– A mí no me mire -dijo mi padre-. Yo aquí sólo vengo de acompañarte.
Barceló suspiró y me observó detenidamente. A ver, niño, pero ¿tú qué es lo que quieres?
– Lo que quiero es saber quién es Julián Carax, y dónde puedo encontrar otros libros que haya escrito.
Barceló rió por lo bajo y enfundó de nuevo su billetera, reconsiderando a su adversario.
– Vaya, un académico. Sempere, pero ¿qué le da usted de comer a este crío? -bromeó.
El librero se inclinó hacia mí con tono confidencial y, por un instante, me pareció entrever en su mirada un cierto respeto que no había estado allí momentos atrás.
– Haremos un trato -me dijo-. Mañana domingo, por la tarde, te pasas por la biblioteca del Ateneo y preguntas por mí. Tú te traes tu libro para que lo pueda examinar bien, y yo te cuento lo que sé de Julián Carax. Quid pro quo.
– ¿Quid pro qué?
– Latín, chaval. No hay lenguas muertas, sino cerebros aletargados. Parafraseando, significa que no hay duros a cuatro pesetas, pero que me has caído bien y te voy a hacer un favor.
Aquel hombre destilaba una oratoria capaz de aniquilar las moscas al vuelo, pero sospeché que si quería averiguar algo sobre Julián Carax, más me valdría quedar en buenos términos con él. Le sonreí beatíficamente, mostrando mi deleite con los latinajos y su verbo fácil.
– Recuerda, mañana, en el Ateneo -sentenció el librero-. Pero trae el libro, o no hay trato.
– De acuerdo.
La conversación se desvaneció lentamente en el murmullo de los demás contertulios, derivando hacia la discusión de unos documentos encontrados en los sótanos de El Escorial que sugerían la posibilidad de que don Miguel de Cervantes no había sido sino el seudónimo literario de una velluda mujerona toledana. Barceló, ausente, no participó en el debate bizantino y se limitó a observarme desde su monóculo con una sonrisa velada. O quizá tan sólo miraba el libro que yo sostenía en las manos.
2
Aquel domingo, las nubes habían resbalado del cielo y las calles yacían sumergidas bajo una laguna de neblina ardiente que hacía sudar los termómetros en las paredes. A media tarde, rondando ya los treinta grados, partí rumbo a la calle Canuda para mi cita con Barceló en el Ateneo con mi libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era -y aún es- uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavía no ha recibido noticias de su jubilación. La escalinata de piedra ascendía desde un patio palaciego hasta una retícula fantasmal de galerías y salones de lectura donde invenciones como el teléfono, la prisa o el reloj de muñeca resultaban anacronismos futuristas. El portero, o quizá tan sólo fuera una estatua de uniforme, apenas pestañeó a mi llegada. Me deslicé hasta el primer piso, bendiciendo las aspas de un ventilador que susurraba entre lectores adormecidos derritiéndose como cubitos de hielo sobre sus libros y diarios.
La silueta de don Gustavo Barceló se recortaba junto a las cristaleras de una galería que daba al jardín interior del edificio. Pese a la atmósfera casi tropical, el librero vestía sus habituales galas de figurín y su monóculo brillaba en la penumbra como una moneda en el fondo de un pozo. junto a él distinguí una figura enfundada en un vestido de alpaca blanca que se me antojó un ángel esculpido en brumas. Al eco de mis pasos, Barceló entornó la mirada y me hizo un ademán para que me aproximase.
– Daniel, ¿verdad? -preguntó el librero-. ¿Has traído el libro?
Asentí por duplicado y acepté la silla que Barceló me brindaba junto a él y a su misteriosa acompañante. Durante varios minutos, el librero se limitó a sonreír plácida mente, ajeno a mi presencia. Al poco abandoné toda esperanza de que me presentase a quien fuera que fuese la dama de blanco. Barceló se comportaba como si ella no estuviese allí y ninguno de los dos pudiese verla. La observé de reojo, temeroso de encontrar su mirada, que seguía perdida en ninguna parte. Su rostro y sus brazos vestían una piel pálida, casi traslúcida. Tenía los rasgos afilados, dibujados a trazo firme bajo una cabellera negra que brillaba como piedra humedecida. Le calculé unos veinte años a lo sumo, pero algo en su porte y en el modo en que el alma parecía caerle a los pies, como las ramas de un sauce, me hizo pensar que no tenía edad. Parecía atrapada en ese estado de perpetua juventud reservado a los maniquíes en los escaparates de postín. Estaba intentando leerle el pulso bajo aquella garganta de cisne cuando advertí que Barceló me observaba fijamente.
– Entonces, ¿vas a decirme dónde encontraste ese libro? -preguntó.
– Lo haría, pero prometí a mi padre guardar el secreto -aduje.
– Ya veo. Sempere y sus misterios -dijo Barceló-. Ya me figuro yo dónde. Menuda potra has tenido, chaval. A eso le llamo yo encontrar una aguja en un campo de azucenas. A ver, ¿me lo dejas ver?
Le tendí el libro, y Barceló lo tomó en sus manos con infinita delicadeza.
– Lo has leído, supongo.
– Sí, señor.
– Te envidio. Siempre me ha parecido que el momento para leer a Carax es cuando todavía se tiene el corazón joven y la mente limpia. ¿Sabías que ésta fue la última novela que escribió?
Negué en silencio.
– ¿Sabes cuántos ejemplares como éste hay en el mercado, Daniel?
– Miles, supongo.
– Ninguno -precisó Barceló-. Excepto el tuyo. El resto fueron quemados.
– ¿Quemados?
Barceló se limitó a ofrecer su sonrisa hermética, pasando hojas del libro y acariciando el papel como si fuese una seda única en el universo. La dama de blanco se volvió lentamente. Sus labios esbozaron una sonrisa tímida y temblorosa. Sus ojos palpaban el vacío, pupilas blancas como el mármol. Tragué saliva. Estaba ciega.
– Tú no conoces a mi sobrina Clara, ¿verdad? -preguntó Barceló.
Me limité a negar, incapaz de quitar la mirada de aquella criatura con tez de muñeca de porcelana y ojos blancos, los ojos más tristes que he visto jamás.
– En realidad, la experta en Julián Carax es Clara, por eso la he traído -dijo Barceló.
– Es más, pensándolo bien, creo que con vuestro permiso yo me voy a retirar a otra sala a inspeccionar este volumen mientras vosotros habláis de vuestras cosas. ¿Os parece?
Le miré, atónito. El librero, pirata hasta la sepultura y ajeno a mis reservas, se limitó a darme una palmadita en la espalda y partió con mi libro bajo el brazo.
– Le has impresionado, ¿sabes? -dijo la voz a mi espalda.
Me volví para descubrir la sonrisa leve de la sobrina del librero, tanteando en el vacío. Tenía la voz de cristal, transparente y tan frágil que me pareció que sus palabras se quebrarían si la interrumpía a media frase.
– Mi tío me ha dicho que te ofreció una buena suma por el libro de Carax, pero que tú la rechazaste -añadió Clara-.Te has ganado su respeto.
– Cualquiera lo diría -suspiré.
Observé que Clara ladeaba la cabeza al sonreír y que sus dedos jugueteaban con un anillo que parecía una guirnalda de zafiros.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó.
– Casi once años -respondí-. ¿Y usted?
Clara rió ante mi insolente inocencia.
– Casi el doble, pero tampoco es como para que me trates de usted.
– Parece usted más joven -apunté, intuyendo que aquello podía ser una buena salida a mi indiscreción.
– Me fiaré de ti entonces, porque yo no sé qué aspecto tengo -repuso, sin abandonar su sonrisa a media vela-. Pero si te parezco más joven, razón de más para que me trates de tú.
– Lo que usted diga, señorita Clara.
Observé detenidamente sus manos abiertas como alas sobre su regazo, su talle frágil insinuándose bajo los pliegues de alpaca, el dibujo de sus hombros, la extrema palidez de si garganta y el cierre de sus labios, que hubiera querido acariciar con la yema de los dedos. Nunca antes había tenido la oportunidad de examinar a una mujer tan de cerca y con tanta precisión sin temor a encontrarme con su mirada.
– ¿Qué miras? -preguntó Clara, no sin cierta malicia.
– Su tío dice que es usted una experta en Julián Carax -improvisé, con la boca seca.
– Mi tío sería capaz de decir cualquier cosa con tal de pasar un rato a solas con un libro que le fascine -adujo Clara-. Pero tú debes preguntarte cómo alguien que está ciego puede ser experto en libros si no los puede leer.
– No se me había ocurrido, la verdad.
– Para tener casi once años no mientes mal. Vigila, o acabarás como mi tío.
Temiendo meter la pata por enésima vez, me limité a permanecer sentado en silencio, contemplándola embobado.
– Anda, acércate -dijo ella.
– ¿Perdón?
– Acércate sin miedo. No te voy a comer.
Me incorporé de la silla y me aproximé hasta donde Clara estaba sentada. La sobrina del librero alzó la mano derecha, buscándome a tientas. Sin saber bien cómo debía proceder, hice otro tanto y le ofrecí mi mano. La tomó en su mano izquierda, y Clara me ofreció en silencio su derecha. Comprendí instintivamente lo que me pedía, y la guié hasta mi rostro. Su tacto era firme y delicado a un tiempo. Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pómulos. Permanecí inmóvil, casi sin atreverme a respirar, mientras Clara leía mis facciones con sus manos. Mientras lo hacía, sonreía para sí y pude advertir que sus labios se entrecerraban, como murmurando en silencio. Sentí el roce de sus manos en la frente, en el pelo y en los párpados. Se detuvo sobre mis labios, dibujándolos en silencio con el índice y el anular. Los dedos le olían a canela. Tragué saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la brava y agradeciendo a la divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi sonrojo, que hubiera bastado para prender un habano a un palmo de distancia.
3
Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me robó el corazón, la respiración y el sueño. Al amparo de la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi piel una maldición que habría de perseguirme durante años. Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explicó su historia y cómo ella había tropezado, también por casualidad, con las páginas de Julián Carax. El accidente había tenido lugar en un pueblo de la Provenza. Su padre, abogado de prestigio vinculado al gabinete del presidente Companys, había tenido la clarividencia de enviar a su hija y a su esposa a vivir con su hermana al otro lado de la frontera al inicio de la guerra civil. No faltó quien opinase que aquello era una exageración, que en Barcelona no iba a pasar nada y que en España, cuna y pináculo de la civilización cristiana, la barbarie era cosa de los anarquistas, y éstos, en bicicleta y con parches en los calcetines, no podían llegar muy lejos. Los pueblos no se miran nunca en el espejo, decía siempre el padre de Clara, y menos con una guerra entre las cejas. El abogado era un buen lector de la historia y sabía que el futuro se leía en las calles, las factorías y los cuarteles con más claridad que en la prensa de la mañana. Durante meses les escribió todas las semanas. Al principio lo hacía desde el bufete de la calle Diputación, luego sin remite y, finalmente, a escondidas, desde una celda en el castillo de Montjuïc donde, como a tantos, nadie le vio entrar y de donde nunca volvió a salir.