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– Mañana.

– Ah, granujilla. Se hace usted de rogar, ¿eh? Cómo vamos aprendiendo…

No habíamos dado ni diez pasos rumbo a la ruidosa bodega, apenas unos números calle abajo, cuando tres siluetas espectrales se desprendieron de las sombras y nos salieron al paso. Los dos matarifes se apostaron a nuestras espaldas, tan cerca que pude sentir su aliento en la nuca. El tercero, más menudo pero infinitamente más siniestro, nos cerró el paso. Vestía la misma gabardina y su sonrisa aceitosa parecía desbordar de gozo por las comisuras.

– Vaya, hombre, pero ¿a quién tenemos aquí? Si es mi viejo amigo, el hombre de las mil caras -dijo el inspector Fumero.

Me pareció oír todos los huesos de Fermín estremecerse de terror ante la aparición. Su locuacidad quedó reducida a un gemido ahogado. Para entonces, los dos matones, que supuse no eran sino dos agentes de la Brigada Criminal, ya nos tenían sujetos por la nuca y la muñeca derecha, listos para retorcernos el brazo al mínimo asomo de movimiento.

– Veo por la cara de sorpresa que pones que pensabas que te había perdido el rastro hace tiempo, ¿eh? Supongo que no te habrías creído que una mierda seca como tú iba a poder salir del arroyo y hacerse pasar por un ciudadano decente, ¿verdad? Tú estás tarado, pero no tanto. Además me cuentan que estás metiendo las narices, que en tu caso son muchas, en un montón de asuntos que no te interesan. Mala señal… ¿Qué marrullo te traes con las monjitas? ¿Te estás beneficiando a alguna? ¿A cómo lo cobran ahora?

– Yo respeto los culos ajenos, señor inspector, especialmente si están bajo clausura. A lo mejor si usted se aficionase a hacer lo propio, se ahorraría un pico en penicilina e iría mejor de vientre.

Fumero soltó una risita envilecida de ira.

– Así me gusta. Cojones de toro. Lo que yo digo. Si todos los chorizos fuesen como tú, mi trabajo sería una verbena. Dime, ¿cómo te haces llamar ahora, cabroncete? ¿Gary Cooper? Venga, cuéntame qué haces metiendo ese narizón tuyo aquí en el asilo de Santa Lucía y a lo mejor te dejo ir con sólo un par de pellizcos. Hala, largando. ¿Qué os trae por aquí?

– Un asunto particular. Hemos venido a visitar a un familiar.

– Sí, a tu puta madre. Mira, porque hoy me coges de buen humor, porque si no te llevaba ahora a jefatura y te daba otra pasada con el soplete. Anda, sé un buen chaval y cuéntale de verdad a tu amigo el inspector Fumero qué coño hacéis tú y tu amigo aquí. Colabora un poco, joder, y así me ahorras hacerle una cara nueva al niñato este que te has echado de mecenas.

– Tóquele usted un pelo y le juro que…

– Pavor me das, fíjate lo que te digo. Me he cagado en los pantalones.

Fermín tragó saliva y pareció conjurar el coraje que se le escapaba por los poros.

– ¿No serán ésos los pantalones de marinerito que le puso su augusta madre, la ilustre fregona? Lástima sería, porque me cuentan que el modelito le sentaba a usted de fábula.

El rostro del inspector Fumero palideció y toda expresión resbaló de su mirada.

– ¿Qué has dicho, desgraciado?

– Decía que me parece que ha heredado usted el gasto y la gracia de doña Yvonne Sotoceballos, dama de alta sociedad…

Fermín no era un hombre corpulento y el primer puñetazo bastó para derribarle de un plumazo. Estaba él todavía hecho un ovillo sobre el charco en el que había aterrizado cuando Fumero le propinó una sarta de puntapiés en el estómago, los riñones y la cara. Yo perdí la cuenta al quinto. Fermín perdió el aliento y la capacidad de mover un dedo o protegerse de los golpes un instante después. Los dos policías que me sujetaban se reían por cortesía u obligación, sujetándome con mano férrea.

– Tú no te metas -me susurró uno de ellos-. No me apetece romperte el brazo.

Intenté zafarme de su presa en vano y al forcejear atisbé por un instante el rostro del agente que me había hablado. Le reconocí al instante. Era el hombre de la gabardina y el diario en el bar de la plaza de Sarriá días antes. el mismo hombre que nos había seguido en el autobús riendo los chistes de Fermín.

– Mira, a mí lo que más me jode en el mundo es la gente que hurga en la mierda y en el pasado -clamaba Fumero, rodeando a Fermín-. Las cosas pasadas hay que dejarlas estar, ¿me entiendes? Y eso va por ti y por el lelo de tu amigo. Tú mira bien y aprende, chaval, que luego vas tú.

Contemplé cómo el inspector Fumero destrozaba a Fermín a puntapiés bajo la luz sesgada de una farola. Durante todo el episodio fui incapaz de abrir la boca. Recuerdo el impacto sordo, terrible, de los golpes cayendo sin piedad sobre mi amigo. Todavía me duelen. Me limité a refugiarme en aquella conveniente presa de los policías, temblando y derramando lágrimas de cobardía en silencio.

Cuando Fumero se aburrió de sacudir un peso muerto, se abrió la gabardina, se bajó la cremallera y procedió a orinarse encima de Fermín. Mi amigo no se movía, dibujando apenas un fardo de ropa vieja en un charco. Mientras Fumero descargaba su chorro generoso y vaporoso sobre Fermín, seguí siendo incapaz de abrir la boca. Cuando hubo terminado, el inspector se abrochó la bragueta y se me acercó con el rostro sudoroso, jadeando. Uno de los agentes le tendió un pañuelo con el que se secó la cara y el cuello. Fumero se me aproximó hasta detener su rostro a apenas unos centímetros del mío y me clavó la mirada.

– Tú no valías esa paliza, chaval. Ése es el problema de tu amigo: siempre apuesta por el bando equivocado. La próxima vez le voy a joder a fondo, como nunca, y estoy seguro de que la culpa va a ser tuya.

Creí que me iba a abofetear entonces, que había llegado mi turno. Por algún motivo celebré que así fuese. Quise creer que los golpes me curarían la vergüenza de haber sido incapaz de mover un dedo por ayudar a Fermín cuando lo único que él estaba haciendo, como siempre, era tratar de protegerme.

Pero no cayó golpe alguno. Tan sólo el latigazo de aquellos ojos llenos de desprecio. Fumero se limitó a palmearme la mejilla.

– Tranquilo, niño. Yo no me ensucio la mano con cobardes.

Los dos policías le rieron la gracia, más relajados al comprobar que el espectáculo se había terminado. Sus deseos de abandonar la escena eran palpables. Se alejaron riendo en la sombra. Para cuando acudí en su ayuda, Fermín luchaba en vano por incorporarse y encontrar los dientes que había perdido en el agua sucia del charco. Le sangraban la boca, la nariz, los oídos y los párpados. Al verme sano y salvo, hizo un amago de sonrisa y creí que se me iba a morir allí mismo. Me arrodillé junto a él y le sostuve en mis brazos. El primer pensamiento que me cruzó la cabeza fue que pesaba menos que Bea.

– Fermín, por Dios, hay que llevarle al hospital ahora mismo.

Fermín negó enérgicamente.

– Lléveme con ella.

– ¿Con quién, Fermín?

– Con la Bernarda. Si tengo que palmarla, que sea en sus brazos.

32

Aquella noche regresé al piso de la plaza Real que había jurado no volver a pisar años atrás. Un par de parroquianos que habían presenciado la paliza desde la puerta del Xampañet se ofrecieron a ayudarme a llevar a Fermín hasta una parada de taxis en la calle Princesa mientras un camarero del local llamaba al número que le había dado advirtiendo de nuestra llegada. La carrera en el taxi se me hizo infinita. Fermín había perdido el conocimiento antes de arrancar. Yo le sostenía en mis brazos, aferrándole contra el pecho e intentando darle calor. Podía sentir su sangre tibia empapándome la ropa. Yo le murmuraba al oído, diciéndole que ya llegábamos, que no iba a ser nada. La voz me temblaba. El conductor me lanzaba miradas furtivas desde el espejo.

– Oiga, yo no quiero líos, ¿eh? Si ése se muere, se bajan.

– Usted acelere y calle.

Cuando llegamos a la calle Fernando, Gustavo Barceló y la Bernarda ya esperaban a la puerta del edificio en compañía del doctor Soldevila. Al vernos cubiertos de sangre y mugre, la Bernarda se echó a gritar en un lance de pánico. El doctor tomó rápidamente el pulso a Fermín y aseguró que el paciente estaba vivo. Entre los cuatro conseguimos subir a Fermín escaleras arriba y llevarlo hasta la habitación de la Bernarda, donde una enfermera que había traído el doctor ya estaba preparándolo todo. Una vez el paciente estuvo dispuesto sobre la cama, la enfermera empezó a desnudarlo. El doctor Soldevila insistió en que saliésemos todos de la habitación y les dejásemos hacer. Nos cerró la puerta en las narices con un sucinto «vivirá».

En el pasillo, la Bernarda lloraba desconsoladamente, gimiendo que por una vez que encontraba a un hombre bueno, venía Dios y se lo arrancaba a puñetazos. Don Gustavo Barceló la tomó en sus brazos y se la llevó a la cocina, donde procedió a empapuzarla de brandy hasta que la pobre apenas se tuvo en pie. Una vez las palabras de la criada empezaron a ser ininteligibles, el librero se sirvió una copa para él y la apuró de un trago.

– Lo siento. No sabía adónde ir… -empecé.

– Tranquilo. Has hecho bien. Soldevila es el mejor traumatólogo de Barcelona -dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

– Gracias -murmuré.

Barceló suspiró y me sirvió un buen trago de brandy en un vaso. Decliné su ofrecimiento, que pasó a las manos de la Bernarda en cuyos labios desapareció por ensalmo.

– Haz el favor de darte una ducha y ponerte algo de ropa limpia -indicó Barceló-. Si vuelves a tu casa con esas pintas, matarás a tu padre del susto.

– No hace falta… estoy bien -dije.

– Pues entonces deja de temblar. Anda, ve, puedes usar mi baño, que tiene termo. Ya sabes el camino. Yo entretanto voy a llamar a tu padre y le diré que, bueno, no sé qué le diré. Algo se me ocurrirá.

Asentí.

– Ésta sigue siendo tu casa, Daniel -dijo Barceló mientras me alejaba por el pasillo-. Se te ha echado de menos.

Fui capaz de encontrar el baño de Gustavo Barceló, pero no el interruptor de la luz. Pensándolo bien, me dije, prefiero ducharme en la penumbra. Me despojé de mi ropa manchada de sangre y mugre y me aupé a la bañera imperial de Gustavo Barceló. Una tiniebla perlada se filtraba por el ventanal que daba al patio interno de la finca, sugiriendo los perfiles de la estancia y el juego de baldosas esmaltadas del suelo y las paredes. El agua salía ardiendo y con una presión que, comparada con la modestia de nuestro baño en la calle Santa Ana, me pareció digna de hoteles de lujo en los que nunca había puesto los pies. Permanecí varios minutos bajo los haces de vapor de la ducha, inmóvil.