro e insondable olía a cera quemada y a humedad. Se podía oír un goteo intermitente en la oscuridad. Isaac me tendió el candil para que lo sostuviese mientras él extraía de su abrigo un manojo de llaves que hubiera sido la envidia de un carcelero. Conjurando alguna ciencia ignota, acertó cuál era la que buscaba y la introdujo en un cerrojo protegido por una carcasa de cristal repleta de relés y ruedas dentadas que sugería una caja de música a escala industrial. A una vuelta de muñeca, el mecanismo chasqueó como las entrañas de un autómata y vi las palancas y los fulcros deslizarse en un ballet mecánico asombroso hasta trabar el portón con una araña de barras de acero que se hundió en una estrella de orificios en los muros de piedra.
– Ni el Banco de España -comenté impresionado-. Parece algo sacado de Julio Verne.
– Kafka -matizó Isaac, recuperando el candil y encaminándose hacia las profundidades del edificio-. El día que comprenda usted que el negocio de los libros es miseria y compañía y decida aprender a robar un banco, o a crear uno, que viene a ser lo mismo, venga a verme y le explicaré cuatro cosas sobre cerrojos.
Lo seguí a través de los corredores que recordaba con frescos de ángeles y quimeras. Isaac sostenía el candil en alto, proyectando una burbuja intermitente de luz rojiza y evanescente. Cojeaba vagamente, y el abrigo de franela deshilachado que vestía semejaba un manto fúnebre. Se me ocurrió que aquel individuo, a medio camino entre Caronte y el bibliotecario de Alejandría, se sentiría a gusto en las páginas de Julián Carax.
– ¿Sabe usted algo de Carax? -pregunté.
Isaac se detuvo al final de una galería y me miró, indiferente.
– No mucho. Lo que me contaron.
– ¿Quién?
– Alguien que le conoció bien, o eso creía.
Me dio el corazón un vuelco.
– ¿Cuándo fue eso?
– Cuando aún me peinaba. Usted debía de andar en pañales, y no parece que haya evolucionado mucho, la verdad. Mírese: está usted temblando -dijo.
– Es por la ropa mojada, y el frío que hace aquí dentro.
– Otro día me avisa y enciendo la calefacción central para recibirle en volandas, capullito de alelí. Venga, sígame. Aquí está mi oficina, que tiene estufa y algo que echarle a usted encima mientras le secamos la ropa. Y algo de mercurocromo y agua oxigenada tampoco le irían mal, que me trae un careto que parece salido de la comisaría de Vía Layetana.
– No se moleste, de verdad.
– No me molesto. Lo hago por mí, no por usted. Pasada esa puerta, yo pongo las reglas y aquí los únicos muertos son los libros. A ver si me va usted a pillar una neumonía y tengo que llamar a los del depósito. Ya nos encargaremos del libro ese más tarde. En treinta y ocho años todavía no he visto ninguno que echase a correr.
– No sabe cómo se lo agradezco…
– Sin pamplinas. Si le he dejado pasar, es por respeto al padre de usted, de lo contrario le hubiese dejado en la calle. Haga el favor de seguirme. Y si se comporta, a lo mejor le cuento lo que sé de su amigo Julián Carax
De refilón, cuando creyó que no podía verle, advertí que se le escapaba una sonrisa de pillo redomado. Isaac estaba claramente disfrutando de su papel de siniestro cancerbero. Yo también sonreí para mis adentros. Ya no me cabía la menor duda de a quién pertenecía el rostro del diablillo del picaporte.
10
Isaac me echó un par de mantas finas por los hombros y me ofreció una taza con un mejunje humeante que olía a chocolate caliente con ratafía.
– Me contaba usted de Carax…
– No hay mucho que contar. Al primero que oí mencionar a Carax fue a Toni Cabestany, el editor. Le hablo de veinte años atrás, cuando aún existía la editorial. Siempre que volvía de sus viajes a Londres, París o Viena, Cabestany se dejaba caer por aquí y charlábamos un rato. Los dos nos habíamos quedado viudos y él se lamentaba de que ahora estábamos casados con los libros, yo con los viejos y él con los de la contabilidad. Éramos buenos amigos. En una de sus visitas me contó que acababa de adquirir por cuatro chavos los derechos en castellano de las novelas de un tal Julián Carax, un barcelonés que vivía en París. Eso debió de ser en el año 28 o 29. Al parecer, Carax trabajaba de pianista en un burdel de poca monta en Pigalle por las noches y escribía de día en un ático miserable en la barriada de Saint Germain. París es la única ciudad del mundo donde morirse de hambre todavía es considerado un arte. Carax había publicado un par de novelas en Francia que habían resultado ser un absoluto fracaso de ventas. Nadie daba un duro por él en París, y a Cabestany siempre le gustó comprar barato.
– ¿Entonces, Carax escribía en castellano o en francés?
– A saber. Probablemente las dos cosas. Su madre era francesa, maestra de música, creo, y él había vivido en París desde que tenía diecinueve o veinte años. Cabestany decía que recibían de Carax los manuscritos en castellano. Si eran una traducción o el original, tanto le daba. El idioma favorito de Cabestany era el de la peseta, lo demás le traía al pairo. Cabestany había pensado que tal vez, con un golpe de suerte, conseguir colocar unos miles de ejemplares de Carax en el mercado español.
– ¿Y lo consiguió?
Isaac frunció el ceño, escanciándome un poco más de su brebaje reparador.
– Me parece que de la que más, La casa roja, vendió unos noventa.
– Pero siguió publicando a Carax, aunque perdiese dinero -apunté.
– Así es. No sé por qué, la verdad. Cabestany no era un romántico, precisamente. Pero quizá todo hombre tiene sus secretos… Entre el 28 y el 36 le publicó ocho novelas. Donde Cabestany hacía de verdad el dinero era en los catecismos y en una serie de folletines rosa protagonizados por una heroína de provincias, Violeta LaFleur, que se vendían muy bien en quioscos. Las novelas de Carax, supongo, las editaba por gusto y por llevarle la contraria a Darwin.
– ¿Qué fue del señor Cabestany?
Isaac suspiró, alzando la mirada.
– La edad, que a todos nos pasa factura. Cayó enfermo y tuvo algunos problemas de dinero. En 1936, el hijo mayor se hizo cargo de la editorial, pero era de los que no saben ni leerse la talla de los calzoncillos. La empresa se vino abajo en menos de un año. Afortunadamente, Cabestany no llegó a ver lo que sus herederos hacían con el fruto de toda una vida de trabajo ni lo que la guerra hacía con el país. Se lo llevó una embolia la noche de Todos los Santos, con un Cohiba en la boca y una niña de veinticinco años en las rodillas. El hijo estaba hecho de otra pasta. Arrogante como sólo los imbéciles pueden serlo. Su primera gran idea fue intentar vender el stock de libros del catálogo de la editorial, el legado de su padre, para transformarlos en pasta de papel o algo así. Un amigo, otro niñato con casa en Caldetas y un Bugatti, le había convencido de que las fotonovelas de amor y el Mein Kampf se iban a vender de miedo y que haría falta celulosa a mansalva para satisfacer la demanda.
– ¿Llegó a hacerlo?
– No le dio tiempo. Al poco de tomar las riendas de la editorial, un individuo se presentó en su casa y le hizo una oferta muy generosa. Quería adquirir todo el stock de novelas de Julián Carax que todavía quedasen en existencias, y se ofrecía a pagarlas tres veces su precio de mercado.
– No me diga más. Para quemarlas -murmuré. Isaac sonrió, sorprendido.
– Pues sí. Y parecía usted tonto, tanto preguntar y no saber nada.
– ¿Quién era ese individuo? -pregunté.
– Un tal Aubert o Coubert, no recuerdo bien.
– ¿Laín Coubert?
– ¿Le suena?
– Es el nombre de un personaje de La Sombra del Viento, la última novela de Carax.
Isaac frunció el ceño.
– ¿Un personaje de ficción?
– En la novela, Laín Coubert es el nombre que emplea el diablo.
– Un tanto teatral, le diré. Pero sea quien sea, al menos tenía sentido del humor -estimó Isaac.
Yo, que todavía tenía fresca la memoria de mi encuentro con aquel personaje, no le encontraba la gracia ni de refilón, pero reservé mi opinión para mejor lance.
– Este individuo, Coubert, o como se llame, ¿tenía la cara quemada, desfigurada?
Isaac me observó con una sonrisa a medio camino entre la chanza y la preocupación.