El eco de los golpes cayendo sobre Fermín seguía martilleándome en los oídos. No podía quitarme de la cabeza las palabras de Fumero, ni el rostro de aquel policía que me había sujetado, probablemente para protegerme. Al rato advertí que el agua empezaba a enfriarse y supuse que estaba agotando la reserva del termo de mi anfitrión. Apuré hasta la última gota de agua tibia y cerré el paso. El vapor ascendía de mi piel como hilos de seda. A través de la cortina de la ducha adiviné una silueta inmóvil frente a la puerta. Su mirada vacía brillaba como la de un gato.
– Puedes salir sin miedo, Daniel. Pese a todas mis maldades, sigo sin poder verte.
– Hola, Clara.
Tendió una toalla limpia hacia mí. Alargué el brazo y la cogí. Me envolví en ella con pudor de colegiala e incluso en la penumbra vaporosa pude ver que Clara sonreía, adivinando mis movimientos.
– No te he oído entrar.
– No he llamado. ¿Por qué te duchas a oscuras?
– ¿Cómo sabes que la luz no está encendida?
– El zumbido de la bombilla -dijo-. Nunca volviste a despedirte.
Sí que volví, pensé, pero estabas muy ocupada. Las palabras se me murieron en los labios, su rencor y amargura lejanos, ridículos de repente.
– Lo sé. Perdona.
Salí de la ducha y me planté sobre la alfombrilla de felpa. El halo de vapor ardía en motas de plata, la claridad del tragaluz un velo blanco sobre el rostro de Clara. No había cambiado un ápice de como yo la recordaba. Cuatro años de ausencia no me habían servido de casi nada.
– Te ha cambiado la voz -dijo-. ¿Has cambiado tú también, Daniel?
– Sigo siendo tan bobo como antes, si es lo que te intriga.
Y más cobarde, añadí para mis adentros. Ella conservaba aquella misma sonrisa rota que dolía incluso en la penumbra. Extendió la mano y, como aquella tarde ocho años atrás en la biblioteca del Ateneo, entendí al instante. Guié su mano hasta mi rostro húmedo y sentí sus dedos descubrirme de nuevo, sus labios dibujando palabras en silencio.
– Nunca quise hacerte daño, Daniel. Perdóname.
Le tomé la mano y la besé en la oscuridad.
– Perdóname tú a mí.
Todo asomo de melodrama se astilló en pedazos al asomarse la Bernarda a la puerta y, pese a estar prácticamente ebria, descubrirme desnudo, chorreando, sosteniendo la mano de Clara en los labios y con la luz apagada.
– Por el amor de Dios, señorito Daniel, qué poca vergüenza. Jesús, María y José. Es que hay quien no escarmienta…
La Bernarda se batió en retirada, azorada, y confié que cuando los efectos del brandy menguasen, el recuerdo de lo que había visto se desvaneciese de su mente como un retazo de sueño. Clara se retiró unos pasos y me tendió la ropa que sostenía bajo el brazo izquierdo.
– Mi tío me ha dado este traje suyo para que te lo pongas. Es de cuando él era joven. Dice que has crecido un montón y que ya te vendrá bien. Te dejo para que te vistas. No tenía que haber entrado sin llamar.
Tomé la muda que me ofrecía y procedí a enfundarme la ropa interior, tibia y perfumada, la camisa de algodón rosada, los calcetines, el chaleco, los pantalones y la americana. El espejo mostraba un vendedor a domicilio, desarmado de sonrisa. Cuando regresé a la cocina, el doctor Soldevila había salido un instante de la habitación donde estaba atendiendo a Fermín para informar a la concurrencia de su estado.
– De momento, lo peor ha pasado -anunció-. No hay que preocuparse. Estas cosas siempre parecen más graves de lo que son. Su amigo ha sufrido una fractura en el brazo izquierdo y dos costillas rotas, ha perdido tres dientes y presenta magulladuras múltiples, cortes y contusiones, pero afortunadamente no hay hemorragia interna ni síntomas de lesión cerebral. Los periódicos doblados que el paciente llevaba bajo la ropa a modo de abrigo y acento de corpulencia, como él dice, le han servido de armadura para amortiguar los golpes. Hace unos instantes, al recobrar la conciencia durante unos minutos, el paciente me ha pedido que les diga a ustedes que se encuentra como un chaval de veinte años, que quiere un bocadillo de morcilla y ajos tiernos, una chocolatina y caramelos Sugus de limón. En principio no veo inconveniente, aunque creo que de momento es mejor empezar con unos zumos, yogur y quizá algo de arroz hervido. Además, y como fe de su lozanía y presencia de ánimo, el paciente me ha indicado que les transmita a ustedes que, al ponerle la enfermera Amparito unos puntos en la pierna, ha experimentado una erección como un témpano.
– Es que él es muy hombre -murmuró la Bernarda, con tono de disculpa.
– ¿Cuándo podremos verle? -pregunté.
– Ahora mejor no. Quizá al alba. Le vendrá bien algo de reposo y mañana mismo me gustaría llevarle al hospital del Mar para hacerle un encefalograma, para quedarnos tranquilos, pero creo que vamos sobre seguro y que el señor Romero de Torres estará como nuevo en unos días. A juzgar por las marcas y cicatrices que lleva en el cuerpo, este hombre ha salido de peores lances y es todo un superviviente. Si necesitan ustedes una copia del dictamen para presentar una denuncia en jefatura…
– No será necesario -interrumpí.
– Joven, le advierto que esto hubiera podido Ser muy serio. Hay que dar parte a la policía inmediatamente.
Barceló me observaba atentamente. Le devolví la mirada y él asintió.
– Tiempo habrá para esos trámites, doctor, no se preocupe usted -dijo Barceló-. Ahora lo importante es asegurarse de que el paciente está en buen estado. Yo mismo presentaré la denuncia pertinente mañana a primera hora. Incluso las autoridades tienen derecho a un poco de paz y sosiego nocturno.
Obviamente, el doctor no veía con buenos ojos mi sugerencia de ocultar el incidente a la policía, pero al comprobar que Barceló se responsabilizaba del tema se encogió de hombros y regresó a la habitación para proseguir con las curas. Tan pronto hubo desaparecido, Barceló me indicó que le siguiera a su estudio. La Bernarda suspiraba en su taburete, a merced del brandy y el susto.
– Bernarda, entreténgase. Haga algo de café. Bien cargado.
– Sí, señor. Ahora mismo.
Seguí a Barceló hasta su despacho, una cueva sumergida en nieblas de tabaco de pipa que se perfilaba entre columnas de libros y papeles. Los ecos del piano de Clara nos llegaban en efluvios a destiempo. Las lecciones del maestro Neri obviamente no habían servido de mucho, al menos en el terreno musical. El librero me indicó que me sentara y procedió a prepararse una pipa.
– He llamado a tu padre y le he dicho que Fermín ha tenido un pequeño accidente y que tú lo habías traído aquí
– ¿Se lo ha tragado?
– No creo.
– Ya.
El librero prendió su pipa y se recostó en el butacón del escritorio, deleitándose en su aspecto mefistofélico. En el otro extremo del piso, Clara humillaba a Debussy. Barceló puso los ojos en blanco.
– ¿Qué se hizo del maestro de música? -pregunté.
– Lo despedí. Abuso de cátedra.
– Ya.
– ¿Seguro que a ti no te han zurrado también? Le estás dando mucho a los monosílabos. De chavalín eras más parlanchín.
La puerta del estudio se abrió y la Bernarda entró portando una bandeja con dos tazas humeantes y un azucarero. A la vista de sus andares temí interponerme en la trayectoria de una lluvia de café hirviente.
– Permiso. ¿El señor lo tomará con un chorrito de brandy?
– Me parece que la botella de Lepanto se ha ganado un descanso esta noche, Bernarda. Y usted también. Venga, váyase a dormir. Daniel y yo nos quedamos despiertos por si hace falta algo. Ya que Fermín está en su dormitorio, puede usted usar mi habitación.
– Ay, señor, de ninguna manera.
– Es una orden. Y no me discuta. La quiero dormida en cinco minutos.
– Pero, señor…
– Bernarda, que se juega el aguinaldo.
– Lo que usted mande, señor Barceló. Aunque yo duermo encima de la colcha. Faltaría más.
Barceló esperó ceremoniosamente a que la Bernarda se hubiese retirado. Se sirvió siete terrones de azúcar y procedió a remover la taza con la cucharilla, perfilando una sonrisa felina entre nubarrones de tabaco holandés.
– Ya lo ves. Tengo que llevar la casa con mano dura.
– Sí, está usted hecho un ogro, don Gustavo.
– Y tú un liante. Dime, Daniel, ahora que no nos oye nadie. ¿Por qué no es una buena idea que demos parte a la policía de lo que ha pasado?
– Porque ya lo saben.
– ¿Quieres decir…?
Asentí.
– ¿En qué clase de lío estáis metidos, si no es mucho preguntar?
Suspiré.
– ¿Algo en lo que yo pueda ayudar?
Alcé la mirada. Barceló me sonreía sin malicia, la fachada de ironía en rara tregua.
– ¿No tendrá todo esto, por una de aquellas cosas, que ver con aquel libro de Carax que no quisiste venderme cuando debías?
Me cazó la sorpresa al vuelo.
– Yo podría ayudaros -ofreció-. Me sobra lo que a vosotros os falta: dinero y sentido común.
– Créame, don Gustavo, ya he complicado a demasiada gente en este asunto.
– No vendrá de uno, entonces. Venga, en confianza. Hazte a la idea de que soy tu confesor.
– Hace años que no me confieso.
– Se te ve en la cara.
33
Gustavo Barceló tenía un escuchar contemplativo y salomónico, de médico o nuncio apostólico. Me observaba con las manos unidas a modo de plegaria bajo la barbilla y los codos sobre el escritorio, sin apenas parpadear, asintiendo aquí y allá, como si detectase síntomas o pecadillos en el flujo de mi relato y fuera componiendo su propio dictamen sobre los hechos a medida que yo se los servía en bandeja. Cada vez que me detenía, el librero alzaba las cejas inquisitivamente y hacía un gesto con la mano derecha para indicar que siguiera desenhebrando el galimatías de mi historia, que parecía divertirle enormemente. Ocasionalmente tomaba notas a mano alzada o levantaba la mirada al infinito como si quisiera considerar las implicaciones de cuanto le relataba. Las más de las veces se relamía en una sonrisa sardónica que yo no podía evitar atribuir a mi ingenuidad o a la torpeza de mis conjeturas.