Выбрать главу

– Pero si no es mi chica.

– Pues gánesela antes de que se la lleve otro, especialmente un soldadito de plomo.

– Habla usted como si Bea fuese un trofeo.

– No, como si fuese una bendición -corrigió Fermín-. Mire, Daniel. El destino suele estar a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería: sus tres encarnaciones más socorridas. Pero lo que no hace es visitas a domicilio. Hay que ir a por él.

Dediqué el resto del trayecto a considerar esta perla filosófica mientras Fermín emprendía otra cabezadita, menester para el que tenía un talento napoleónico. Nos bajamos del autobús en la esquina de Gran Vía y paseo de Gracia bajo un cielo de ceniza que se comía la luz. Abotonándose la gabardina hasta el gaznate, Fermín anunció que partía a toda prisa rumbo a su pensión con la intención de acicalarse para su cita con la Bernarda.

– Hágase cargo de que con una presencia mayormente modesta como la mía, la toilette no baja de noventa minutos. No hay genio sin figura; ésa es la triste realidad de estos tiempos faranduleros. Vanitas pecata mundi.

Le vi alejarse por la Gran Vía, apenas un bosquejo de hombrecillo amparado en su gabardina gris que aleteaba como una bandera raída al viento. Puse rumbo a casa, donde planeaba reclutar un buen libro y esconderme del mundo. Al doblar la esquina de Puerta del Ángel y la calle Santa Ana, el corazón me dio un vuelco. Fermín, como siempre, había estado en lo cierto. El destino me aguardaba frente a la librería luciendo traje de lana gris, zapatos nuevos y medias de seda, y estudiando su reflejo en el escaparate.

– Mi padre cree que estoy en misa de doce -dijo Bea sin alzar la vista de su propia imagen.

– Como si lo estuvieses. Aquí, a menos de veinte metros, en la iglesia de Santa Ana llevan en sesión continua desde las nueve de la mañana.

Hablábamos como dos desconocidos detenidos casualmente frente a un escaparate, buscándonos la mirada en el cristal.

– No es como para hacer broma. He tenido que recoger una hoja dominical para ver de qué iba el sermón. Luego me pedirá que le haga una sinopsis detallada.

– Tu padre está en todo.

– Ha jurado partirte las piernas.

– Antes tendrá que averiguar quién soy. Y mientras yo las tenga enteras, corro mas que él.

Bea me observaba tensa, mirando por encima del hombro a los transeúntes que se deslizaban a nuestra espalda en soplos de gris y de viento.

– No sé de qué te ríes -dijo-. Lo dice en serio.

– No me río. Estoy muerto de miedo. Pero es que me alegra verte.

Una sonrisa a media asta, nerviosa, fugaz.

– A mí también -concedió Bea.

– Lo dices como si fuese una enfermedad.

– Es peor que eso. Pensaba que si volvía a verte a la luz del día, a lo mejor entraba en razón.

Me pregunté si aquello era un cumplido o una condena.

– No pueden vernos juntos, Daniel. No así, en plena calle.

– Si quieres podemos entrar en la librería. En la trastienda hay una cafetera y…

– No. No quiero que nadie me vea entrar o salir de aquí. Si alguien me ve hablar ahora contigo, siempre puedo decir que me he tropezado con el mejor amigo de mi hermano por casualidad. Si nos ven dos veces juntos, levantaremos sospechas.

Suspiré.

– ¿Y quién va a vernos? ¿A quién le importa lo que hagamos?

– La gente siempre tiene ojos para lo que no le importa, y mi padre conoce a media Barcelona.

– ¿Entonces por qué has venido hasta aquí a esperarme?

– No he venido a esperarte. He venido a misa, ¿te acuerdas? Tú mismo lo has dicho. A veinte metros de aquí…

– Me das miedo, Bea. Mientes todavía mejor que yo.

– Tú no me conoces, Daniel.

– Eso dice tu hermano.

Nuestras miradas se encontraron en el reflejo.

– Tú me enseñaste algo la otra noche que no había visto jamás -murmuró Bea-. Ahora me toca a mí.

Fruncí el ceño, intrigado. Bea abrió su bolso, extrajo una tarjeta de cartulina doblada y me la tendió.

– No eres el único que sabe misterios en Barcelona, Daniel. Tengo una sorpresa para ti. Te espero en esta dirección hoy a las cuatro. Nadie debe saber que hemos quedado allí.

– ¿Cómo sabré que he dado con el sitio correcto?

– Lo sabrás.

La miré de reojo, rogando que me estuviese tomando el pelo.

– Si no vienes, lo entenderé -dijo Bea-. Entenderé que ya no quieres verme más.

Sin concederme un instante para responder, Bea se dio la vuelta y se alejó a paso ligero hacia las Ramblas. Me quedé sosteniendo la tarjeta en la mano y la palabra en los labios, persiguiéndola con la mirada hasta que su silueta se fundió en la penumbra gris que precedía a la tormenta. Abrí la tarjeta. En el interior, en trazo azul, se leía una dirección que conocía bien.

Avenida del Tibidabo, 32

27

La tormenta no esperó al anochecer para asomar los dientes. Los primeros relámpagos me sorprendieron al poco de tomar un autobús de la línea 22. Al rodear la plaza Molina y ascender Balmes arriba, la ciudad ya se desdibujaba bajo telones de terciopelo líquido, recordándome que apenas había tomado la precaución de coger un mísero paraguas.

– Hay que tener valor -murmuró el conductor cuando solicité parada.

Pasaban ya diez minutos de las cuatro cuando el autobús me dejó en un eslabón perdido al final de la calle Balmes a merced de la tormenta. Al frente, la avenida del Tibidabo se desvanecía en un espejismo acuoso bajo cielo de plomo. Conté hasta tres y eché a correr bajo la lluvia. Minutos más tarde, empapado hasta la médula y tiritando de frío, me detuve al amparo de un portal para recuperar el aliento. Ausculté el resto del trayecto. El aliento helado de la tormenta arrastraba un velo gris que enmascaraba el contorno espectral de palacetes y caserones enterrados en la niebla. Entre ellos se alzaba el torreón oscuro y solitario del palacete Aldaya, varado entre la arboleda ondulante. Me retiré el pelo empapado que me caía sobre los ojos y eché a correr hacia allí, cruzando la avenida desierta.

La portezuela de la verja se balanceaba al viento. Más allá se abría un sendero ondulante que ascendía hasta el caserón. Me colé por la portezuela y me adentré en la finca. Entre la maleza se adivinaban pedestales de estatuas derrocadas sin piedad. Al aproximarme hacia el caserón advertí que una de las estatuas, la efigie de un ángel purificador, había sido abandonada en el interior de una fuente que coronaba el jardín. La silueta de mármol ennegrecido brillaba como un espectro bajo la lámina de agua que se desbordaba en el estanque. La mano del ángel ígneo emergía de las aguas; un dedo acusador, afilado como una bayoneta, señalaba la puerta principal de la casa. El portón de roble labrado se adivinaba entreabierto. Empujé la puerta y me aventuré unos pasos en un recibidor cavernoso, los muros fluctuando bajo la caricia de una vela.

– Creí que no vendrías -dijo Bea.

Su silueta se perfilaba en un corredor clavado en la penumbra, recortada en la claridad mortecina de una galería que se abría al fondo. Estaba sentada en una silla, contra la pared, con una vela a sus pies.

– Cierra la puerta -indicó sin levantarse-. La llave está puesta en la cerradura.

Obedecí. La cerradura crujió con un eco sepulcral. Escuché los pasos de Bea acercándose a mi espalda y sentí su roce en la ropa empapada.

– Estás temblando. ¿Es de miedo o de frío?

– Aún no lo he decidido. ¿Por qué estamos aquí?

Sonrió en la penumbra y me tomó de la mano.

– ¿No lo sabes? Creí que lo habrías adivinado…

– Ésta era la casa de los Aldaya, eso es todo lo que sé. ¿Cómo has conseguido entrar y cómo sabías…?

Ven, encenderemos un fuego para que entres en calor.

Me guió a través del corredor hasta la galería que presidía el patio interior de la casa. El salón se erguía en columnas de mármol y muros desnudos que reptaban hacia el artesonado de una techumbre caída a trozos. Se adivinaban las marcas de cuadros y espejos que tiempo atrás habían cubierto las paredes, al igual que los rastros de muebles sobre el piso de mármol. En un extremo del salón había un hogar con unos troncos dispuestos. Una pila de diarios viejos descansaba junto al atizador. El aliento de la chimenea olía a fuego reciente y a carbonilla. Bea se arrodilló frente al hogar y empezó a disponer varias hojas de periódico entre los troncos. Extrajo un fósforo y las prendió, conjurando rápidamente una corona de llamas. Las manos de Bea agitaban los maderos con habilidad y experiencia. Imaginé que me suponía muerto de curiosidad e impaciencia, pero decidí adoptar un aire flemático que dejase claro que si Bea quería jugar conmigo a los misterios llevaba las de perder. Ella se relamía en una sonrisa triunfante. Mi tembleque de manos, quizá, no ayudaba a mi representación.

– ¿Vienes mucho por aquí? -pregunté.

– Hoy es la primera vez. ¿Intrigado?

– Vagamente.

Se arrodilló frente al fuego y dispuso una manta limpia que sacó de una bolsa de lona. Olía a lavanda.

– Anda, siéntate aquí, junto al fuego, no vayas a pillar una pulmonía por mi culpa.

El calor de la hoguera me devolvió a la vida. Bea contemplaba las llamas en silencio, hechizada.

– ¿Vas a contarme el secreto? -pregunté finalmente.

Bea suspiró y se sentó en una de las sillas. Yo permanecí pegado al fuego, observando el vapor ascender de mi ropa como ánima en fuga.

– Lo que tú llamas el palacete Aldaya, en realidad tiene nombre propio. La casa se llama «El ángel de bruma», pero casi nadie lo sabe. El despacho de mi padre lleva quince años intentando vender esta propiedad sin conseguirlo. El otro día, mientras me explicabas la historia de Julián Carax y de Penélope Aldaya, no reparé en ello. Luego, por la noche en casa, até cabos y recordé que había oído hablar a mi padre de la familia Aldaya alguna vez, y de esta casa en particular. Ayer acudí al despacho de mi padre y su secretario, Casasús, me contó la historia de la casa. ¿Sabías que en realidad ésta no era su residencia oficial, sino una de sus casas de veraneo?