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Me abrió la puerta una señora en bata acolchada a cuadros color turquesa, pantuflas y un casco de rulos. En la penuria de luz me pareció un buzo. A su espalda, la voz aterciopelada del padre Martín Calzado dedicaba unas palabras al patrocinador del programa, los productos de belleza Aurorín, predilectos de los peregrinos al santuario de Lourdes y verdadera mano de santo con pústulas y verrugones irreverentes.

– Buenas tardes. Estaba buscando a la señora Monfort.

– ¿La Nurieta? Se equivoca usted de puerta, joven. Es ahí enfrente.

– Usted perdone. Es que he llamado y no había nadie.

– ¿No será un acreedor, verdad? -preguntó de pronto la vecina con el recelo de la experiencia.

– No. Vengo de parte del padre de la señora Monfort.

– Ah, bueno. La Nurieta estará abajo, leyendo. ¿No la ha visto usted al subir?

Al bajar a la calle comprobé que la mujer de los cabellos plateados y el libro en las manos seguía varada en su banco de la plaza. La observé con detenimiento. Nuria Monfort era una mujer mas que atractiva, de rasgos tallados para figurines de moda y retratos de estudio, a la que la juventud parecía estar escapándosele por la mirada. Había algo de su padre en aquel talle frágil y pincelado. Supuse que debía de rondar los cuarenta y pocos, dejándome llevar, si acaso, por los trazos de cabello plateado y las líneas que ajaban un rostro que, a media luz, hubiera podido pasar por diez años más joven.

– ¿Señora Monfort?

Me miró como quien despierta de un trance, sin verme.

– Mi nombre es Daniel Sempere. Su padre me dio sus señas hace algún tiempo y me dijo que tal vez usted podría hablarme sobre Julián Carax.

Al oír estas palabras, toda expresión de ensueño se desvaneció de su rostro. Intuí que mencionar a su padre no había sido un acierto.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó con recelo.

Sentí que si no ganaba su confianza en aquel mismo instante, habría perdido mi oportunidad. La única carta que podía jugar era decir la verdad.

– Permítame que me explique. Hace ocho años, casi por casualidad, encontré en el Cementerio de los Libros Olvidados una novela de Julián Carax que usted había ocultado allí para evitar que un hombre que se hace llamar Laín Coubert la destruyese -dije.

Me miró fijamente, inmóvil, como si temiese que el mundo fuera a desmoronarse a su alrededor.

– Sólo le voy a robar unos minutos -añadí-. Se lo prometo.

Asintió, abatida.

– ¿Cómo está mi padre? -preguntó, rehuyéndome la mirada.

– Bien. Algo mayor ya. La extraña a usted mucho.

Nuria Monfort dejó escapar un suspiro que no supe descifrar.

– Mejor que suba usted a casa. No quiero hablar de esto en la calle.

20

Nuria Monfort vivía en sombras. Un angosto pasillo conducía a un comedor que hacía las veces de cocina, biblioteca y oficina. De camino pude entrever un dormitorio modesto, sin ventanas. Aquello era todo. El resto de la vivienda se reducía a un baño minúsculo, sin ducha ni pica, por el que penetraban toda suerte de aromas, desde los olores de las cocinas del bar de abajo al aliento de cañerías y tuberías que rondaban el siglo. Aquella casa yacía en perpetua penumbra, un balcón de oscuridades sostenido entre muros despintados. Olía a tabaco negro, a frío y a ausencias. Nuria Monfort me observaba mientras yo fingía no reparar en lo precario de su vivienda.

– Bajo a la calle a leer porque en el piso apenas hay luz -dijo-. Mi marido ha prometido regalarme un flexo cuando vuelva a casa.

– ¿Está su esposo de viaje?

– Miquel está en la cárcel.

– Disculpe, no sabía…

– No tenía usted por qué saberlo. No me avergüenza decírselo, porque mi marido no es un criminal. Esta última vez se lo llevaron por imprimir octavillas para el sindicato de metalurgia. De eso hace ya dos años. Los vecinos creen que está en América, de viaje. Mi padre tampoco lo sabe, y no me gustaría que se enterase.

– Quede tranquila. Por mí no habrá de saberlo -dije.

Se tramó un silencio tenso y supuse que ella veía en mí a un espía de Isaac.

– Debe de ser duro sacar adelante la casa, sola -dije tontamente, por llenar aquel vacío.

– No es fácil. Saco lo que puedo con las traducciones, pero con un marido en prisión no da para mucho. Los abogados me han desangrado y estoy de deudas hasta el cuello. Traducir da casi tan poco como escribir.

Me observó como si esperase alguna respuesta. Me limité a sonreír dócilmente.

– ¿Traduce usted libros?

– Ya no. Ahora he empezado a traducir impresos, contratos y documentos de aduanas, porque se paga mucho mejor. Traducir literatura da una miseria, aunque algo más que escribirla, la verdad. La comunidad de vecinos ya ha intentado echarme un par de veces. Lo de menos es que me retrase en los pagos de los gastos de la comunidad. Imagínese usted, hablando idiomas y llevando pantalones. Más de uno me acusa de tener en este piso una casa de citas. Otro gallo me cantaría…

Confié en que la penumbra ocultase mi sonrojo.

– Perdone. No sé por qué le cuento todo esto. Le estoy avergonzando.

– Es culpa mía. Yo he preguntado.

Se rió, nerviosa. La soledad que desprendía aquella mujer quemaba.

– Se parece usted un poco a Julián -dijo de repente-. En la manera de mirar y en los gestos. Él hacía como usted. Se quedaba callado, mirándote sin que pudieses saber lo que pensaba, y una iba y como una tonta le contaba cosas que más valdría callarse… ¿puedo ofrecerle algo?, ¿café con leche?

– Nada, gracias. No se moleste.

– No es molestia. Iba a hacerme uno para mí.

Algo me hizo sospechar que aquel café con leche era toda su comida del mediodía. Decliné de nuevo la invitación y la vi retirarse hasta un rincón del comedor donde había un hornillo eléctrico.

– Póngase cómodo -dijo, dándome la espalda.

Miré a mi alrededor y me pregunté cómo. Nuria Monfort tenía su despacho en un escritorio que ocupaba la esquina junto al balcón. Una máquina de escribir Underwood reposaba junto a un quinqué y una estantería repleta de diccionarios y manuales. No había fotos de familia, pero la pared frente al escritorio estaba recubierta de tarjetas postales, todas ellas estampas de un puente que recordaba haber visto en algún sitio pero que no pude identificar, quizá París o Roma. Al pie de este mural, el escritorio respiraba una pulcritud y una meticulosidad casi obsesiva. Los lápices estaban afilados y alineados a la perfección. Los papeles y carpetas estaban ordenados y dispuestos en tres hileras simétricas. Cuando me volví me di cuenta de que Nuria Monfort me observaba desde el umbral del pasillo. Me contemplaba en silencio, como se mira a los extraños en la calle o en el metro. Encendió un cigarrillo y permaneció donde estaba, su rostro velado en las volutas de humo azul. Pensé que Nuria Monfort destilaba, a su pesar, trazas de mujer fatal, de las que encandilaban a Fermín cuando aparecían entre las nieblas de una estación en Berlín envueltas en halos de luz imposible, y que tal vez su propio aspecto la aburría.

– No hay mucho que contar -empezó-. Conocí a Julián hace más de veinte años, en París. Por aquel entonces, yo trabajaba para la editorial Cabestany. El señor Cabestany había adquirido los derechos de las novelas de Julián por dos duros. Yo había empezado a trabajar en el departamento de administración, pero cuando el señor Cabestany se enteró de que hablaba francés, italiano y algo de alemán me puso al cargo de adquisiciones y me hizo su secretaria personal. Entre mis funciones estaba el mantener la correspondencia con autores y editores extranjeros con quienes la editorial tenía tratos, y así es cómo entré en contacto con Julián Carax.

– Su padre me contó que eran ustedes buenos amigos.

– Mi padre le diría que tuvimos una aventura o algo así. ¿No es verdad? Según él, yo echo a correr detrás de cualquier par de pantalones como si fuese una perra en celo.

La sinceridad y el desparpajo de aquella mujer me robaban las palabras. Tardé demasiado en urdir una respuesta aceptable. Para entonces, Nuria Monfort sonreía para sí y negaba con la cabeza.

– No le haga ni caso. Mi padre sacó esa idea de un viaje que tuve que hacer a París en el año 33 para resolver unos asuntos del señor Cabestany con Gallimard. Estuve una semana en la ciudad y me hospedé en el apartamento de Julián por la sencilla razón de que el señor Cabestany prefería ahorrarse el hotel. Ya ve usted qué romántico. Hasta entonces había mantenido mi relación con Julián Carax estrictamente por carta, normalmente para tratar asuntos de derechos de autor, galeradas y temas de edición. Lo que sabía de él, o me imaginaba, lo había sacado de la lectura de los manuscritos que nos enviaba.

– ¿Le contaba él algo acerca de su vida en París?

– No. A Julián no le gustaba hablar de sus libros o de sí mismo. No me pareció que fuese feliz en París, aunque me dio la impresión de que era de esas personas que no pueden ser felices en ninguna parte. La verdad es que nunca llegué a conocerle a fondo. No se dejaba. Era un hombre muy reservado y a veces me parecía que había dejado de interesarle el mundo y la gente. El señor Cabestany le tenía por muy tímido y un tanto lunático, pero a mí me pareció que Julián vivía en el pasado, encerrado con sus recuerdos. Julián vivía de puertas adentro, para sus libros y dentro de ellos, como un prisionero de lujo.

– Lo dice usted como si le envidiase.

– Hay peores cárceles que las palabras, Daniel.

Me limité a asentir, sin saber muy bien a qué se refería.

– ¿Hablaba Julián alguna vez de esos recuerdos, de sus años en Barcelona?