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– ¿Y tú dónde te metes, mocoso de mierda

– Perdóneme usted, madre. Me perdí.

– Tú estás perdido desde el día que naciste.

Años más tarde, cada vez que introducía su revólver en la boca de un prisionero y apretaba el gatillo, el inspector jefe Francisco Javier Fumero habría de evocar el día en que vio el cráneo de su madre estallar como una sandía madura en las inmediaciones de un merendero de Las Planas y no sintió nada, apenas el tedio de las cosas muertas. La Guardia Civil, alertada por el encargado del establecimiento, que había oído el disparo, encontró al muchacho sentado en una roca sosteniendo la escopeta en su regazo, todavía tibia. Contemplaba impávido el cuerpo decapitado de María Craponcia, alias Yvonne, cubierto de insectos. Al ver aproximarse a los guardias se limitó a encogerse de hombros, el rostro salpicado de gotas de sangre como si se lo estuviese comiendo la viruela. Siguiendo los sollozos, los guardias encontraron a Ramón el Unicojonio acurrucado junto a un árbol a treinta metros de allí, entre la maleza. Temblaba como un niño y fue incapaz de hacerse entender. El teniente de la Guardia Civil, tras mucho cavilar, dictaminó que el suceso había sido un trágico accidente y así lo hizo constar en el atestado, que no en su conciencia. Al preguntarle al muchacho si podían hacer algo por él, Francisco Javier Fumero preguntó si podía conservar aquella vieja escopeta, porque de mayor quería ser soldado…

– ¿Se encuentra usted bien, señor Romero de Torres?

La súbita aparición de Fumero en el relato del padre Fernando Ramos me había dejado helado, pero el efecto sobre Fermín había sido fulminante. Amarilleaba y le temblaban las manos.

– Es una bajada de tensión -improvisó Fermín con un hilo de voz-. Este clima catalán a las gentes del sur a veces nos mortifica.

– ¿Puedo ofrecerle un vaso de agua? -preguntó el sacerdote, consternado.

– Si su ilustrísima no tiene inconveniente. Y quizá una chocolatina, por aquello de la glucosa…

El sacerdote le escanció un vaso de agua, que Fermín apuró ávidamente.

– Todo lo que tengo son caramelos de eucalipto. ¿Le sirven?

– Dios se lo pague.

Fermín engulló un puñado de caramelos y, al rato, pareció recuperar cierta palidez.

– ¿Este muchacho, el hijo del conserje que perdió heroicamente el escroto defendiendo las colonias, está usted seguro de que se llamaba Fumero, Francisco Javier Fumero?

– Sí. Completamente. ¿Acaso le conocen ustedes?

– No -entonamos los dos en polifonía.

El padre Fernando frunció el ceño.

– No sería de extrañar. Francisco Javier ha acabado siendo un personaje tristemente célebre.

– No estamos seguros de comprenderle…

– Me entienden ustedes de maravilla. Francisco Javier Fumero es inspector jefe de la Brigada Criminal de Barcelona y su reputación es sobradamente conocida incluso por los que no salimos de este recinto. Y usted al oír su nombre ha encogido varios centímetros, diría yo.

– Ahora que lo menciona vuecencia, el nombre tiene una cierta musiquilla familiar…

El padre Fernando nos miró de reojo.

– Este muchacho no es hijo de Julián Carax. ¿Me equivoco?

– Hijo espiritual, eminencia, que moralmente tiene mas peso.

– ¿En qué clase de embrollo están ustedes metidos? ¿Quién les envía?

Tuve entonces la certeza de que estábamos a punto de salir despedidos a puntapiés del despacho del sacerdote y opté por silenciar a Fermín y, por una vez, jugar la carta de la honestidad.

– Tiene usted razón, padre. Julián Carax no es mi padre. Pero no nos envía nadie. Hace años tropecé por casualidad con un libro de Carax, un libro que se creía desaparecido, y desde entonces he intentado averiguar más sobre él y esclarecer las circunstancias de su muerte. El señor Romero de Torres me ha prestado su ayuda…

– ¿Qué libro?

– La Sombra del Viento. ¿Lo ha leído usted?

– He leído todas las novelas de Julián.

– ¿Las conserva usted?

El sacerdote negó.

– ¿Puedo preguntarle qué hizo con ellas?

– Años atrás alguien entró en mi habitación y les prendió fuego.

– ¿Sospecha usted de alguien?

– Por supuesto. De Fumero. ¿No es por eso por lo que están ustedes aquí?

Fermín y yo intercambiamos una mirada de perplejidad.

– ¿El inspector Fumero? ¿Por qué habría él de querer quemar esos libros?

– ¿Quién si no? Durante el último año que pasamos juntos en el colegio, Francisco Javier intentó matar a Julián con la escopeta de su padre. Si Miquel no le hubiese detenido…

– ¿Por qué intentó matarle? Julián había sido su único amigo.

– Francisco Javier estaba obsesionado con Penélope Aldaya. Nadie lo sabía. No creo que ni la misma Penélope hubiera reparado en la existencia del muchacho. Mantuvo el secreto durante años. Al parecer seguía a Julián sin que él lo supiera. Creo que un día le vio besarla. No lo sé. Lo que sé es que intentó matarle a plena luz del día. Miquel Moliner, que nunca se había fiado de Fumero, se abalanzó sobre él y le detuvo en el último momento. El agujero del balazo aún se puede ver junto a la entrada. Cada vez que paso me acuerdo de aquel día.

– ¿Qué pasó con Fumero?

– Él y su familia fueron expulsados del recinto. Creo que a Francisco Javier le metieron durante una temporada en un internado. No supimos de él hasta un par de años más tarde, cuando su madre murió en un accidente de caza. No hubo tal accidente. Miquel había tenido razón desde el principio. Francisco Javier Fumero es un asesino.

– Si yo le contara… -musitó Fermín.

– Pues no estaría de más que me contasen ustedes algo, algo verídico, para variar.

– Le podemos decir que Fumero no fue quien quemó sus libros.

– ¿Quién fue entonces?

– Con toda seguridad fue un hombre con el rostro desfigurado por el fuego que se hace llamar Laín Coubert.

– ¿No es ése…?

Asentí.

– El nombre de un personaje de Carax. El diablo.

El padre Fernando se reclinó en su butaca, casi tan perdido como nosotros.

– Lo que parece cada vez más claro es que Penélope Aldaya es el centro de todo este asunto, y es de ella de quien menos sabemos -apuntó Fermín.

– No creo que yo pueda ayudarles ahí. Apenas la vi, de lejos, un par o tres de veces. Cuanto sé de ella es lo que me contó Julián, que no era mucho. La única persona a quien oí mencionar el nombre de Penélope alguna vez fue a Jacinta Coronado.

– ¿Jacinta Coronado?

– El aya de Penélope. Había criado a Jorge y a Penélope. Los quería con locura, especialmente a Penélope. A veces venía al colegio a recoger a Jorge, porque a don Ricardo Aldaya no le gustaba que sus hijos pasaran un segundo sin la vigilancia de alguien de la casa. Jacinta era un ángel. Había oído decir que yo, como Julián, éramos muchachos de recursos modestos y siempre nos traía algo de merendar porque creía que pasábamos hambre. Yo le decía que mi padre era el cocinero, que no se preocupase que de comer no me faltaba. Pero ella insistía. Yo la esperaba a veces y hablaba con ella. Era la mujer más buena que jamás he conocido. No tenía hijos, ni novio conocido. Estaba sola en el mundo y había dado la vida por criar a los hijos de los Aldaya. Adoraba a Penélope con toda su alma. Aún habla de ella…

– ¿Está usted todavía en contacto con Jacinta?

– La visito a veces en el asilo de Santa Lucía. Ella no tiene a nadie. El Señor, por razones que nos están veladas al entendimiento, no siempre nos premia en vida. Jacinta es una mujer muy mayor ya y sigue tan sola como siempre lo estuvo.

Fermín y yo intercambiamos una mirada.

– ¿Y Penélope? ¿No la ha visitado nunca?

La mirada del padre Fernando era un pozo de negrura.

– Nadie sabe qué se hizo de Penélope. Esa muchacha era la vida de Jacinta. Cuando los Aldaya se marcharon a América y ella la perdió, lo perdió todo.

– ¿Por qué no se la llevaron con ella? ¿Marchó Penélope también a la Argentina, con el resto de los Aldaya? -pregunté.

El sacerdote se encogió de hombros.

– No lo sé. Nadie volvió a ver a Penélope o a oír hablar de ella después de 1919.

– El año que Carax marchó a París -observó Fermín.

– Tienen que prometerme ustedes que no van a molestar a esa pobre anciana para desenterrar recuerdos dolorosos.

– ¿Por quién nos toma el mosén? -preguntó Fermín, airado.

Sospechando que no nos iba a sacar nada más, el padre Fernando nos hizo jurarle que le mantendríamos informado de lo que averiguásemos. Fermín, para tranquilizarlo, se empeñó en jurar sobre un Nuevo Testamento que yacía en el escritorio del sacerdote.

– Deje los Evangelios tranquilos. Me basta con su palabra.

– No deja pasar usted una, ¿eh, padre? ¡Qué fiera!

– Venga, les acompaño hasta la salida.

Nos guió a través del jardín hasta la verja de lanzas y se detuvo a una distancia prudencial de la salida, contemplando la calle que serpenteaba de bajada hacia el mundo real, como si temiera evaporarse si se aventuraba unos pasos más allá. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que el padre Fernando había abandonado el recinto del colegio de San Gabriel.

– Lo sentí mucho cuando supe que Julián había fallecido -dijo con voz queda-. Pese a todo lo que pasó luego y a que nos distanciamos con el tiempo, fuimos buenos amigos: Miquel, Aldaya, Julián y yo. Incluso Fumero. Siempre creí que íbamos a ser inseparables, pero la vida debe de saber algo que nosotros no sabemos. No he vuelto a tener amigos como aquéllos, y no creo que los vuelva a tener. Espero que encuentre usted lo que busca, Daniel.