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– Daniel, está usted blanco como nalga de monja. ¿Se encuentra bien?

Un aliento invisible barría el patio de butacas.

– Huele raro -comentó Fermín Romero de Torres-. Como a pedo rancio, de notario o procurador.

– No. Huele a papel quemado.

– Ande, tenga un Sugus de limón, que lo cura todo.

– No me apetece.

– Pues se lo guarda, que nunca se sabe cuándo un Sugus le va a sacar a uno de un apuro.

Guardé el caramelo en el bolsillo de la chaqueta y navegué por el resto de la película sin prestar atención ni a Verónica Lake ni a las víctimas de sus fatales encantos. Fermín Romero de Torres se había perdido en el espectáculo y en sus chocolatinas. Cuando se encendieron las luces al término de la sesión, me pareció haber despertado de un mal sueño y me sentí tentado de tomar la presencia de aquel individuo en el patio de butacas como una ilusión, un truco de la memoria, pero su breve mirada en la oscuridad había bastado para hacerme llegar el mensaje. No se había olvidado de mí, ni de nuestro pacto.

12

El primer efecto de la llegada de Fermín se hizo notar pronto: descubrí que tenía mucho más tiempo libre. Cuando Fermín no andaba a la caza y captura de algún volumen exótico para satisfacer los pedidos de los clientes, se ocupaba de organizar las existencias de la tienda, idear estratagemas de promoción comercial en el barrio, sacarle brillo al cartel y a las cristaleras o dejar los lomos de los libros relucientes con un paño y alcohol. Dada la coyuntura, opté por invertir mi tiempo de ocio en dos aspectos que había dejado descuidados en los últimos tiempos: seguir dándole vueltas al enigma de Carax y, sobre todo, tratar de pasar más tiempo con mi amigo Tomás Aguilar, a quien echaba de menos.

Tomás era un muchacho meditabundo y reservado al que la gente temía por su aspecto de matón, serio y amenazador. Tenía una constitución de luchador, hombros de gladiador y una mirada dura y penetrante. Nos habíamos conocido muchos años atrás en una pelea durante mi primera semana en los jesuitas de Caspe. Su padre había venido a buscarle después de clase, acompañado de una niña presumida que resultó ser la hermana de Tomás. Se me ocurrió hacer una gracia imbécil sobre ella y, antes de que pudiese parpadear, Tomás Aguilar cayó sobre mí como un diluvio de puñetazos que me dejó varias semanas condolido. Tomás me doblaba en tamaño, fuerza y ferocidad. En aquel duelo de patio, rodeado de un coro de críos sedientos de combate sangriento, perdí un diente y gané un nuevo sentido de las proporciones. No le quise decir a mi padre ni a los curas quién me había zurrado de aquel modo, ni explicarles que el padre de mi adversario contemplaba la paliza complacido por el espectáculo y coreando con los demás colegiales.

– Ha sido por culpa mía -dije, dando el tema por zanjado.

Tres semanas más tarde, Tomás se me acercó durante el recreo. Yo, muerto de miedo, me quedé paralizado. Éste viene a rematarme, pensé. Empezó a balbucear, y al poco comprendí que lo único que quería era disculparse por la golpiza, porque sabía que había sido un combate desigual e injusto.

– Soy yo el que tiene que pedirte perdón por haberme metido con tu hermana -dije-. Lo hubiera hecho el otro día, pero me partiste la boca antes de que pudiese hablar.

Tomás bajó la mirada, avergonzado. Observé a aquel gigante tímido y silencioso que vagaba por las aulas y pasillos del colegio como alma sin dueño. Todos los demás chavales -yo el primero- le tenían miedo, y nadie le hablaba u osaba cruzar la mirada con él. Con los ojos caídos, casi temblando, me preguntó si yo querría ser su amigo. Le dije que sí. Me ofreció su mano y la estreché. Su apretón dolía, pero me aguanté. Aquella misma tarde, Tomas me invitó a merendar a su casa y me enseñó la colección de extraños artilugios hechos a partir de piezas y chatarra que guardaba en su habitación.

– Los he hecho yo -me explicó, orgulloso.

Yo era incapaz de entender qué eran o pretendían ser, pero me callé y asentí con admiración. Me parecía que aquel grandullón solitario se había construido sus propios amigos de latón y que yo era el primero a quien se los había presentado. Era su secreto. Yo le hablé de mi madre y de lo mucho que la echaba a faltar. Cuando se me apagó la voz, Tomás me abrazó en silencio. Teníamos diez años. Desde aquel día, Tomás Aguilar se convirtió en mi mejor -y yo en su único-, amigo.

Pese a su apariencia beligerante, Tomás era un alma pacífica y bondadosa a quien su aspecto evitaba toda confrontación. Tartamudeaba bastante, especialmente cuando hablaba con cualquiera que no fuese su madre, su hermana o yo, lo cual era casi nunca. Le fascinaban los inventos extravagantes y los ingenios mecánicos, y pronto descubrí que llevaba a cabo autopsias en todo tipo de artilugios, desde gramófonos hasta máquinas de sumar, a fin de averiguar sus secretos. Cuando no estaba conmigo o trabajando para su padre, Tomás pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado en su habitación, construyendo artefactos incomprensibles. Todo lo que le sobraba de inteligencia le faltaba de sentido práctico. Su interés en el mundo real se concentraba en aspectos como la sincronía de los semáforos de la Gran Vía, los misterios de las fuentes luminosas de Montjuïc o los autómatas del parque de atracciones del Tibidabo.

Tomás trabajaba todas las tardes en el despacho de su padre y a veces, al salir, se pasaba por la librería. Mi padre siempre se interesaba por sus inventos y le obsequiaba con manuales de mecánica o biografías de ingenieros como Eiffel y Edison, a quienes Tomás idolatraba. Con los años, Tomás le había tomado un gran afecto a mi padre y llevaba una eternidad intentando inventar para él un sistema automático para archivar fichas bibliográficas a partir de las piezas de un viejo ventilador. Hacía cuatro años que estaba trabajando en el proyecto, pero mi padre seguía mostrando entusiasmo por el progreso del mismo para que Tomás no perdiese los ánimos. En un principio me preocupaba cómo iba a reaccionar Fermín ante mi amigo.

– Usted debe de ser el amigo inventor de Daniel. Tengo muchísimo gusto en saludarle. Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de la librería Sempere para servirle a usted.

– Tomás Aguilar -tartamudeó mi amigo, sonriendo y estrechando la mano de Fermín.

– Vigile, que eso que tiene usted no es una mano, sino una prensa hidráulica, y yo preciso mantener dedos de violinista para mis labores en la empresa.

Tomás le soltó, disculpándose.

– Y, a todo esto, ¿usted cómo se manifiesta frente al teorema de Fermat? -preguntó Fermín, frotándose los dedos.

Acto seguido pasaron a enzarzarse en una incomprensible discusión sobre matemática arcana que a mí me sonó a mandarín. Fermín le trataba siempre de usted, o de doctor, y hacía como que no advertía el tartamudeo del muchacho. Tomás, para corresponder a la infinita paciencia que Fermín mostraba con él, le traía cajas de chocolatinas suizas envueltas con fotografías de lagos de azul imposible, vacas en pastos verde tecnicolor y relojes de cucú.

– Su amigo Tomás tiene talento, pero le falta dirección en la vida, y un poco de morro, que es lo que hace carrera -opinaba Fermín Romero de Torres-. La mente científica tiene estas cosas. Vea usted, si no, a don Alberto Einstein. Tanto inventar prodigios y el primero al que encuentran aplicación práctica es la bomba atómica, y encima sin su permiso. Además, con ese aspecto de boxeador que tiene Tomás, se lo van a poner muy difícil en los círculos académicos, porque en esta vida lo único que sienta cátedra es el prejuicio.

Motivado a salvar a Tomás de una vida de penurias e incomprensión, Fermín había decidido que lo necesario era hacerle ejercitar su oratoria latente y su sociabilidad.

– El hombre, como buen simio, es animal social y en él priva el amiguismo, el nepotismo, el chanchullo y el comadreo como pauta intrínseca de conducta ética -argumentaba-. Es pura biología.

– Ya será menos.

– Qué pardillo que es usted a veces, Daniel.

Tomás había heredado la pinta de duro de su padre, un próspero administrador de fincas que tenía despacho en la calle Pelayo junto a los almacenes El Siglo. El señor Aguilar pertenecía a esa raza de mentes privilegiadas que siempre tienen razón. Hombre de convicciones profundas, estaba seguro, entre otras cosas, de que su hijo era un espíritu pusilánime y un deficiente mental. Para compensar estas vergonzosas taras, contrataba a toda suerte de profesores particulares con el objetivo de normalizar a su primogénito. «A mi hijo quiero que lo trate usted como si fuese imbécil, ¿estamos?», le había oído yo decir en numerosas ocasiones. Los maestros lo intentaban todo, incluso la súplica, pero Tomás tenía por costumbre dirigirse a ellos sólo en latín, lengua que dominaba con fluidez papal y en la que no tartamudeaba. Tarde o temprano, los tutores a domicilio dimitían por desesperación y temor a que el muchacho estuviese poseído y les estuviera endilgando consignas demoníacas en arameo. La única esperanza del señor Aguilar era que el servicio militar hiciese de su hijo un hombre de provecho.

Tomás tenía una hermana un año mayor que nosotros, Beatriz. A ella le debía nuestra amistad, porque si no la hubiese visto aquella lejana tarde de la mano de su padre, esperando el término de las clases, y no me hubiese decidido a hacer un chiste de pésimo gusto sobre ella, mi amigo nunca se habría lanzado a darme una somanta de palos y yo nunca hubiera tenido el valor de hablar con él. Bea Aguilar era el vivo retrato de su madre, y la niña de los ojos de su padre. Pelirroja y pálida a morir, se la veía siempre enfundada en carísimos vestidos de seda o lana fresca. Tenía el talle de maniquí y caminaba erguida como un palo, pagada de sí misma y creyéndose la princesa de su propio cuento. Tenía los ojos azul verdoso, pero ella insistía en decir que eran de color «esmeralda y zafiro». Pese a haber pasado un montón de años en las teresianas, o quizá por eso mismo, cuando su padre no miraba, Bea bebía anís en copa alta, gastaba medias de seda de La Perla Gris y se maquillaba como las vampiresas cinematográficas que perturbaban el sueño de mi amigo Fermín. Yo no podía verla ni en pintura, y ella correspondía a mi franca hostilidad con lánguidas miradas de desdén e indiferencia. Bea tenía un novio haciendo el servicio militar como alférez en Murcia, un falangista engominado llamado Pablo Cascos Buendía, que pertenecía a una familia rancia y propietaria de numerosos astilleros en las rías. El alférez Cascos Buendía, que se pasaba media vida de permiso merced a un tío suyo en el Gobierno Militar, siempre andaba largando peroratas sobre la superioridad genética y espiritual de la raza española y el inminente declive del Imperio bolchevique.