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Con la ayuda de Dios, Antoni Fortuny tenía la certeza de que podía llegar a ser un hombre mejor de lo que lo había sido su propio padre. Pero tarde o temprano, los puños encontraban de nuevo la carne tierna de Sophie y, con el tiempo, Fortuny sintió que si no podía poseerla como esposo, lo haría como verdugo. De este modo, a escondidas, la familia Fortuny dejó pasar los años, silenciando sus corazones y sus almas, hasta el punto que, de tanto callar, olvidaron las palabras para expresar sus verdaderos sentimientos y se transformaron en extraños que convivían bajo un mismo tejado, uno de tantos en la ciudad infinita.

Pasaban ya de las dos y media cuando regresé a la librería. Al entrar, Fermín me lanzó una mirada sarcástica desde lo alto de una escalera, donde le sacaba lustre a una colección de los Episodios nacionales del insigne don Benito.

– Alabados sean los ojos. Ya le creíamos haciendo las Américas, Daniel.

– Me entretuve por el camino. ¿Y mi padre?

– Como usted no venía, marchó él a hacer el resto de las entregas. Me encargó que le dijese a usted que esta tarde se iba a Tiana a valorar la biblioteca privada de una viuda. Su padre es de los que las mata callando. Dijo que no le esperase usted para cerrar.

– ¿Estaba enfadado?

Fermín negó, descendiendo de la escalera con agilidad felina.

– Qué va. Si su padre es un santo. Además estaba muy contento al ver que se ha echado usted novia.

– ¿Qué?

Fermín me guiñó un ojo, relamiéndose.

– Ay, granujilla, qué callado se lo tenía usted. Y qué niña, oiga, para cortar el tráfico. De un fino que de qué. Se conoce que ha ido a buenos colegios, aunque tenía un vicio en la mirada… Mire, si no tuviese yo el corazón robado con la Bernarda, porque no le he contado a usted todavía lo de nuestra merienda… chispas salían, oiga, chispas, que parecía la noche de San Juan…

– Fermín -le corté-. ¿De qué demonios está usted hablando?

– De su novia.

– Yo no tengo novia, Fermín.

– Bueno, ahora ustedes los jóvenes a eso lo llaman cualquier cosa, «güirlifrend» o…

– Fermín, rebobine. ¿De qué está hablando?

Fermín Romero de Torres me miró desconcertado, juntando los dedos de una mano y gesticulando al uso siciliano. A ver. Esta tarde, hará cosa de una hora u hora y media, una señorita de bandera pasó por aquí y preguntó por usted. Su padre de usted y servidor estábamos de cuerpo presente y le puedo asegurar sin lugar a dudas que la muchacha no tenía las pintas de ser un aparecido. Le podría describir a usted hasta el olor. A lavanda, pero más dulce. Como un bollito recién hecho.

– ¿Dijo acaso el bollito que era mi novia?

– Así, con todas las palabras no, pero sonrió como de refilón, ya sabe usted, y dijo que le esperaba el viernes por la tarde. Nosotros nos limitamos a sumar dos y dos.

– Bea… -murmuré yo.

– Ergo, existe -apuntó Fermín, aliviado.

– Sí, pero no es mi novia -dije.

– Pues no sé a qué está usted esperando.

– Es la hermana de Tomás Aguilar.

– ¿Su amigo el inventor?

Asentí.

– Razón de más. Ni que fuese la hermana de Gil Robles, óigame; porque está buenísima. Yo, en su lugar, estaría a la que salta.

– Bea ya tiene novio. Un alférez que está haciendo el servicio.

Fermín suspiró, irritado.

– Ah, el ejército, lacra y reducto tribal del gremialismo simiesco. Mejor, porque así puede usted ponerle la cornamenta sin remordimientos.

– Delira usted, Fermín. Bea se va a casar cuando el alférez termine el servicio.

Fermín me sonrió, ladino.

– Pues mire usted por dónde, a mí me da como que no, que ésa no se casa.

– Usted qué sabrá.

– De mujeres, y de otros menesteres mundanos, bastante más que usted. Como nos enseña Freud, la mujer desea lo contrario de lo que piensa o declara, lo cual, bien mirado, no es tan terrible porque el hombre, como nos enseña Perogrullo, obedece por contra al dictado de su aparato genital o digestivo.

– No me largue discursos, Fermín, que le veo el plumero. Si tiene algo que decir, sintetice.

– Pues mire, en sucinta esencia se lo digo: ésa no tenía cara de casarse con el Cascorro.

– ¿Ah, no? ¿Y de qué tenía cara, a ver?

Fermín se me acercó con aire confidencial.

– De morbo -apuntó, alzando las cejas con aire de misterio-. Y que conste que eso lo digo como un cumplido.

Como siempre, Fermín estaba en lo cierto. Vencido, opté por jugar la pelota en su terreno.

– Hablando de morbo, cuénteme lo de la Bernarda. ¿Hubo beso o no hubo beso?

– No me ofenda, Daniel. Le recuerdo que está usted hablando con un profesional de la seducción, y eso del beso es para amateurs y diletantes de pantufla. A la mujer de verdad se la gana uno poco a poco. Es todo cuestión de psicología, como una buena faena en la plaza.

– O sea, que le dio calabazas.

A Fermín Romero de Torres no le da calabazas ni san Roque. Lo que ocurre es que el hombre, volviendo a Freud y valga la metáfora, se calienta como una bombilla: al rojo en un tris, y frío otra vez en un soplo. La hembra, sin embargo, y esto es ciencia pura, se calienta como una plancha, ¿entiende usted? Poco a poco, a fuego lento, como la buena escudella. Pero eso sí, cuando ha cogido calor, aquello no hay quien lo pare. Como los altos hornos de Vizcaya.

Sopesé las teorías termodinámicas de Fermín.

– ¿Es eso lo que está usted haciendo con la Bernarda? -pregunté-. ¿Poner la plancha al fuego?

Fermín me guiñó un ojo.

– Esa mujer es un volcán al borde de la erupción, con una libido de magma ígneo y un corazón de santa -dijo, relamiéndose-. Por establecer un paralelismo veraz, me recuerda a mi mulatita en La Habana, que era una santera muy devota. Pero, como en el fondo soy un caballero de los de antes, no me aprovecho, y con un casto beso en la mejilla me conformé. Porque yo no tengo prisa, ¿sabe? Lo bueno se hace esperar. Hay pardillos por ahí que se creen que si le ponen la mano en el culo a una mujer y ella no se queja, ya la tienen en el bote. Aprendices. El corazón de la hembra es un laberinto de sutilezas que desafía la mente cerril del varón trapacero. Si quiere usted de verdad poseer a una mujer, tiene que pensar como ella, y lo primero es ganarse su alma. El resto, el dulce envoltorio mullido que le pierde a uno el sentido y la virtud, viene por añadidura.

Aplaudí su discurso con solemnidad.

– Fermín, es usted un poeta.

– No, yo estoy con Ortega y soy un pragmático, porque la poesía miente, aunque en bonito, y lo que yo digo es más verdad que el pan con tomate. Ya lo decía el maestro, enséñeme usted un donjuán y le enseño yo a un mariposón enmascarado. Lo mío es la permanencia, lo perenne. A usted le pongo por testigo que yo de la Bernarda haré una mujer, si no honrada, porque eso ya lo es, al menos feliz.

Le sonreí, asintiendo. Su entusiasmo era contagioso, y su métrica invencible.

– Me la cuide bien, Fermín. Que la Bernarda tiene demasiado corazón y ya se ha llevado demasiados chascos.

– ¿Se cree que no me doy cuenta? Vamos, si lo lleva en la frente como una póliza del patronato de viudas de guerra. Se lo digo yo, que en esto de encajar putadas tengo muchísima experiencia: yo a esa mujer la colmo de dicha aunque sea lo último que haga en este mundo.

– ¿Palabra?

Me tendió la mano con aplomo templario. Se la estreché.

– Palabra de Fermín Romero de Torres.

Tuvimos una tarde lenta en la tienda, con apenas un par de curiosos. En vista del panorama, le sugerí a Fermín que se tomase libre el resto de la tarde.

– Ande, se va usted a buscar a la Bernarda y se la lleva al cine o a mirar escaparates por la calle Puertaferrisa cogida del brazo, que a ella eso le encanta.

Fermín se aprestó a tomarme la palabra y corrió a acicalarse en la trastienda, donde guardaba siempre una muda impecable y toda suerte de colonias y ungüentos en un neceser que hubiera sido la envidia de doña Concha Piquer. Cuando salió parecía un galán de peliculón, pero con treinta kilos menos en los huesos. Vestía un traje que había sido de mi padre y un sombrero de fieltro que le venía un par de tallas grande, problema que solventaba colocando bolas de papel de periódico bajo la copa.

– Por cierto, Fermín. Antes de que se vaya… Quería pedirle un favor.

– Eso está hecho. Usted ordene que yo estoy aquí para obedecer.

– Le voy a pedir que esto quede entre nosotros, ¿eh?, a mi padre ni una palabra.

Sonrió de oreja a oreja.

– Ah, granujilla. Algo que ver con esa chavala imponente, ¿eh?

– No. Éste es un asunto de investigación e intriga. De lo suyo, vamos.

– Bueno, yo de chavalas también sé un rato. Se lo digo por si un día tiene usted una consulta técnica, ya sabe. Con toda confianza, que para eso soy como un médico. Sin ñoñerías.

– Lo tendré en cuenta. Ahora, lo que necesitaría saber es a quién pertenece un apartado de correos en la oficina central de Vía Layetana. Número 2321. Y, a ser posible, quién recoge el correo que llega ahí. ¿Cree usted que podría echarme un cable?

Fermín se anotó el número en el empeine, bajo el calcetín, a bolígrafo.

– Eso es pan comido. A mí no hay organismo oficial que se me resista. Deme unos días y le tendré un informe completo.

– Hemos quedado que a mi padre ni una palabra, ¿eh?