– Mire lo que le digo, señor Sempere, de no haber querido la vida que la mía fuese una carrera en el mundo de la intriga internacional, lo mío, de corazón, eran las humanidades. De niño sentí la llamada del verso y quise ser Sófocles o Virgilio, porque a mí la tragedia y las lenguas muertas me ponen la piel de gallina, pero mi padre, que en gloria esté, era un cazurro de poca visión y siempre quiso que uno de sus hijos ingresara en la Guardia Civil, y a ninguna de mis siete hermanas las hubiesen admitido en la Benemérita, pese al problema de vello facial que siempre caracterizó a las mujeres de mi familia por parte de madre. En su lecho de muerte, mi progenitor me hizo jurar que si no llegaba a calzar el tricornio, al menos me haría funcionario y abandonaría toda pretensión de seguir mi vocación por la lírica. Yo soy de los de antes, y a un padre, aunque sea un burro, hay que obedecerle, ya me entiende usted. Aun así, no se crea usted que he desdeñado el cultivo del intelecto en mis años de aventura. He leído lo mío y le podría recitar de memoria fragmentos selectos de La vida es sueño.
– Ande, jefe, póngase esta ropa, si me hace el favor, que aquí su erudición está fuera de toda duda -dije yo, acudiendo al rescate de mi padre.
A Fermín Romero de Torres se le deshacía la mirada de gratitud. Salió de la bañera, reluciente. Mi padre lo envolvió en una toalla. El mendigo se reía de puro placer al sentir el tejido limpio sobre la piel. Le ayudé a enfundarse la muda, que le venía unas diez tallas grande. Mi padre se desprendió del cinturón y me lo tendió para que se lo ciñese al mendigo.
– Está usted hecho un pincel -decía mi padre-. ¿Verdad, Daniel?
– Cualquiera lo tomaría por un artista de cine.
– Quite, que uno ya no es el que era. Perdí mi musculatura hercúlea en la cárcel y desde entonces…
– Pues a mí, me parece usted Charles Boyer, por la percha -objetó mi padre-. Lo cual me recuerda que quería proponerle a usted algo.
– Yo por usted, señor Sempere, si hace falta, mato. Sólo tiene que decirme el nombre y yo liquido al tipo sin dolor.
– No hará falta tanto. Yo lo que quería ofrecerle es un trabajo en la librería. Se trata de buscar libros raros para nuestros clientes. Es casi un puesto de arqueología literaria, para el que hace tanta falta conocer los clásicos como las técnicas básicas del estraperlo. No puedo pagarle mucho, de momento, pero comerá usted en nuestra mesa y, hasta que le encontremos una buena pensión, se hospedará usted aquí en casa, si le parece bien.
El mendigo nos miró a ambos, mudo.
– ¿Qué me dice? -preguntó mi padre-. ¿Se une al equipo?
Me pareció que iba a decir algo, pero justo entonces Fermín Romero de Torres se nos echó a llorar.
Con su primer sueldo, Fermín Romero de Torres se compró un sombrero peliculero, unos zapatos de lluvia y se empeñó en invitarnos a mi padre y a mí a un plato de rabo de toro, que preparaban los lunes en un restaurante a un par de calles de la Plaza Monumental. Mi padre le había encontrado una habitación en una pensión de la calle Joaquín Costa donde, merced a la amistad de nuestra vecina la Merceditas con la patrona, se pudo obviar el trámite de rellenar la hoja de información sobre el huésped para la policía y así mantener a Fermín Romero de Torres lejos del olfato del inspector Fumero y sus secuaces. A veces me venía a la memoria la imagen de las tremendas cicatrices que le cubrían el cuerpo. Me sentía tentado de preguntarle por ellas, temiendo quizá que el inspector Fumero tuviese algo que ver con el asunto, pero había algo en la mirada del pobre hombre que sugería que era mejor no mentar el tema. Ya nos lo contaría él mismo algún día, cuando le pareciese oportuno. Cada mañana, a las siete en punto, Fermín nos esperaba en la puerta de la librería, con presencia impecable y siempre con una sonrisa en los labios, dispuesto a trabajar una jornada de doce o más horas sin pausa. Había descubierto una pasión por el chocolate y los brazos de gitano que no desmerecía de su entusiasmo por los grandes de la tragedia griega, con lo cual había ganado algo de peso. Gastaba un afeitado de señorito, se peinaba hacia atrás con brillantina y se estaba dejando un bigotillo de lápiz para estar a la moda. Treinta días después de emerger de aquella bañera, el ex mendigo estaba irreconocible. Pero, pese a lo espectacular de su transformación, donde realmente Fermín Romero de Torres nos había dejado boquiabiertos era en el campo de batalla. Sus instintos detectivescos, que yo había atribuido a fabulaciones febriles, eran de precisión quirúrgica. En sus manos, los pedidos más extraños se solucionaban en días, cuando no en horas. No había título que no conociese, ni argucia para conseguirlo que no se le ocurriese para adquirirlo a buen precio. Se colaba en las bibliotecas particulares de duquesas de la avenida Pearson y diletantes del círculo ecuestre a golpe de labia, siempre asumiendo identidades ficticias, y conseguía que le regalasen los libros o se los vendiesen por dos perras.
La transformación del mendigo en ciudadano ejemplar parecía milagrosa, una de esas historias que se complacían en contar los curas de parroquia pobre para ilustrar la infinita misericordia del Señor, pero que siempre sonaban demasiado perfectas para ser ciertas, como los anuncios de crecepelo en las paredes de los tranvías. Tres meses y medio después de que Fermín hubiera empezado a trabajar en la librería, el teléfono del piso de la calle Santa Ana nos despertó a las dos de la mañana de un domingo. Era la dueña de la pensión donde se hospedaba Fermín Romero de Torres. Con la voz entrecortada nos explicó que el señor Romero de Torres se había encerrado en su cuarto por dentro, estaba gritando como un loco, golpeando las paredes y jurando que si alguien entraba, se mataría allí mismo cortándose el cuello con una botella rota.
– No llame a la policía, por favor. Ahora mismo vamos.
Salimos a escape rumbo a la calle Joaquín Costa. Era una noche fría, de viento que cortaba y cielos de alquitrán. Pasamos corriendo frente a la Casa de la Misericordia y la Casa de la Piedad, desoyendo miradas y susurros que silbaban desde portales oscuros que olían a estiércol y carbón. Llegamos a la esquina de la calle Ferlandina. Joaquín Costa caía como una brecha de colmenas ennegrecidas fundiéndose en las tinieblas del Raval. El hijo mayor de la dueña de la pensión nos esperaba en la calle.
– ¿Han llamado a la policía? -preguntó mi padre.
– Todavía no -contestó el hijo.
Corrimos escaleras arriba. La pensión estaba en el segundo piso, y la escalera era una espiral de mugre que apenas se adivinaba al reluz ocre de bombillas desnudas y cansadas que pendían de un cable pelado. Doña Encarna, viuda de un cabo, de la Guardia Civil y dueña de la pensión, nos recibió a la puerta del piso enfundada en una bata azul celeste y luciendo una cabeza de rulos a juego.
– Mire, señor Sempere, ésta es una casa decente y de categoría. Me sobran las ofertas y estos retablos yo no tengo por qué tolerarlos -dijo mientras nos guiaba a través de un pasillo oscuro que olía a humedad y a amoníaco.
– Lo comprendo -murmuraba mi padre.
Los gritos de Fermín Romero de Torres se oían desgarrando las paredes al fondo del corredor. De las puertas entreabiertas se asomaban varias caras chupadas y asustadas, caras de pensión y sopa aguada.
– Venga, y los demás a dormir, coño, que esto no es una revista del Molino -exclamó doña Encarna con furia.
Nos detuvimos frente a la puerta de la habitación de Fermín. Mi padre golpeó suavemente con los nudillos.
– ¿Fermín? ¿Está usted ahí? Soy Sempere.
El aullido que atravesó la pared me heló el corazón. Incluso doña Encarna perdió la compostura de gobernanta y se llevó las manos al corazón, oculto bajo los pliegues abundantes de su frondosa pechuga.
Mi padre llamó de nuevo.
– ¿Fermín? Ande, ábrame.
Fermín aulló de nuevo, lanzándose contra las paredes, gritando obscenidades hasta desgañitarse. Mi padre suspiró.
– ¿Tiene usted llave de esta habitación?
– Pues claro.
– Démela.
Doña Encarna dudó. Los demás inquilinos se habían vuelto a asomar al pasillo, blancos de terror. Aquellos gritos se tenían que oír desde Capitanía.
– Y tú, Daniel, corre a buscar al doctor Baró, que está aquí al lado, en el 12 de Riera Alta.
– Oiga, ¿no sería mejor llamar a un cura?, porque a mí éste me suena a endemoniado -ofreció doña Encarna.
– No. Con un médico va que se mata. Venga, Daniel. Corre. Y usted deme esa llave, haga el favor.
El doctor Baró era un solterón insomne que pasaba las noches leyendo a Zola y mirando estereogramas de señoritas en paños menores para combatir el tedio. Era cliente habitual en la tienda de mi padre y él mismo se autocalificaba de matasanos de segunda fila, pero tenía más ojo para acertar diagnósticos que la mitad de los doctores de postín con consulta en la calle Muntaner. Gran parte de su clientela la componían furcias viejas del barrio y desgraciados que apenas podían pagarle, pero a los que atendía igualmente. Yo le había escuchado decir más de una vez que el mundo era un orinal y que estaba esperando a que el Barcelona ganase la liga de una puñetera vez para morirse en paz. Me abrió la puerta en bata, oliendo a vino y con un pitillo apagado en los labios.