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– Lo siento, pero puedo ofrecerle un caramelo Sugus, que está demostrado que lleva la misma nicotina que un Montecristo y además una barbaridad de vitaminas.

El portero frunció el ceño con cierta incredulidad, pero asintió. Le brindé el Sugus de limón que me había dado Fermín una eternidad atrás y que había descubierto dentro del doblez del forro de mi bolsillo. Confié en que no estuviese rancio.

– Está bueno -dictaminó el portero, rechupeteando el caramelo gomoso.

– Masca usted el orgullo de la industria confitera nacional. El Generalísimo se los traga como peladillas. Y dígame, ¿oyó usted mencionar alguna vez a la hija de los Aldaya, Penélope?

El portero se apoyó en el escobón a modo de pensador erecto de Rodin.

– Me parece que se equivoca usted. Los Aldaya no tenían hijas. Eran todos muchachos.

– ¿Está usted seguro? Me consta que allá por el año 19 vivía en esta casa una joven llamada Penélope Aldaya, que probablemente era hermana del tal Jorge.

– Podría ser, pero ya le digo que yo sólo estoy aquí desde el 20.

Y la finca, ¿a quién pertenece ahora?

– Que yo sepa está todavía en venta, aunque hablaban de tirarla y construir un colegio. Es lo mejor que pueden hacer, la verdad. Derribarla hasta los cimientos.

– ¿Por qué lo dice?

El portero me miró con aire confidencial. Al sonreír observé que le faltaban al menos cuatro dientes de la encía superior.

– Esa gente, los Aldaya. No eran trigo limpio, ya sabe usted lo que se dice.

– Me temo que no. ¿Qué se dice?

– Ya sabe. Los ruidos y demás. Yo, creer en esos cuentos, no creo, ¿eh?, pero dicen que más de uno ha manchado los calzones ahí dentro.

– No me diga que la casa está encantada -dije, reprimiendo una sonrisa.

– Usted ríase. Pero cuando el río suena…

– ¿Usted ha visto algo?

– Lo que se dice ver, no. Pero he oído.

– ¿Ha oído? ¿El qué?

– Mire, una vez hará años, una noche que acompañé al Joanet, porque él insistió, ¿eh?, que a mí no se me había perdido nada allí… lo que decía, que oí algo raro allí. Como un llanto.

El portero me ofreció una imitación de viva voz del sonido al que se refería. A mí me pareció la letanía de un tísico tarareando coplillas.

– Sería el viento -sugerí.

– Sería, pero a mí se me pusieron por corbata, la verdad. Oiga, no tendrá otro caramelillo de ésos, ¿verdad?

– Acépteme una pastilla Juanola. Tonifican muchísimo después del dulce.

– Venga -convino el portero, plantando la mano para recolectar.

Le entregué el estuche entero. El tirón del regaliz pareció lubricarle un poco más la lengua sobre aquella rocambolesca historia del palacete Aldaya.

– Entre usted y yo, aquí hay tela. Una vez el Joanet, el hijo del señor Miravell, que es un tiarrón que hace dos de usted (con decirle que está en la selección nacional de balonmano)… pues unos amigotes del señorito Joanet habían oído hablar de la casa de los Aldaya, y lo liaron. Y él me lió a mí para que lo acompañase, porque mucho hablar pero no se atrevía a entrar solo. Ya sabe usted, niñatos. Se empeñó en meterse de noche allí dentro para hacerse el gallito con la novia y por poco se mea encima. Porque ahora la ve usted de día, pero de noche esta casa es otra, ¿eh? El caso es que el Joanet dice que subió al segundo piso (porque yo me negué a entrar, oiga, que eso no debe de ser legal, aunque por entonces la casa ya llevaba lo menos diez años abandonada) y dijo que allí había algo. Le pareció oír como una voz en una habitación pero, cuando quiso entrar, la puerta se le cerró en las narices. ¿Qué le parece?

– Me parece una corriente de aire -dije.

– O de otra cosa -apuntó el portero, bajando la voz-. El otro día venía en la radio: el universo está lleno de misterios. Fíjese usted que parece que han encontrado la verdadera sábana santa en pleno centro de Sardanyola. La habían cosido en la pantalla de un cine, para ocultarla de los musulmanes, que la quieren usar para decir que Jesucristo era negro. ¿Qué le parece?

– No tengo palabras.

– Lo que yo le diga. Mucho misterio. Esa finca la tendrían que tirar abajo y echar cal en el terreno.

Agradecí al señor Remigio la información y me dispuse a descender la avenida de vuelta hasta San Gervasio. Alcé la vista y vi que la montaña del Tibidabo amanecía entre nubes de gasa. Me apeteció de repente acercarme hasta el funicular y escalar la ladera hasta el antiguo parque de atracciones en su cima para perderme entre sus carruseles y sus salones de autómatas, pero había prometido estar a tiempo en la librería. De vuelta hacia la estación del metro imaginé a Julián Carax bajando por aquella misma acera y contemplando aquellas mismas fachadas solemnes que apenas habían cambiado desde entonces, con sus escalinatas y jardines de estatuas, quizá esperando aquel tranvía azul que trepaba de puntillas al cielo. Al llegar al pie de la avenida saqué la fotografía de Penélope Aldaya sonriendo en el patio del palacete familiar. Sus ojos prometían el alma limpia y un futuro por escribir. «Te quiere, Penélope.»

Imaginé a un Julián Carax con mis años sosteniendo aquella imagen en sus manos, tal vez a la sombra del mismo árbol que me amparaba a mí. Casi me parecía verle, sonriente, seguro de sí, contemplando un futuro tan amplio y luminoso como aquella avenida, y por un instante pensé que no había más fantasmas allí que los de la ausencia y la pérdida, y que aquella luz que me sonreía era de prestado y sólo valía mientras la pudiera sostener con la mirada, segundo a segundo.

18

Al regresar a casa comprobé que Fermín o mi padre ya habían abierto la librería. Subí un momento al piso a tomar un bocado rápido. Mi padre me había dejado tostadas, mermelada y un termo de café en la mesa del comedor. Di buena cuenta de todo ello y volví a bajaren menos de diez minutos. Entré a la librería por la puerta de la trastienda que daba al vestíbulo del edificio y acudí a mi armario. Me coloqué el delantal que solía utilizar en la tienda para proteger la ropa del polvo de cajas y estanterías. En el fondo del armario conservaba una caja de latón que todavía olía a galletas de Camprodón. Allí guardaba todo tipo de cachivaches inútiles pero de los que era incapaz de desprenderme: relojes y estilográficas dañadas sin remedio, monedas viejas, piezas de miniaturas, canicas, casquillos de bala que había encontrado en el parque del Laberinto y postales viejas de la Barcelona de principio de siglo. Entre toda aquella morralla flotaba todavía el viejo pedazo de diario donde Isaac Monfort me había anotado la dirección de su hija Nuria la noche que acudí al Cementerio de los Libros Olvidados para ocultar La Sombra del Viento. Lo estudié en la luz polvorienta que caía entre estantes y cajas apiladas. Cerré el estuche y me guardé la dirección en el monedero. Me asomé a la tienda, decidido a ocupar la mente y las manos en la tarea más banal que se pusiera a tiro.

– Buenos días -anuncié.

Fermín clasificaba el contenido de varias cajas que habían llegado de un coleccionista de Salamanca, y mi padre se las veía y deseaba para descifrar un catálogo alemán de apócrifa luterana que tenía nombre de embutido fino.

– Y mejores tardes nos dé Dios -canturreó Fermín, en velada alusión a mi cita con Bea.

No le di el gusto de responder y decidí encarar el inevitable trago mensual de poner al día el libro de la contabilidad, cotejando recibos y hojas de envío, cobros y pagos. Meciendo nuestra serena monotonía estaba la radio, que nos obsequiaba con una selección de momentos escogidos en la carrera de Antonio Machín, muy en boga por entonces. A mi padre los ritmos caribeños le soliviantaban un tanto los nervios, pero los toleraba porque a Fermín le recordaban su añorada Cuba. La escena se repetía cada semana: mi padre hacía oídos sordos y Fermín se abandonaba en un vago meneo al compás del danzón, puntuando los interludios comerciales con anécdotas de sus aventuras en La Habana. La puerta de la tienda estaba abierta y entraba un aroma dulce a pan fresco y a café que invitaba al optimismo. Al cabo de un rato nuestra vecina la Merceditas, que venía de hacer la compra en el mercado de la Boquería, se detuvo frente al escaparate y se asomó por la puerta.

– Buenas, señor Sempere -canturreó.

Mi padre le sonrió, sonrojado. A mí me daba la impresión de que la Merceditas le gustaba, pero su ética de cartujo le confería un silencio inquebrantable. Fermín la miraba de refilón, relamiéndose y siguiendo el suave balanceo de caderas como si acabase de entrar un brazo de gitano por la puerta. La Merceditas abrió una bolsa de papel y nos obsequió con tres manzanas relucientes. Me imaginé que aún le rondaba por la cabeza la idea de trabajar en la librería y hacía pocos esfuerzos por ocultar la antipatía que parecía inspirarle Fermín, el usurpador.

– Mire qué majas. Las he visto y me he dicho: éstas para los señores Sempere -dijo con tono melindroso-. Que yo sé que a ustedes los intelectuales las manzanas les gustan, como a Isaac Peral.

– Isaac Newton, capullito de alelí -precisó Fermín, solícito.

La Merceditas le lanzó una mirada asesina.

– Ya salió el listo. Pues agradezca usted que le haya traído también una, y no un pomelo que es lo que merece.

– Pero mujer, si para mí la ofrenda que sus manos núbiles me hacen de ésta, la fruta del pecado original, me inflama el cañamazo de…

– Fermín, haga el favor -atajó mi padre.

– Sí, señor Sempere -acató Fermín, batiéndose en retirada.

Estaba la Merceditas por replicarle a Fermín cuando se oyó un revuelo. Nos quedamos todos en silencio, expectantes. En la calle se alzaban voces de indignación y se desataba una algarabía de murmuraciones. La Merceditas se asomó a la puerta, prudente. Vimos pasar a varios comerciantes azorados, negando por lo bajo. No tardó en presentarse don Anacleto Olmo, vecino del inmueble y portavoz oficioso de la Real Academia de la Lengua en la escalera. Don Anacleto era catedrático de instituto, licenciado en Literatura Española y Humanidades varias, y compartía el segundo primera con siete gatos. En los ratos que le dejaba libre la docencia hacía doblete como redactor de textos de contraportada para una editorial de prestigio y, se rumoreaba, componía versos de erótica crepuscular que publicaba con el seudónimo de Rodolfo Pitón. En el trato personal, don Anacleto era un hombre afable y encantador, pero en público se sentía obligado a representar el papel de rapsoda y afectaba unos hablares que le habían granjeado el mote del Gongorino.