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Le lancé una mirada desesperada. Él negó serenamente, dándome a entender que le dejase a cargo de la situación. Sor Hortensia nos condujo hasta lo que parecía una celda sin ventilación ni luz al fin de un pasillo angosto. Tomó una de las lámparas de gas que pendían de la pared y nos la tendió.

– ¿Tardarán ustedes mucho? Tengo que hacer.

– Por nosotros no se entretenga. A lo suyo, que nosotros ya nos lo llevamos. Pierda cuidado.

– Bueno, si necesitan algo estaré en el sótano, en la galería de encamados. Si no es mucho pedir, sáquenlo por la parte de atrás. Que no le vean los demás. Es malo para la moral de los internos.

– Nos hacemos cargo -dije, con la voz quebrada.

Sor Hortensia me contempló con vaga curiosidad por un instante. Al observarla de cerca me di cuenta de que era una mujer mayor, casi anciana. Pocos años la separaban del resto de inquilinos de la casa.

– Oiga, ¿el aprendiz no es un poco joven para este oficio?

– Las verdades de la vida no conocen edad, hermana -ofreció Fermín.

La monja me sonrió dulcemente, asintiendo. No había desconfianza en aquella mirada, sólo tristeza.

– Aun así -murmuró.

Se alejó en la tiniebla, portando su cubo y arrastrando su sombra como un velo nupcial. Fermín me empujó hacia el interior de la celda. Era un cubículo miserable cortado entre muros de gruta supurantes de humedad, de cuyo techo pendían cadenas terminadas en garfios y cuyo suelo quebrado quedaba cuarteado por una rejilla de desagüe. En el centro, sobre una mesa de mármol grisáceo, reposaba una caja de madera de embalaje industrial. Fermín alzó la lámpara y adivinamos la silueta del difunto asomando entre el relleno de paja. Rasgos de pergamino, imposibles, recortados y sin vida. La piel abotargada era de color púrpura. Los ojos, blancos como cáscaras de huevo rotas, estaban abiertos.

Se me revolvió el estómago y aparté la vista.

– Venga, manos a la obra -indicó Fermín.

– ¿Está usted loco?

– Me refiero a que tenemos que encontrar a la tal Jacinta antes de que se descubra nuestro ardid.

– ¿Cómo?

– ¿Cómo va a ser? Preguntando.

Nos asomamos al corredor para asegurarnos de que sor Hortensia había desaparecido. Luego, con sigilo, nos deslizamos hasta el salón por el que habíamos cruzado. Las figuras miserables seguían observándonos, con miradas que iban desde la curiosidad al temor, y en algún caso, la codicia.

– Vigile, que algunos de éstos, si pudiesen chuparle la sangre para volver a ser jóvenes, se le tiraban al cuello -dijo Fermín-. La edad hace que parezcan todos buenos como corderillos, pero aquí hay tanto hijo de puta como ahí fuera, o más. Porque éstos son de los que han durado y enterrado al resto. Que no le dé pena. Ande, usted empiece por esos del rincón, que parece que no tienen dientes.

Si estas palabras tenían por objeto envalentonarme para la misión, fracasaron miserablemente. Observé aquel grupo de despojos humanos que languidecía en el rincón y les sonreí. Su mera presencia se me antojó una estratagema propagandística en favor del vacío moral del universo y la brutalidad mecánica con que éste destruía a las piezas que ya no le resultaban útiles. Fermín pareció leerme tan profundos pensamientos y asintió con gravedad.

– La madre naturaleza es una grandísima furcia, ésa es la triste realidad -dijo-. Valor y al toro.

Mi primera ronda de interrogatorios no me granjeó más que miradas vacías, gemidos, eructos y desvaríos por parte de todos los sujetos a quienes cuestioné sobre el paradero de Jacinta Coronado. Quince minutos más tarde replegué velas y me reuní con Fermín para ver si él había tenido más suerte. El desaliento le desbordaba.

– ¿Cómo vamos a encontrar a Jacinta Coronado en este agujero?

– No sé. Esto es una olla de tarados. He intentado lo de los Sugus, pero los toman por supositorios.

– ¿Y si preguntamos a sor Hortensia? Le decimos la verdad y ya está.

– La verdad sólo se dice como último recurso, Daniel, y más a una monja. Antes agotemos los cartuchos. Mire ese corrillo de ahí, que parece muy animado. Seguro que saben latín. Vaya e interróguelos.

– ¿Y usted qué piensa hacer?

– Yo vigilaré la retaguardia por si vuelve el pingüino. Usted a lo suyo.

Con poca o ninguna esperanza de éxito me aproximé a un grupo de internos que ocupaba una esquina del salón.

– Buenas noches -dije, comprendiendo en el acto lo absurdo de mi saludo, pues allí siempre era de noche-. Busco a la señora Jacinta Coronado. Co-ro-na-do. ¿Alguno de ustedes la conoce o puede decirme dónde encontrarla?

Enfrente, cuatro miradas envilecidas de avidez. Aquí hay un pulso, me dije. Quizá no todo está perdido.

– ¿Jacinta Coronado? -insistí.

Los cuatro internos intercambiaron miradas y asintieron entre sí. Uno de ellos, orondo y sin un solo pelo visible en todo el cuerpo, parecía el cabecilla. Su semblante y su donaire a la luz de aquel terrario de escatologías me hizo pensar en un Nerón feliz, pulsando su arpa mientras Roma se pudría a sus pies. Con ademán majestuoso, el César Nerón me sonrió, juguetón. Le devolví el gesto, esperanzado.

El interfecto me indicó que me acercase, como si quisiera susurrarme al oído. Dudé, pero me avine a sus condiciones.

– ¿Puede usted decirme dónde encontrar a la señora Jacinta Coronado? -pregunté por última vez.

Acerqué el oído a los labios del interno, tanto que pude sentir su aliento fétido y tibio en la piel. Temí que me mordiese, pero inesperadamente procedió a dispensar una ventosidad de formidable contundencia. Sus compañeros echaron a reír y a dar palmas. Me retiré unos pasos, pero el efluvio flatulento ya me había prendido sin remedio. Fue entonces cuando advertí junto a mí a un anciano encogido sobre sí mismo, armado con barbas de profeta, pelo ralo y ojos de fuego, que se sostenía con un bastón y les contemplaba con desprecio.

– Pierde usted el tiempo, joven. Juanito sólo sabe tirarse pedos y ésos lo único que saben es reírselos y aspirarlos. Como ve, aquí la estructura social no es muy diferente a la del mundo exterior.

El anciano filósofo hablaba con voz grave y dicción perfecta. Me miró de arriba abajo, calibrándome.

– ¿Busca usted a la Jacinta, me pareció oír?

Asentí, atónito ante la aparición de vida inteligente en aquel antro de horrores.

– ¿Y por qué?

– Soy su nieto.

– Y yo el marqués de Matoimel. Una birria de mentiroso es lo que es usted. Dígame para qué la busca o me hago el loco. Aquí es fácil. Y si piensa ir preguntando a estos desgraciados de uno en uno, no tardará usted en comprender el porqué.

Juanito y su camarilla de inhaladores seguían riéndose de lo lindo. El solista emitió entonces un bis, más amortiguado y prolongado que el primero, en forma de siseo, que emulaba un pinchazo en un neumático y dejaba claro que Juanito poseía un control del esfínter rayano en el virtuosismo. Me rendí a la evidencia.

– Tiene usted razón. No soy familiar de la señora Coronado, pero necesito hablar con ella. Es un asunto de suma importancia.

El anciano se me acercó. Tenía la sonrisa pícara y felina, de niño gastado, y le ardía la mirada de astucia.

– ¿Puede usted ayudarme? -supliqué.

– Eso depende de en lo que pueda usted ayudarme a mí.

– Si está en mi mano, estaré encantado de ayudarle. ¿Quiere que le haga llegar un mensaje a su familia?

El anciano se echó a reír amargamente.

– Mi familia es la que me ha confinado a este pozo. Menuda jauría de sanguijuelas, capaces de robarle a uno hasta los calzoncillos mientras aún están tibios. A ésos se los puede quedar el infierno o el ayuntamiento. Ya los he aguantado y mantenido suficientes años. Lo que quiero es una mujer.

– ¿Perdón?

El anciano me miró con impaciencia.

– Los pocos años no le disculpan la opacidad de luces, chaval. Le digo que quiero una mujer. Una hembra, fámula o potranca de buena raza. Joven, esto es, menor de cincuenta y cinco años, y sana, sin llagas ni fracturas.

– No estoy seguro de entender…

– Me entiende usted divinamente. Quiero beneficiarme a una mujer que tenga dientes y no se mee encima antes de irme al otro mundo. No me importa si es muy guapa o no; yo estoy medio ciego, y a mi edad cualquier chavala que tenga donde agarrarse es una Venus. ¿Me explico?

– Como un libro abierto. Pero no veo cómo le voy a encontrar yo una mujer…

– Cuando yo tenía la edad de usted, había algo en el sector servicios llamado damas de virtud fácil. Ya sé que el mundo cambia, pero nunca en lo esencial. Consígame una, llenita y cachonda, y haremos negocios. Y si se está usted preguntando acerca de mi capacidad para gozar de una dama, piense que me contento con pellizcarle el trasero y sospesarle las beldades. Ventajas de la experiencia.

– Los tecnicismos son cosa suya, pero ahora no puedo traerle a una mujer aquí.

– Seré un viejo calentorro, pero no imbécil. Eso ya lo sé. Me basta con que me lo prometa.

– ¿Y cómo sabe que no le diré que sí sólo para que me diga dónde está Jacinta Coronado?

El viejecillo me sonrió, ladino.

– Usted deme su palabra, y deje los problemas de conciencia para mí.

Miré a mi alrededor. Juanito enfilaba la segunda parte de su recital. La vida se apagaba por momentos.

La petición de aquel abuelete picantón era lo único que me pareció tener sentido en aquel purgatorio.

– Le doy mi palabra. Haré lo que pueda.

El anciano sonrió de oreja a oreja. Conté tres dientes.

– Rubia, aunque sea oxigenada. Con un par de buenas peras y con voz de guarra, a ser posible, que de todos los sentidos, el que mejor conservo es el del oído.

– Veré lo que puedo hacer. Ahora dígame dónde encontrar a Jacinta Coronado.

31

– ¿Que le ha prometido al matusalén ese el qué?

– Ya lo ha oído.

– Lo habrá dicho en broma, espero.

– Yo no le miento a un abuelete en las últimas, por fresco que sea.