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– Marx ha muerto -decía solemnemente.

– En 1883, concretamente -decía yo.

– Tú calla, desgraciado, a ver si te pego una leche que te mando a La Rioja.

Más de una vez había sorprendido a Bea sonriendo para sí ante las sandeces que profería su novio el alférez. Entonces ella alzaba la mirada y me observaba, impenetrable. Yo le sonreía con esa cordialidad débil de los enemigos en tregua indefinida, pero apartaba los ojos rápidamente. Antes me habría muerto que admitirlo, pero en el fondo de mi ser le tenía miedo.

13

A principios de aquel año, Tomás y Fermín Romero de Torres decidieron unir sus respectivos ingenios en un nuevo proyecto que, según ellos, habría de librarnos de hacer el servicio militar a mi amigo y a mí. Fermín, particularmente, no compartía el entusiasmo del señor Aguilar por la experiencia castrense.

– El servicio militar sólo sirve para descubrir el porcentaje de cafres que cotiza en el censo -opinaba él-. Y eso se descubre en las dos primeras semanas, no hacen falta dos años. Ejército, matrimonio, Iglesia y banca: los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sí, sí, ríase usted.

El pensamiento anarco-libertario de Fermín Romero de Torres habría de peligrar una tarde de octubre en que, por casualidades del destino, recibimos en la tienda la visita de una vieja amiga. Mi padre había ido a hacer una valoración de una colección de libros a Argentona y no volvería hasta el anochecer. Yo me quedé atendiendo el mostrador de la tienda mientras Fermín, con sus habituales maniobras de equilibrista, se empeñó en empinarse por la escalera y ordenar el último estante de libros que quedaba a apenas un palmo del techo. Poco antes de cerrar, cuando ya había caído el sol, la silueta de la Bernarda se recortó tras el mostrador. Iba vestida de jueves, su día libre, y me saludó con la mano. Se me iluminó el alma de sólo verla y le indiqué que pasara.

– ¡Ay, qué grande está usted! -dijo desde el umbral-. ¡Si no se le conoce casi… ya es usted un hombre!

Me abrazó, soltando unas lagrimillas y palpándome la cabeza, los hombros y la cara, para ver si me había roto en su ausencia.

– Se le echa a faltar a usted en la casa, señorito -dijo bajando la mirada.

– Y yo te he echado a faltar a ti, Bernarda. Venga, dame un beso.

Me besó tímidamente, y yo le planté un par de sonoros besos en cada mejilla. Se rió. Vi en sus ojos que estaba esperando que le preguntase por Clara, pero no pensaba hacerlo.

– Te veo muy guapa hoy, y muy elegante. ¿Cómo es que te has decidido a venir a visitarnos?

– Bueno, la verdad es que hacía tiempo que quería venir a verle, pero ya sabe cómo son las cosas, y una está muy ocupada, que el señor Barceló aunque es muy sabio es como un niño, y una ha de hacer de tripas corazón. Pero lo que me trae es que, verá, mañana es el cumpleaños de mi sobrina, la de San Adrián, y a mí me gustaría hacerle un regalo. Yo había pensado regalarle un libro bueno, con mucha letra y poco cromo, pero como soy lerda y no entiendo…

Antes de que yo pudiese responder, la tienda se sacudió con estruendo balístico al precipitarse desde las alturas unas obras completas de Blasco Ibáñez en tapa dura. La Bernarda y yo alzamos la vista, sobresaltados. Fermín se deslizaba escaleras abajo como un trapecista, la sonrisa florentina estampada en el rostro y los ojos impregnados de lujuria y embeleso.

– Bernarda, éste es…

– Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijo, a sus pies, señora -proclamó Fermín, tomando la mano de la Bernarda y besándola ceremoniosamente.

En cuestión de segundos, la Bernarda se puso como un pimiento morrón.

– Ay, que se confunde usted, yo de señora…

– Lo menos marquesa -atajó Fermín-. Lo sabré yo, que me pateo lo más fino de la avenida Pearson. Permítame el honor de escoltarla hasta esta nuestra sección de clásicos juveniles e infantiles donde providencialmente observo que tenemos un compendio con lo mejor de Emilio Salgari y la épica narración de Sandokan.

– Ay, no sé, vidas de santos me da reparo, porque el padre de la niña era muy de la CNT, ¿sabe usted?

– Pierda cuidado, porque aquí tengo nada menos que La isla misteriosa de Julio Verne, relato de alta aventura y gran contenido educativo, por lo de los avances tecnológicos.

– Si a usted le parece bien…

Yo los iba siguiendo en silencio, observando cómo a Fermín se le caía la baba y cómo la Bernarda se abrumaba con las atenciones de aquel hombrecillo con planta de caliqueño y labia de feriante que la miraba con el ímpetu que reservaba para las chocolatinas Nestlé.

– ¿Y usted, señorito Daniel, qué dice?

– Aquí el señor Romero de Torres es el experto; puedes confiar en él.

– Pues entonces me llevo ese de la isla, si me lo envuelven ustedes. ¿Qué se debe?

– Invita la casa -dije yo.

– Ah, no, de ninguna manera…

– Señora, si usted me lo permite y así me hace el hombre más dichoso de Barcelona, invita Fermín Romero de Torres.

La Bernarda nos miró a ambos, sin palabras.

– Oiga, que yo pago lo que compro y esto es un regalo que quiero hacer a mi sobrina…

– Entonces me permitirá usted, a modo de trueque, que la invite a merendar -lanzó Fermín, alisándose el pelo.

– Anda, mujer -le animé yo-. Ya verás como lo pasáis bien. Mira, te envuelvo esto mientras Fermín coge su chaqueta.

Fermín se apresuró a la trastienda a peinarse, perfumarse y colocarse la americana. Le soplé unos cuantos duros de la caja para que invitase a la Bernarda.

– ¿Dónde la llevo? -me susurró, nervioso como un crío.

– Yo la llevaría a Els Quatre Gats -le dije-. Que me consta trae suerte para asuntos del corazón.

Le tendí el paquete con el libro a la Bernarda y le guiñé el ojo.

– ¿Qué le debo entonces, señorito Daniel?

– No sé. Ya te lo diré. El libro no llevaba precio y se lo tengo que preguntar a mi padre -mentí.

Les vi marchar del brazo, perdiéndose por la calle Santa Ana, pensando que a lo mejor alguien en el cielo estaba de guardia y por una vez les concedía a aquel par unas gotas de felicidad. Colgué el cartel de CERRADO en el escaparate. Pasé un momento a la trastienda a repasar el libro donde mi padre apuntaba los pedidos y escuché la campanilla de la puerta al abrirse. Pensé que sería Fermín, que se había dejado algo, o quizá mi padre que ya había vuelto de Argentona.

– ¿Hola?

Pasaron varios segundos sin que me llegase una respuesta. Yo seguí ojeando el libro de pedidos.

Escuché pasos en la tienda, lentos.

– ¿Fermín? ¿Papá?

No obtuve respuesta. Me pareció advertir una risa ahogada y cerré el libro de pedidos. Quizá un cliente había ignorado el cartel de CERRADO. Me disponía a atenderle cuando escuché el sonido de varios libros caer desde los estantes en la tienda. Tragué saliva. Agarré un abrecartas y me acerqué lentamente a la puerta de la trastienda. No me atreví a llamar de nuevo. Al poco escuché de nuevo los pasos, alejándose. Sonó de nuevo la campanilla de la puerta, y sentí un vahído de aire de la calle. Me asomé a la tienda. No había nadie. Corrí hasta la puerta de la calle y la cerré a cal y canto. Respiré hondo, sintiéndome ridículo y cobarde. Me dirigía de nuevo a la trastienda cuando vi aquel pedazo de papel encima del mostrador. Al acercarme comprobé que se trataba de una fotografía, una vieja estampa de estudio de las que acostumbraban a imprimirse en una lámina de cartón grueso. Los bordes estaban quemados y la imagen, ahumada, parecía surcada por el rastro de dedos sucios de carbonilla. La examiné bajo una lámpara. En la fotografía podía verse a una pareja de jóvenes, sonriendo para la cámara. Él no parecía tener más de diecisiete o dieciocho años, con el cabello claro y los rasgos aristocráticos, frágiles. Ella parecía quizá un poco menor que él, uno o dos años a lo sumo. Tenía la tez pálida y un rostro cincelado, ceñido por un pelo negro, corto, que acentuaba una mirada encantada, envenenada de alegría. Él le pasaba un brazo por el talle y ella parecía susurrar algo, burlona. La imagen transmitía una calidez que me robó una sonrisa, como si en aquellos dos desconocidos hubiese reconocido a viejos amigos. Detrás de ellos se podía ver el escaparate de una tienda, repleto de sombreros pasados de moda. Me concentré en la pareja. Las ropas parecían indicar que la imagen tenía por lo menos veinticinco o treinta años. Era una imagen de luz y de esperanza que prometía cosas que sólo existen en las miradas de pocos años. Las llamas habían devorado casi todo el contorno de la fotografía, pero aún podía adivinarse un rostro severo tras aquel mostrador vetusto, una silueta espectral insinuándose tras las letras grabadas en el cristal.

Hijos de Antonio Fortuny

Casa fundada en 1888

La noche que había regresado al Cementerio de los Libros Olvidados, Isaac me había contado que Carax usaba el apellido de su madre, no el de su padre: Fortuny. El padre de Carax tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio. Observé de nuevo el retrato de aquella pareja y tuve la certeza de que aquel muchacho era Julián Carax, sonriéndome desde el pasado, incapaz de ver las llamas que se cerraban sobre él.

CIUDAD DE SOMBRAS 1954