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Aquella mañana, el catedrático traía el rostro púrpura de congoja, y casi le temblaban las manos con que sostenía su bastón de marfil. Le miramos los cuatro, intrigados.

– Don Anacleto, ¿qué pasa? -preguntó mi padre.

– Franco ha muerto, diga que sí -apuntó Fermín, esperanzado.

– Usted calle, animal -cortó la Merceditas-. Y deje hablar al señor doctor.

Don Anacleto respiró hondo y, recuperando la compostura, pasó a referirnos el parte de acontecimientos con su acostumbrada majestuosidad.

– Amigos, la vida es drama y hasta las más nobles criaturas del señor saborean las hieles de un destino caprichoso y contumaz. Ayer noche, de madrugada, mientras la ciudad dormía ese sueño tan merecido de los pueblos laboriosos, don Federico Flaviá i Pujades, estimado vecino que tanto ha contribuido al enriquecimiento y solaz de esta barriada en su rol de relojero desde su establecimiento sito a apenas tres puertas de ésta, su librería, fue arrestado por las fuerzas de seguridad del Estado.

Sentí que se me caía el alma a los pies.

– Jesús, María y José -apostilló la Merceditas.

Fermín resopló, decepcionado, pues a la vista estaba que el jefe del Estado seguía gozando de excelente salud. Don Anacleto, ya embalado, tomó aire y se dispuso a continuar.

– Al parecer, y a fe del relato fidedigno que me ha sido revelado por fuentes próximas a la Dirección General de Policía, dos condecorados miembros de la Brigada Criminal de incógnito sorprendieron a don Federico poco después de la medianoche de ayer ataviado de mujerona y entonando cuplés de letra picante en el escenario de un tugurio de la calle Escudillers, para mayor beneficio de una audiencia presuntamente compuesta por débiles mentales. Estas criaturas olvidadas de Dios, fugadas la misma tarde del Cotolengo de una orden religiosa, se habían bajado los pantalones en el frenesí del espectáculo y bailoteaban sin decoro dando palmas con la umbría enhiesta y los morros babeantes.

La Merceditas se santiguó, sobrecogida por el giro escabroso que adquirían los hechos.

– Las madres de algunos de los pobres inocentes, al ser informadas del latrocinio, presentaron denuncia por escándalo público y atentado a la moral más elemental. La prensa, ave rapaz que medra en la desgracia y el oprobio, no tardó en olfatear la carnaza y, merced a las argucias de un soplón profesional, no habían transcurrido ni cuarenta minutos de la llegada a la escena de los dos miembros de la autoridad cuando se personó en dicho local Kiko Calabuig, reportero as del diario El Caso, más conocido como remenamerda, dispuesto a cubrir los hechos que fueren menester para que su crónica negra llegase antes del cierre de la edición de hoy donde, huelga decirlo, se califica con chabacanería amarillista el espectáculo habido en el local de dantesco y escalofriante en titulares del cuerpo veinticuatro.

– No puede ser -dijo mi padre-. Pero si parecía que don Federico hubiera escarmentado.

Don Anacleto asintió con vehemencia pastoral.

– Sí, pero no olvide el refranero, acervo y voz de nuestro sentir más hondo, que ya lo dice: la cabra tira al monte, y no sólo de bromuro vive el hombre. Y aún no han oído ustedes lo peor.

– Pues vaya al grano vuesa merced, que con tanto vuelo metafórico me están entrando ganas de hacer de vientre -protestó Fermín.

– Ni caso le haga a este animal, que a mí me gusta mucho como habla usted. Es como el No-Do, señor doctor -intercedió la Merceditas.

– Gracias, hija, pero sólo soy un humilde maestro. Pero a lo que iba, sin más dilación, preámbulo ni floritura. Al parecer el relojero, que en el momento de su detención respondía al nombre artístico de La Niña er Peine, ha sido ya detenido en similares circunstancias en un par de ocasiones que constan en los anales del acontecer criminal de los guardianes de la paz.

– Diga mejor maleantes con placa -espetó Fermín.

– Yo en política no me meto. Pero puedo decirles que, tras derribar al pobre don Federico del escenario de un botellazo certero, los dos agentes lo condujeron a la comisaría de Vía Layetana. En otra coyuntura, con suerte, la cosa no hubiera pasado de chanza y a lo mejor un par de bofetadas y/o vejaciones menores, pero se dio la funesta circunstancia de que ayer noche andaba por allí el célebre inspector Fumero.

– Fumero -murmuró Fermín, a quien la sola mención de su némesis le había causado un estremecimiento.

– El mismo. Como iba diciendo, el adalid de la seguridad ciudadana, recién llegado de una redada triunfal en un local ilegal de apuestas y carreras de cucarachas ubicado en la calle Vigatans, fue informado de lo sucedido por la angustiada madre de uno de los muchachos extraviados del Cotolengo y presunto cerebro de la fuga, Pepet Guardiola. En éstas, el notable inspector, que al parecer llevaba entre pecho y espalda doce carajillos de Soberano desde la cena, decidió tomar cartas en el asunto. Tras estudiar los agravantes en danza, Fumero se aprestó a indicar al sargento de guardia que tanta (y cito el vocábolo en su más descarnada literalidad pese a la presencia de una señorita por su valor documental en relación al suceso) mariconada merecía escarmiento y que lo que el relojero, oséase don Federico Flaviá i Pujades, soltero y natural de la localidad de Ripollet, necesitaba, por su bien y por el del alma inmortal de los mozalbetes mongoloides cuya presencia era accesoria pero determinante en el caso, era pasar la noche en el calabozo común del subsótano de la institución en compañía de una selecta pléyade de hampones. Como probablemente sabrán ustedes, dicha celda es célebre entre el elemento criminal por lo inhóspito y precario de sus condiciones sanitarias, y la inclusión de un ciudadano de a pie en la lista de huéspedes es siempre motivo de jolgorio por lo que comporta de lúdico y de novedoso a la monotonía de la vida carcelaria.

Llegado este punto, don Anacleto procedió a esbozar una breve pero entrañable semblanza del carácter de la víctima, por otro lado de todos bien conocido.

– No es necesario que les recuerde que el señor Flaviá i Pujades ha sido bendecido con una personalidad frágil y delicada, todo bondad y piedad cristiana. Si una mosca se cuela en la relojería, en vez de matarla a alpargatazos, abre la puerta y las ventanas de par en par para que al insecto, criatura del Señor, se lo lleve la corriente de vuelta al ecosistema. Don Federico, me consta, es hombre de fe, muy devoto e involucrado en las actividades de la parroquia que, sin embargo, ha tenido que convivir toda su vida con un tenebroso tirón al vicio que, en contadísimas ocasiones, le ha vencido y le ha echado a la calle disfrazado de mujeruca. Su habilidad para reparar desde relojes de pulsera hasta máquinas de coser siempre fue proverbial y su persona apreciada por todos quienes le conocimos y frecuentamos su establecimiento, incluso por aquellos que no veían con buenos ojos sus ocasionales escapadas nocturnas luciendo pelucón, peineta y vestido de lunares.

– Habla usted como si estuviese muerto -aventuró Fermín, consternado.

– Muerto no, gracias a Dios.

Suspiré, aliviado. Don Federico vivía con una madre octogenaria y totalmente sorda, conocida en el barrio como La Pepita y famosa por soltar unas ventosidades huracanadas que hacían caer aturdidos a los gorriones de su balcón.

– Poco imaginaba La Pepita que su Federico -continuó el catedrático- había pasado la noche en una celda cochambrosa, donde un orfeón de macarras y navajeros se lo habían rifado cual putón verbenero para luego, una vez ahítos de sus carnes magras, propinarle una paliza de órdago mientras el resto de presos coreaban con alegría la «maricón, maricón, come mierda mariposón».

Se apoderó de nosotros un silencio sepulcral. La Merceditas sollozaba. Fermín quiso consolarla con un tierno abrazo, pero ella se zafó de un brinco.

19

– Imagínense ustedes el cuadro -concluyó don Anacleto para consternación de todos.

El epílogo de la historia no mejoraba las expectativas. A media mañana, un furgón gris de jefatura había dejado tirado a don Federico a la puerta de su casa. Estaba ensangrentado, con el vestido hecho jirones, sin su peluca ni su colección de bisutería fina. Se le habían orinado encima y tenía la cara llena de magulladuras y cortes. El hijo de la panadera lo había encontrado acurrucado en el portal, llorando como un niño y temblando.

– No hay derecho, no señor -comentó la Merceditas, apostada a la puerta de la librería, lejos de las manos de Fermín-. Pobrecillo, si es más bueno que el pan y no se mete con nadie. ¿Que le gusta vestirse de faraona y salir a cantar? ¿Y qué más dará? Es que la gente es mala.

Don Anacleto callaba, con la mirada baja.

– Mala no -objetó Fermín-. Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad o, como en el caso de don Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.