– No tengo la menor idea. La persona que me contó todo esto no le llegó a ver, y lo supo porque Cabestany hijo se lo contó a su secretaria al día siguiente. De caras quemadas no mencionó nada. ¿Quiere decir que eso no lo ha sacado de un folletín?
Agité la cabeza, quitándole importancia al tema.
– ¿Cómo acabó el asunto? ¿Le vendió los libros el hijo del editor a Coubert? -pregunté.
– El botarate del niñato se quiso pasar de listo. Pidió más dinero del que Coubert le ofrecía, y éste retiró su propuesta. Días más tarde, el almacén de la editorial Cabestany en Pueblo Nuevo ardió hasta los cimientos poco después de la medianoche. Y gratis.
Suspiré.
– ¿Qué ocurrió con los libros de Carax? ¿Se perdieron?
– Casi todos. Por fortuna, la secretaria de Cabestany, al oír lo de la oferta, tuvo una corazonada y, por su cuenta y riesgo, fue al almacén y se llevó un ejemplar de cada título de Carax a su casa. Ella era la que mantenía toda la correspondencia con Carax y, a lo largo de los años, habían entablado cierta amistad. Se llamaba Nuria, y me parece que ella era la única persona en la editorial, y probablemente en toda Barcelona, que se leía las novelas de Carax. Nuria siente debilidad por las causas perdidas. De pequeña recogía animalillos de la calle y los llevaba a casa. Con el tiempo pasó a adoptar novelistas malditos, a lo mejor porque su padre quiso ser uno y nunca lo consiguió.
– Parece que la conozca usted muy bien.
Isaac blandió su sonrisa de diablillo cojuelo.
– Más de lo que ella se cree. Es mi hija.
Se me comió el silencio y la duda. Cuanto más oía de aquella historia, más perdido me sentía.
– Tengo entendido que Carax volvió a Barcelona en 1936. Hay quien dice que murió aquí. ¿Le quedaba familia en la ciudad? ¿Alguien que pudiera saber de él?
Isaac suspiró.
– Vaya usted a saber. Los padres de Carax se habían separado hacía tiempo, creo. La madre se había marchado a América del Sur, donde se volvió a casar. Con su padre, que yo sepa, no se hablaba desde que se marchó a París.
– ¿Por qué no?
– Qué sé yo. La gente se complica la vida, como si no fuese suficientemente complicada.
– ¿Sabe si vive aún?
– Eso espero. Era más joven que yo, pero uno ya sale poco y hace años que no leo las necrológicas porque los conocidos caen como moscas y uno se queda acojonado, la verdad. Por cierto, Carax era el apellido de la madre. El padre se apellidaba Fortuny. Tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio, y por lo que sé no se llevaba mucho con su hijo.
– ¿Pudiera ser entonces que al volver a Barcelona Carax se hubiese sentido tentado de acudir a ver a su hija Nuria, si tenían cierta amistad, aunque él no estuviese en buenos términos con su padre?
Isaac rió amargamente.
– Probablemente soy el menos indicado para saberlo. Después de todo, soy su padre. Sé que una vez, en el 32 o el 33, Nuria viajó a París por asuntos de Cabestany, y que se alojó en casa de Julián Carax un par de semanas. Eso me lo contó Cabestany, porque según ella estuvo en un hotel. Mi hija estaba por entonces soltera y a mí me daba en la nariz que Carax andaba un poco atontado con ella. Mi Nuria es de las que rompen corazones con sólo entrar en una tienda.
– ¿Quiere decir que eran amantes?
– A usted le va el folletín, ¿eh? Mire, yo en la vida privada de Nuria nunca me he metido, porque la mía tampoco es como para enmarcarla. Si algún día tiene usted una hija, bendición que no se la deseo yo a nadie, porque es ley de vida que tarde o temprano le romperá a uno el corazón, en fin, a lo que iba, que si algún día tiene usted una hija empezará sin darse cuenta a dividir a los hombres en dos clases: los que usted sospecha que se acuestan con ella y los que no. El que diga que no, miente por los codos. A mí me daba en la nariz que Carax era de los primeros, con lo cual me daba lo mismo si era un genio o un pobre desgraciado, yo siempre le tuve por un sinvergüenza.
A lo mejor estaba usted equivocado.
– No se ofenda, pero usted es todavía muy joven y sabe de mujeres lo que yo de hacer panellets.
– También es verdad -convine-. ¿Qué pasó con los libros que se llevó su hija del almacén?
– Están aquí.
– ¿Aquí?
– ¿De dónde piensa que salió ese libro que encontró usted el día que le trajo su padre?
– No lo entiende.
– Pues es bien sencillo. Una noche, días después del incendio del almacén de Cabestany, mi hija Nuria se presentó aquí. Estaba nerviosa. Decía que alguien la había estado siguiendo y que temía que el tal Coubert quisiera hacerse con los libros para destruirlos. Nuria me dijo que venía a esconder los libros de Carax. Se adentró en la sala grande y los ocultó en el laberinto de estanterías, como quien entierra tesoros. No le pregunté dónde los había puesto, ni ella me lo dijo. Antes de marcharse me dijo que, en cuanto lograse encontrar a Carax, volvería a por ellos. Me pareció que todavía seguía enamorada de Carax, pero no dije nada. Le pregunté si le había visto recientemente, si sabía algo de él. Me dijo que hacía meses que no tenía noticias suyas, prácticamente desde que él había enviado sus últimas correcciones del manuscrito de su último libro desde París. Si me mintió, no le sabría decir. Lo que sí sé es que después de aquel día, Nuria nunca más volvió a saber de Carax y aquellos libros se quedaron aquí, criando polvo.
– ¿Cree usted que su hija accedería a hablar conmigo de todo esto?
– Bueno, mi hija a todo lo que sea hablar se apunta, pero no sé si podrá decirle algo que no le haya contado ya un servidor. Piense que de todo esto hace ya mucho tiempo. Y la verdad es que no nos llevamos tan bien como quisiera. Nos vemos una vez al mes. Vamos a comer por aquí cerca y luego se va como ha venido. Sé que hace años se casó con un buen chico; periodista y un poco atolondrado, la verdad, de esos que siempre andan metidos en líos de política, pero de buen corazón. Se casó por lo civil, sin invitados. Yo me enteré un mes más tarde. Nunca me ha presentado a su marido. Miquel se llama. O algo así. Supongo que no está muy orgullosa de su padre, y no la culpo. Ahora es otra mujer. Mire que hasta aprendió a hacer punto y me dicen que ya no se viste de Simone de Beauvoir. Uno de estos días me enteraré de que he sido abuelo. Hace años que trabaja en casa como traductora de francés e italiano. No sé de dónde sacó el talento, la verdad. De su padre está claro que no. Deje que le apunte su dirección, aunque no sé si es muy buena idea que le diga que le envío yo.
Isaac anotó unos garabatos en una esquina de un diario viejo y me tendió el recorte.
– Se lo agradezco. Nunca se sabe, a lo mejor ella recuerda algo…
Isaac sonrió con cierta tristeza.
– De cría lo recordaba todo. Todo. Luego los hijos se hacen mayores y ya no sabes lo que piensan ni lo que sienten. Y así ha de ser, supongo. No le cuente a Nuria lo que le he explicado, ¿eh? Lo dicho aquí que quede entre nosotros.
– Descuide. ¿Cree que ella aún piensa en Carax? Isaac suspiró largamente, bajando la mirada.
– Yo qué sé. No sé si le quiso de verdad. Estas cosas se quedan en el corazón de cada uno, y ella ahora es una mujer casada. Yo a la edad de usted tuve una novieta, Teresita Boadas se llamaba, que cosía delantales en la textil Santamaría de la calle Comercio. Ella tenía dieciséis años, dos menos que yo, y era la primera mujer de la que me enamoré. No ponga esa cara, que ya sé que ustedes los jóvenes se creen que los viejos no nos hemos enamorado nunca. El padre de Teresita tenía un carromato de hielo en el mercado del Borne y era mudo de nacimiento. No sabe usted el miedo que pasé el día que le pedí permiso para casarme con su hija y se tiró cinco minutos mirándome fijamente, sin soltar prenda y con el pico del hielo en la mano. Llevaba yo ahorrando dos años para comprar una alianza cuando Teresita cayó enferma. Algo que había pillado en el taller, me dijo. En seis meses se me había muerto de tuberculosis. Aún me acuerdo de cómo gemía el mudo el día que la enterramos en el cementerio de Pueblo Nuevo.
Isaac se sumió en un profundo silencio. No me atreví ni a respirar. Al poco alzó la vista y me sonrió.
– Le hablo de cincuenta y cinco años atrás, ahí es nada. Pero, si he de serle sincero, no pasa un día que no me acuerde de ella, de los paseos que nos dábamos hasta las ruinas de la Exposición Universal de 1888 y de cómo se reía de mí cuando le leía los poemas que escribía en la trastienda del colmado de embutidos y ultramarinos de mi tío Leopoldo. Me acuerdo hasta de la cara de una gitana que nos leyó la mano en la playa del Bogatell y nos dijo que estaríamos juntos toda la vida. A su manera, no mentía. ¿Qué le puedo decir? Pues sí, yo creo que Nuria todavía se acuerda de ese hombre, aunque no lo diga. Y, la verdad, yo eso no se lo perdonaré a Carax jamás. Usted es muy joven todavía, pero yo sé lo que duelen esas cosas. Si quiere saber mi opinión, Carax era un ladrón de corazones, y el de mi hija se lo llevó a la tumba o al infierno. Sólo le pido una cosa, si es que la ve y habla con ella: que me diga cómo está. Que averigüe si es feliz. Y si ha perdonado a su padre.
Poco antes del alba, portando tan sólo un candil de aceite, me adentré una vez más en el Cementerio de los Libros Olvidados. Al hacerlo, imaginaba a la hija de Isaac recorriendo aquellos mismos corredores oscuros e interminables con idéntica determinación a la que me guiaba a mí: salvar el libro. En un principio creí que recordaba la ruta que había seguido en mi primera visita a aquel lugar de la mano de mi padre, pero pronto comprendí que los dobleces del laberinto combaban los pasillos en volutas que era imposible recordar. Tres veces intenté seguir una ruta que había creído memorizar, y tres veces me devolvió el laberinto al mismo punto del que había partido. Isaac me esperaba allí, sonriente.
– ¿Piensa volver algún día a por él? -preguntó.
– Por supuesto.
– En ese caso, quizá quiera usted hacer una pequeña trampa.