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– Muy poco. En la semana que estuve en su casa, en París, me contó algo de su familia. Su madre era francesa, profesora de música. Su padre tenía una sombrerería o algo así. Sé que era un hombre muy religioso, muy estricto.

– ¿Le explicó Julián la clase de relación que tenía con él?

– Sé que se llevaban a morir. La cosa venía de largo. De hecho, la razón de que Julián marchase a París fue para evitar que su padre le metiese en el ejército. Su madre le había prometido que antes de que eso sucediese, se lo llevaría lejos de aquel hombre.

– Aquel hombre era su padre, después de todo.

Nuria Monfort sonrió. Lo hacía apenas con una insinuación en la comisura de los labios y un brillo triste y cansino en la mirada.

– Aunque lo fuera, nunca se comportó como tal y Julián nunca lo consideró así. En una ocasión me confesó que, antes de casarse, su madre había tenido una aventura con un desconocido cuyo nombre nunca quiso revelar. Ese hombre era el verdadero padre de Julián.

– Eso parece el arranque de La Sombra del Viento. ¿Cree que le dijo la verdad?

Nuria Monfort asintió.

Julián me explicó que había crecido viendo cómo el sombrerero, porque así era como él le llamaba, insultaba y pegaba a su madre. Después entraba en el dormitorio de Julián para decirle que él era hijo del pecado, que había heredado el carácter débil y miserable de su madre y que iba a ser un desgraciado toda su vida, un fracasado en cualquier cosa que se propusiera…

– ¿Sentía Julián rencor hacia su padre?

– El tiempo enfría estas cosas. Nunca me pareció que Julián le odiase. Quizá hubiera sido mejor así. Mi impresión es que le había perdido completamente el respeto al sombrerero a fuerza de tanto numerito. Julián hablaba de aquello como si no le importara, como si fuese parte de un pasado que había dejado atrás, pero esas cosas nunca se olvidan. Las palabras con que se envenena el corazón de un hijo, por mezquindad o por ignorancia, se quedan enquistadas en la memoria y tarde o temprano le queman el alma.

Me pregunté si hablaba por experiencia propia y me vino de nuevo a la mente la imagen de mi amigo Tomás Aguilar escuchando estoicamente las arengas de su augusto progenitor.

– ¿Qué edad tenía entonces Julián?

– Ocho o diez años, imagino.

Suspiré.

– En cuanto tuvo edad de ingresar en el ejército, su madre se lo llevó a París. No creo que ni se despidieran. El sombrerero nunca entendió que su familia le abandonase.

– ¿Oyó mencionar alguna vez a Julián a una muchacha llamada Penélope?

– ¿Penélope? Creo que no. Lo recordaría.

– Era una novia suya, de cuando todavía vivía en Barcelona.

Extraje la fotografía de Carax y Penélope Aldaya y se la tendí. Vi que se le iluminaba la sonrisa al ver a un Julián Carax adolescente. Se la comía la nostalgia, la pérdida.

– Qué jovencito estaba aquí… ¿es ésta la tal Penélope?

Asentí.

– Muy guapa. Julián siempre se las arreglaba para acabar rodeado de mujeres bonitas.

Como usted, pensé.

– ¿Sabe usted si tenía muchas…?

Aquella sonrisa de nuevo, a mi costa.

– ¿Novias? ¿Amigas? No lo sé. A decir verdad, nunca le oí hablar de ninguna mujer en su vida. Una vez, por pincharle, le pregunté. Sabrá usted que se ganaba la vida tocando el piano en una casa de alterne. Le pregunté si no se sentía tentado, todo el día rodeado de bellezas de virtud fácil. No le hizo gracia la broma. Me respondió que él no tenía derecho a amar a nadie, que merecía estar solo.

– ¿Dijo por qué?

– Julián nunca decía el porqué.

– Aun así, al final, poco antes de regresar a Barcelona en 1936, Julián Carax iba a casarse.

– Eso dijeron.

– ¿Lo duda usted?

Se encogió de hombros, escéptica.

– Como le digo, en todos los años que nos conocimos, Julián nunca me había mencionado a ninguna mujer en especial, mucho menos a una con la que fuera a casarse. Lo de la supuesta boda me llegó de oídas más tarde. Neuval, el último editor de Carax, le contó a Cabestany que la novia era una mujer veinte años mayor que Julián, una viuda adinerada y enferma. Según Neuval, esta mujer lo había estado más o menos manteniendo durante años. Los médicos le daban seis meses de vida, como mucho un año. Según Neuval, ella quería casarse con Julián para que él fuese su heredero.

– Pero la ceremonia nunca llegó a celebrarse.

– Si es que alguna vez existió tal plan o tal viuda.

– Según tengo entendido, Carax se vio envuelto en un duelo, al amanecer del mismo día en que iba a contraer matrimonio. ¿Sabe con quién o por qué?

– Neuval supuso que se trataba de alguien relacionado con la viuda. Un pariente lejano y codicioso que temía ver la herencia ir a parar a manos de un advenedizo. Neuval publicaba sobre todo folletines, y me parece que el género se le había subido a la cabeza.

– Veo que no da usted mucho crédito a la historia de la boda y el duelo.

– No. Nunca la creí.

– ¿Qué piensa usted que sucedió entonces? ¿Por qué regresó Carax a Barcelona?

Sonrió con tristeza.

– Hace diecisiete años que me hago esa pregunta.

Nuria Monfort encendió otro cigarrillo. Me ofreció uno. Me sentí tentado de aceptar, pero negué.

– Pero tendrá usted alguna sospecha -sugerí.

– Todo lo que sé es que en el verano de 1936, al poco de estallar la guerra, un empleado de la morgue municipal llamó a la editorial para decir que habían recibido el cadáver de Julián Carax tres días antes. Le habían encontrado muerto en un callejón del Raval, vestido con andrajos y una bala en el corazón. Llevaba encima un libro, un ejemplar de La Sombra del Viento, y su pasaporte. El sello indicaba que había cruzado la frontera con Francia un mes antes. Dónde había estado durante ese tiempo, nadie lo sabe. La policía contactó a su padre, pero éste se negó a hacerse cargo del cuerpo alegando que él no tenía hijo. Después de dos días sin que nadie reclamase el cadáver, fue enterrado en una fosa común en el cementerio de Montjuïc. No pude ni llevarle unas flores, porque nadie supo decirme dónde había sido enterrado. Al empleado de la morgue, que se había quedado el libro que encontró en la chaqueta de Julián, se le ocurrió llamar a la editorial Cabestany días después. Así es como supe lo sucedido. No lo pude entender. Si a Julián le quedaba alguien a quien recurrir en Barcelona, era yo, o como mucho el señor Cabestany. Éramos sus únicos amigos, pero nunca nos dijo que había vuelto. Sólo supimos que había regresado a Barcelona después de muerto…

– ¿Pudo averiguar algo más después de recibir la noticia de su muerte?

– No. Eran los primeros meses de la guerra y Julián no era el único que había desaparecido sin dejar ni rastro. Nadie habla de eso ya, pero hay muchas tumbas sin nombre como la de Julián. Preguntar era como darse con la cabeza contra la pared. Con la ayuda del señor Cabestany, que por entonces ya estaba muy enfermo, presenté quejas a la policía y tiré de todos los hilos que pude. Lo único que conseguí fue recibir la visita de un inspector joven, un tipo siniestro y arrogante, que me dijo que me convenía dejar de hacer preguntas y concentrar mis esfuerzos en una actitud más positiva, porque el país estaba en plena cruzada. Ésas fueron sus palabras. Se llamaba Fumero, es todo lo que recuerdo. Ahora parece que es todo un personaje. Le mencionan mucho en los diarios. A lo mejor ha oído hablar usted de él.

Tragué saliva.

– Vagamente.

– No volví a oír hablar de Julián hasta que un individuo se puso en contacto con la editorial y se interesó por adquirir los ejemplares que quedasen en el almacén de las novelas de Carax.

– Laín Coubert.

Nuria Monfort asintió.

– ¿Tiene idea de quién era ese hombre?

– Tengo una sospecha, pero no estoy segura. En marzo de 1936, me acuerdo porque por entonces estábamos preparando la edición de La Sombra del Viento, una persona llamó a la editorial pidiendo su dirección. Dijo que era un viejo amigo y que quería visitar a Julián en París. Darle una sorpresa. Me lo pasaron a mí y yo le dije que no estaba autorizada a darle esa información.

– ¿Le dijo quién era?

– Un tal Jorge.

– ¿Jorge Aldaya?

– Es posible. Julián le había mencionado en más de una ocasión. Me parece que habían estudiado juntos en el colegio de San Gabriel y que a veces se refería a él como si hubiera sido su mejor amigo.

– ¿Sabía usted que Jorge Aldaya era el hermano de Penélope?

Nuria Monfort frunció el ceño, desconcertada.

– ¿Le dio usted a Aldaya la dirección de Julián en París? -pregunté.

– No. Me dio mala espina.

– ¿Qué dijo él?

– Se rió de mí, me dijo que ya la encontraría por otro conducto y me colgó el teléfono.

Algo parecía estar carcomiéndola. Empecé a sospechar adónde nos conducía la conversación.

– Pero usted volvió a oír hablar de él, ¿no es así?

Asintió nerviosamente.

– Como le decía, al poco de la desaparición de Julián, aquel hombre se presentó en la editorial Cabestany. Por entonces, el señor Cabestany ya no podía trabajar y su hijo mayor se había hecho cargo de la empresa. El visitante, Laín Coubert, se ofreció a comprar todos los restos de existencias que quedasen de las novelas de Julián. Yo pensé que debía de tratarse de un chiste de mal gusto. Laín Coubert era un personaje de La Sombra del Viento.

– El diablo.

Nuria Monfort asintió.

– ¿Llegó usted a ver a Laín Coubert?

Negó y encendió su tercer cigarrillo.

– No. Pero oí parte de la conversación con el hijo en el despacho del señor Cabestany.

Dejó la frase colgada, como si temiese completarla o no supiera cómo hacerlo. El cigarrillo le temblaba en los dedos.

– Su voz -dijo-. Era la misma voz del hombre que llamó por teléfono diciendo ser Jorge Aldaya. El hijo de Cabestany, un imbécil arrogante, quiso pedirle más dinero. El tal Coubert dijo que tenía que pensar en la oferta. Aquella misma noche, el almacén de la editorial en Pueblo Nuevo ardió, y los libros de Julián con él.