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– Descuide. Hágase cuenta de que soy la esfinge de Keops.

– Se lo agradezco. Y ahora, venga, váyase ya y que se lo pase bien.

Le despedí con un saludo militar y le vi partir gallardo como un gallo rumbo al gallinero. No debía de hacer ni cinco minutos que Fermín se había ido cuando escuché las campanillas de la puerta y alcé la vista de las columnas de cifras y tachones. Un individuo amparado en una gabardina gris y un sombrero de fieltro acababa de entrar. Lucía un bigote pincelado y los ojos azules y vidriosos. Exhibía una sonrisa de vendedor, falsa y forzada. Lamenté que Fermín no estuviese allí, porque él tenía la mano rota para librarse de los viajantes de alcanfores y morralla que ocasionalmente se colaban en la librería. El visitante me brindó su sonrisa grasienta y falsa, cogiendo al azar un tomo de una pila por ordenar y valorar que había junto a la entrada. Todo en él comunicaba desprecio por cuanto veía. No me vas a vender ni las buenas tardes, pensé.

– Cuánta letra, ¿eh? -dijo.

– Es un libro; suelen tener bastantes letras. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

El individuo devolvió el libro a la pila, asintiendo con displicencia e ignorando mi pregunta.

– Es lo que yo digo. Leer es para la gente que tiene mucho tiempo y nada que hacer. Como las mujeres. El que tiene que trabajar no tiene tiempo para cuentos. En la vida hay que pencar. ¿No le parece a usted?

– Es una opinión. ¿Buscaba usted algo en especial?

– No es una opinión; es un hecho. Eso es lo que pasa en este país, que la gente no quiere trabajar. Mucho vago es lo que hay, ¿no le parece a usted?

– No lo sé, caballero. Quizá. Aquí, como ve, sólo vendemos libros.

El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me resultaban vaga mente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde. Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de un incunable. Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición con el traje de los domingos.

– Si me dice en qué puedo servirle…

– Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted el dueño de este establecimiento?

– No. El dueño es mi padre.

– ¿Y su nombre es?

– ¿El mío o el de mi padre?

El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.

– Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.

– Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su visita, si no está interesado en un libro?

– El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en particular invertidos y maleantes.

Le observé atónito.

– ¿Perdón?

El individuo me clavó la mirada.

– Hablo de maricones y ladrones. No me diga que no sabe de lo que hablo.

– Me temo que no tengo la más remota idea, ni interés alguno en seguir escuchándole.

El individuo asintió, adoptando un gesto hostil y airado.

– Pues va a tener que joderse. Supongo que está usted al corriente de las actividades del ciudadano Federico Flaviá.

– Don Federico es el relojero del barrio, una excelente persona y dudo mucho de que sea un maleante.

– Hablaba de maricones. Me consta que la moñarra esa frecuenta su establecimiento, supongo que para comprarles novelillas románticas y pornografía.

– ¿Y puedo preguntarle a usted qué le importa?

Por toda respuesta extrajo su billetero y lo tendió abierto sobre el mostrador. Reconocí una tarjeta de identificación policial mugrienta con el semblante del individuo, algo más joven. Leí hasta donde decía «Inspector jefe Francisco Javier Fumero Almuñiz».

– Joven, a mí hábleme con respeto o les meto a usted y a su padre un paquete que se les va a caer el pelo por vender basura bolchevique. ¿Estamos?

Quise replicar, pero las palabras se me habían quedado congeladas en los labios.

– Pero bueno, el maricón ese no es lo que me trae hasta aquí hoy. Tarde o temprano acabará en jefatura, como todos los de su catadura, y ya lo espabilaré yo. Lo que me preocupa es que tengo informes de que están ustedes empleando a un chorizo vulgar, un indeseable de la peor calaña.

– No sé de quién me habla usted, inspector.

Fumero rió su risita servil y pegajosa, de camarilla y comadreo.

– Dios sabe qué nombre utilizará ahora. Hace años hacía llamar Wilfredo Camagüey, as del mambo, y decía ser experto en vudú, profesor de danza de don Juan de Borbón y amante de Mata Hari. Otras veces adopta nombres de embajadores, artistas de variedades o toreros. Ya hemos perdido la cuenta.

– Siento no poder ayudarle, pero no conozco a nadie llamado Wilfredo Camagüey.

– Seguro que no, pero sabe a quién me refiero, ¿verdad?

– No.

Fumero rió de nuevo. Aquella risa forzada y amanerada le definía y resumía como un índice.

– A usted le gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad? Mire, yo he venido aquí en plan de amigo para advertirles y prevenirles de que quien mete a un indeseable en casa acaba con los dedos escaldados y usted me trata de embustero.

– En absoluto. Yo le agradezco su visita y su advertencia, pero le aseguro que no ha…

– A mí no me venga con estas mierdas, porque si me sale de los cojones le pego un par de hostias y le cierro el chiringuito, ¿estamos? Pero hoy estoy de buenas, así que le voy a dejar sólo con la advertencia. Usted sabrá qué compañías elige. Si le gustan los maricones y los ladrones, es que tendrá usted algo de ambos. Conmigo, las cosas claras. O está usted de mi lado o contra mí. Así es la vida. ¿En qué quedamos?

No dije nada. Fumero asintió, soltando otra risita.

– Muy bien, Sempere. Usted mismo. Mal empezamos usted y yo. Si quiere problemas, los tendrá. La vida no es como las novelas, ¿sabe usted? En la vida hay que tomar un bando. Y está claro cuál ha elegido usted. El de los que pierden por burros.

– Le voy a pedir que se vaya usted, por favor.

Se alejó hacia la puerta arrastrando su risita sibilina.

– Volveremos a vernos. Y dígale a su amigo que el inspector Fumero le tiene echado el ojo y que le envía muchos recuerdos.

La visita del infausto inspector y el eco de sus palabras me incendiaron la tarde. Después de quince minutos de corretear tras el mostrador con las tripas estrechándoseme en un nudo, decidí cerrar la librería antes de la hora y salir a la calle a caminar sin rumbo. No podía quitarme del pensamiento las insinuaciones y las amenazas que había hecho aquel aprendiz de matarife. Me preguntaba si debía alertar a mi padre y a Fermín sobre aquella visita, pero supuse que aquélla había sido precisamente la intención de Fumero, sembrar la duda, la angustia, el miedo y la incertidumbre entre nosotros. Decidí que no iba a seguirle el juego. Por otro lado, las insinuaciones acerca del pasado de Fermín me alarmaban. Me avergoncé de mí mismo al descubrir que por un instante había dado crédito a las palabras del policía. Tras darle muchas vueltas, concluí sellar aquel episodio en algún rincón de mi memoria e ignorar sus implicaciones. De regreso a casa, crucé frente a la relojería del barrio. Don Federico me saludó desde el mostrador, haciéndome señas para que entrase en su establecimiento. El relojero era un personaje afable y sonriente que nunca se olvidaba de felicitar una fiesta y al que siempre se podía acudir para solventar cualquier apuro, con la tranquilidad de que él encontraría la solución. No pude evitar sentir un escalofrío al saberle en la lista negra del inspector Fumero, y me pregunté si debía avisarle, aunque no imaginaba cómo sin inmiscuirme en materias que no eran de mi incumbencia. Más confundido que nunca, entré en la relojería y le sonreí.

– ¿Qué tal, Daniel? Menuda cara traes.

– Un mal día -dije-. ¿Qué tal todo, don Federico?

– Sobre ruedas. Los relojes cada vez están peor hechos y me harto a trabajar. Si esto sigue así, voy a tener que coger un ayudante. Tu amigo, el inventor, ¿no estaría interesado? Seguro que tiene buena mano para esto.

No me costó imaginar lo que opinaría el padre de Tomas Aguilar sobre la perspectiva de que su hijo aceptase un empleo en el establecimiento de don Federico, mariquilla oficial del barrio.

– Ya se lo comentaré.

– Por cierto, Daniel. Tengo por aquí el despertador que me trajo tu padre hace dos semanas. No sé lo que le hizo, pero le valdría más comprar uno nuevo que arreglarlo.

Recordé que a veces, en las noches de verano asfixiantes, a mi padre le daba por salir a dormir al balcón.

– Se le cayó a la calle -dije.

– Ya me parecía a mí. Dile que me diga el qué. Yo le puedo conseguir un Radiant a muy buen precio. Si quieres, mira, te lo llevas y que lo pruebe. Si le gusta, ya me lo pagará. Y si no, me lo devuelves.

– Muchas gracias, don Federico.

El relojero procedió a envolverme el armatoste en cuestión.

– Alta tecnología -decía, complacido-. Por cierto, me encantó el libro que me vendió el otro día Fermín. Uno de Graham Greene. Ese Fermín es un fichaje de primera.

Asentí.

– Sí, vale un montón.

– Me he dado cuenta de que nunca lleva reloj. Dile que se pase por aquí y lo arreglamos.

– Así lo haré. Gracias, don Federico.

Al darme el despertador, el relojero me observó con detenimiento y arqueó las cejas.

– ¿Seguro que no pasa nada, Daniel? ¿Sólo un mal día?

Asentí de nuevo, sonriendo.

– No pasa nada, don Federico. Cuídese.

– Tú también, Daniel.

Al llegar a casa encontré a mi padre dormido en el sofá con el periódico sobre el pecho. Dejé el despertador sobre la mesa con una nota que decía «de parte de don Federico: que tires el viejo», y me deslicé sigilosamente hasta mi habitación. Me tendí en la cama en la penumbra y me quedé dormido pensando en el inspector, en Fermín y en el relojero. Cuando me desperté eran ya las dos de la mañana. Me asomé al pasillo y vi que mi padre se había retirado a su habitación con el nuevo despertador. El piso estaba en tinieblas y el mundo me parecía un lugar mas oscuro y siniestro de lo que se me había antojado la noche anterior. Comprendí que, en el fondo, nunca había llegado a creer que el inspector Fumero fuese real. Ahora me parecía uno entre mil. Fui a la cocina y me serví un vaso de leche fría. Me pregunté si Fermín estaría bien, sano y salvo en su pensión.