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A la mañana siguiente, Fermín acudió a trabajar en alas de Cupido, sonriente y silbando boleros. En otras circunstancias le habría preguntado acerca de su merienda con la Bernarda, pero aquel día no tenía yo los ánimos para la lírica. Mi padre había quedado en entregar un pedido a las once de la mañana al profesor Javier Velázquez en su despacho de la facultad en plaza Universidad. A Fermín, la sola mención del académico le inspiraba urticaria, y con esa excusa me ofrecí yo a llevarle los libros.

– Ese individuo es un pedante, un crápula y un lameculos fascista -proclamó Fermín, alzando el puño en alto al modo inequívoco de cuando le entraba el prurito justiciero-. Con el cuento de la cátedra y el examen final, ése se beneficiaba hasta la Pasionaria si se terciase.

– No se pase, Fermín. Velázquez paga muy bien, siempre por adelantado y nos recomienda a los cuatro vientos -le recordó mi padre.

– Ese es dinero manchado con la sangre de vírgenes inocentes -protestó Fermín-. Vive Dios que yo nunca me acosté con una mujer menor de edad, y no por falta de ganas ni oportunidades; que hoy me ven ustedes en horas bajas, pero hubo el día en que tuve presencia y gallardía como el que más, y aun así, por si acaso y me daba en la nariz que eran un poco golfas, exigía la cédula de identidad o en su defecto autorización paterna por escrito para no faltarle a la ética.

Mi padre puso los ojos en blanco.

– Con usted es imposible discutir, Fermín.

– Es que si tengo razón, tengo razón.

Tomé el paquete que yo mismo había preparado la noche anterior, un par de Rilkes y un ensayo apócrifo atribuido a Ortega en torno a las tapas y la profundidad del sentir nacional, y dejé a Fermín y a mi padre entregados a su debate de usos y costumbres.

Hacía un día espléndido, con un cielo azul de bandera y una brisa limpia y fresca que olía a otoño y a mar. Mi Barcelona favorita siempre fue la de octubre, cuando le sale el alma a pasear y uno se hace más sabio con sólo beber de la fuente de Canaletas, que durante esos días, de puro milagro, no sabe ni a cloro. Avanzaba a paso ligero, sorteando limpiabotas, chupatintas que volvían del cafetito de media mañana, vendedores de lotería y un ballet de barrenderos que parecían estar puliendo la ciudad a pincel, sin prisa y con trazo puntillista. Ya por entonces, Barcelona empezaba a llenarse de coches, y a la altura del semáforo de la calle Balmes observé apostadas en ambas aceras cuadrigas de oficinistas con gabardina gris y mirada hambrienta, comiéndose un Studebaker con los ojos como si se tratase de una cupletera en salto de cama. Subí por Balmes hasta Gran Vía, viéndomelas con semáforos, tranvías, automóviles y hasta motocicletas con sidecar. En un escaparate vi un cartel de la casa Phillips que anunciaba la llegada de un nuevo mesías, la televisión, que se decía iba a cambiarnos la vida y nos iba a transformar a todos en seres del futuro, como los americanos. Fermín Romero de Torres, que siempre estaba al tanto de todos los inventos, había profetizado ya lo que iba a suceder.

– La televisión, amigo Daniel, es el Anticristo y le digo yo que bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse pedos por su cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie medieval, y a estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el pleistoceno. Este mundo no se morirá de una bomba atomica como dicen los diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo un chiste de todo, y además un chiste malo.

El profesor Velázquez tenía el despacho en el segundo piso de la Facultad de Letras, al fondo de una galería con embaldosado ajedrecístico y luz en polvo que daba al claustro sur. Encontré al profesor a la puerta de un aula, haciendo como que escuchaba a una alumna de figura espectacular que iba enfundada en un traje granate que le ceñía el talle a cuchillo y dejaba asomar unas pantorrillas helénicas relucientes en medias de seda fina. El profesor Velázquez tenía fama de donjuán y no faltaba quien dijese que la educación sentimental de toda señorita de buen nombre no estaba completa sin un proverbial fin de semana en un hotelito en el paseo de Sitges recitando alejandrinos téte-á-téte con el distinguido catedrático. Yo, con instinto comercial, me guardé mucho de interrumpir su conversación, y decidí matar el tiempo haciéndole una radiografía a la pupila aventajada. Quizá fuera la caminata a paso ligero que me había levantado el ánimo, quizá fueran mis dieciocho años y el hecho de que pasaba más tiempo entre las musas atrapadas en tomos viejos que en compañía de muchachas de carne y hueso, que siempre me parecían a años luz del fantasma de Clara Barceló, pero en aquel momento, leyendo cada pliegue en la anatomía de aquella estudiante a la que únicamente podía ver de espaldas pero que me imaginaba en tres dimensiones y perspectiva alejandrina, se me pusieron unos dientes largos como palmatorias.

– Vaya, pero si es Daniel -exclamó el profesor Velázquez-. Pues mira, menos mal que vienes tú y no el mamarracho aquel de la última vez, ese con nombre de torero, que me pareció que o iba bebido o estaba para encerrarlo y tirar la llave. Imagínate que se le ocurrió preguntarme la etimología de la palabra capullo, con un tonillo de sorna muy fuera de lugar.

– Es que el médico le tiene bajo una medicación fortísima. Algo del hígado.

– De puro torrado que va todo el día -masculló Velázquez-. Yo que vosotros llamaba a la policía. Ése seguro que tiene ficha. Y cómo le huelen los pies, rediós, que hay mucho rojo de mierda suelto por ahí que no se lava desde que cayó la República.

Me disponía a inventar alguna excusa decorosa para disculpar a Fermín cuando la estudiante que había estado conversando con el profesor Velázquez se volvió y a mí me cayó la lengua a los pies.

La vi sonreírme y se me encendieron las orejas.

– Hola, Daniel -dijo Beatriz Aguilar.

La saludé con la cabeza, mudo al haberme descubierto a mí mismo babeando sin saberlo por la hermana de mi mejor amigo, la Bea de mis temores.

– Ah, pero ¿es que vosotros ya os conocéis? -preguntó Velázquez, intrigado.

– Daniel es un viejo amigo de la familia -explicó Bea-. Y el único que ha tenido el valor de decirme alguna vez que soy una cursi y una creída.

Velázquez me miró, atónito.

– De eso hace diez años -maticé yo-. Y no lo dije en serio.

– Pues yo aún estoy esperando a que me pida disculpas.

Velázquez rió de buena gana y me tomó el paquete de las manos.

– Me parece que yo aquí estoy de sobra -dijo, abriendo el paquete-. Ah, estupendo. Oye, Daniel, dile a tu padre que ando buscando un libro titulado Matamoros: cartas de juventud desde Ceuta, de Francisco Franco Bahamonde, con prólogo y anotaciones de Pemán.

– Délo por hecho. Le decimos algo en un par de semanas.

– Te tomo la palabra, y me voy ya pitando que me esperan treinta y dos mentes en blanco.

El profesor Velázquez me guiñó un ojo y desapareció en el interior del aula, dejándome a solas con Bea. Yo no sabía adónde mirar.

– Oye, Bea, sobre lo del insulto, de verdad que…

– Te estaba tomando el pelo, Daniel. Ya sé que aquello era cosa de críos, y Tomás ya te dio suficientes palos.

– Aún me duelen.

Bea me sonreía en lo que parecía son de paz, o al menos de tregua.

– Además, tenías razón, soy algo cursi y a veces un poco creída -dijo Bea-. Yo no te caigo muy bien, ¿verdad, Daniel?

La pregunta me pilló totalmente de sorpresa, desarmado, y asustado por lo fácil que era perderle la antipatía a quien se tiene por enemigo en cuanto deja de comportarse como tal.

– No, eso no es verdad.

– Tomás dice que, en realidad, no es que yo te caiga mal, es que no puedes tragar a mi padre y me lo haces pagar a mí, porque con él no te atreves. Y no te culpo. Con mi padre no se atreve nadie.

Me quedé blanco, pero en unos segundos me encontré a mí mismo sonriendo y asintiendo.

– Va a resultar que Tomás me conoce mejor que yo mismo.

– No te extrañe. Mi hermano nos tiene a todos cogido el número, lo que pasa es que nunca dice nada. Pero si algún día se le ocurre abrir la boca, se van a caer las paredes. Él te aprecia mucho, ¿sabes?

Me encogí de hombros, bajando la mirada.

– Siempre habla de ti, y de tu padre y la librería y ese amigo que tenéis trabajando con vosotros, que Tomás dice que es un genio por descubrir. A veces parece que piense que vosotros sois más su verdadera familia que la que tiene en casa.

Le encontré la mirada, dura, abierta, sin miedo. No supe qué decirle y me limité a sonreír. Sentí que me acorralaba con su sinceridad y eché los ojos al patio.

– No sabía que estudiabas aquí.

– Éste es mi primer año.

– ¿Letras?

– Mi padre opina que las ciencias no son para el sexo débil.

– Ya. Mucho número.

– No me importa, porque a mí lo que me gusta es leer, y además aquí se conoce a gente interesante.

– ¿Como el profesor Velázquez?

Bea sonrió de lado.

– Estaré en el primer año, pero sé lo suficiente como para verlos venir de lejos, Daniel. Especialmente a los de su clase.

Me pregunté en qué clase debía clasificarme a mí.

– Además, el profesor Velázquez es amigo de mi padre. Están los dos en el Consejo de la Asociación para la Protección y Fomento de la Zarzuela y la Lírica Española.

Adopté expresión de estar muy impresionado.

– ¿Y qué tal tu novio, el alférez Cascos Buendía?

Se le fue la sonrisa.

– Pablo viene de permiso en tres semanas.

– Estarás contenta.

– Mucho. Es un chico estupendo, aunque ya me imagino lo que debes de pensar de él.

Lo dudo, pensé. Bea me observaba, vagamente tensa. Iba a cambiar de tema, pero la lengua se me adelantó.

– Tomás dice que vais a casaros y que os vais a vivir a El Ferrol.

Asintió sin pestañear.

– En cuanto Pablo termine el servicio militar.