Una tarde de lluvia en la ladera este del cementerio de Montjuïc, mirando al mar entre un bosque de mausoleos imposibles, un bosque de cruces y lápidas talladas con rostros de calaveras y niños sin labios ni mirada, que hedía a muerte, las siluetas de una veintena de adultos que sólo conseguía recordar como trajes negros empapados de lluvia y la mano de mi padre sosteniendo la mía con demasiada fuerza, como si así quisiera acallar sus lágrimas, mientras las palabras huecas de un sacerdote caían en aquella fosa de mármol en la que tres enterradores sin rostro empujaban un sarcófago gris por el que resbalaba el aguacero como cera fundida y en el que yo creía oír la voz de mi madre, llamándome, suplicándome que la liberase de aquella prisión de piedra y negrura mientras yo sólo acertaba a temblar y a murmurar sin voz a mi padre que no me apretase tanto la mano, que me estaba haciendo daño, y aquel olor a tierra fresca, tierra de ceniza y de lluvia, lo devoraba todo, olor a muerte y a vacío.
Abrí los ojos y descendí los peldaños casi a ciegas, pues la claridad de la vela apenas conseguía robarle unos centímetros a la oscuridad. Al llegar abajo sostuve la vela en alto y miré a mi alrededor. No descubrí cocina o alacena repleta de maderos secos. Ante mí se abría un pasillo angosto que iba a morir a una sala en forma de semicírculo en la que se alzaba una silueta con el rostro surcado de lágrimas de sangre y dos ojos negros y sin fondo, con los brazos desplegados como alas y una serpiente de púas brotándole de las sienes. Sentí una ola de frío que me apuñalaba la nuca. En algún momento recobré la serenidad y comprendí que estaba contemplando la efigie de un Cristo tallada en madera sobre el muro de una capilla. Me adelanté unos metros y vislumbré una estampa espectral. Una docena de torsos femeninos desnudos se apilaban en un rincón de la antigua capilla. Advertí que les faltaban los brazos y la cabeza y que se sostenían sobre un trípode. Cada uno de ellos tenía una forma claramente diferenciada, y no me costó adivinar el contorno de mujeres de diversas edades y constituciones. Sobre el vientre se leían unas palabras trazadas al carbón. «Isabel. Eugenia. Penélope.» Por una vez, mis lecturas victorianas salieron al rescate y comprendí que aquella visión era la ruina de una práctica ya en desuso, un eco de tiempos en que las familias acaudaladas disponían de maniquís creados a la medida de los miembros de la familia para la confección de vestidos y ajuares. Pese a la mirada severa y amenazadora del Cristo, no pude resistir la tentación de alargar la mano y rozar el talle del torso que llevaba el nombre de Penélope Aldaya.
Me pareció entonces escuchar pasos en el piso superior. Pensé que Bea ya habría llegado y que estaría recorriendo el caserón, buscándome. Dejé la capilla con alivio y me dirigí de nuevo hacia la escalera. Estaba por ascender cuando advertí que en el extremo opuesto del corredor se distinguía una caldera y una instalación de calefacción en aparente buen estado que resultaba incongruente con el resto del sótano. Recordé que Bea había comentado que la compañía inmobiliaria que había tratado de vender el palacete Aldaya durante años había realizado algunas obras de mejora con la intención de atraer compradores potenciales sin éxito. Me aproximé a examinar el ingenio con más detenimiento y comprobé que se trataba de un sistema de radiadores alimentado por una pequeña caldera. A mis pies encontré varios cubos con carbón, piezas de madera prensada y unas latas que supuse debían de ser de queroseno. Abrí la compuerta de la caldera y escruté el interior. Todo parecía en orden. La perspectiva de conseguir que aquel armatoste funcionase después. de tantos años se me antojó desesperada, pero ello no me impidió proceder a llenar la caldera de pedazos de carbón y madera y rociarlos con un buen baño de queroseno. Mientras lo hacía me pareció percibir un crujido de madera vieja y por un instante volví la vista atrás. Me invadió la visión de púas ensangrentadas desclavándose de los maderos y, enfrentando la penumbra, temí ver emerger a tan sólo unos pasos de mí la figura de aquel Santo Cristo que acudía a mi encuentro blandiendo una sonrisa lobuna.
Al contacto de la vela, la caldera prendió con una llamarada que arrancó un estruendo metálico. Cerré la compuerta y me retiré unos pasos, cada vez menos seguro de la solidez de mis propósitos. La caldera parecía tirar con cierta dificultad y decidí regresar a la planta baja para comprobar si la acción tenía alguna consecuencia práctica. Ascendí la escalera y regresé al gran salón esperando encontrar a Bea, pero no había rastro de ella. Supuse que había pasado ya casi una hora desde que había llegado, y mis temores de que el objeto de mis turbios deseos nunca se presentase cobraron visos de dolorosa verosimilitud. Para matar la inquietud, decidí proseguir con mis proezas de lampista y partí a la búsqueda de radiadores que confirmasen que mi resurrección de la caldera había sido un éxito. Todos los que encontré demostraron resistirse a mis anhelos, helados como témpanos. Todos excepto uno. En una pequeña habitación de no más de cuatro o cinco metros cuadrados, un cuarto de baño, que supuse ubicado justo encima de la caldera, se percibía una cierta calidez. Me arrodillé y comprobé con alegría que las baldosas del suelo estaban tibias. Fue así cómo Bea me encontró, en cuclillas sobre el suelo, palpando las baldosas de un baño como un imbécil con la sonrisa bobalicona del asno flautista estampada en la cara.
Al volver la vista atrás y tratar de reconstruir los sucesos de aquella noche en el palacete Aldaya, la única excusa que se me ocurre para justificar mi comportamiento es alegar que a los dieciocho años, a falta de sutileza y mayor experiencia, un viejo lavabo puede hacer las veces de paraíso. Me bastaron un par de minutos para persuadir a Bea de que tomásemos las mantas del salón y nos encerrásemos en aquella diminuta habitación con la sola compañía de dos velas y unos apliques de baño de museo. Mi argumento principal, climatológico, hizo mella rápidamente en Bea, a quien el calorcillo que emanaba de aquellas baldosas disuadió de los primeros temores de que mi disparatada invención fuera a prenderle fuego al caserón. Luego, en la penumbra rojiza de las velas, mientras la desnudaba con dedos temblorosos, ella se sonreía, buscándome la mirada y demostrándome que entonces y siempre cualquier cosa que se me pudiera ocurrir, a ella se le había ocurrido ya antes.
La recuerdo sentada, la espalda contra la puerta cerrada de aquel cuarto, los brazos caídos a los lados, las palmas de las manos abiertas hacia mí. Recuerdo cómo mantenía el rostro erguido, desafiante, mientras le acariciaba la garganta con la yema de los dedos. Recuerdo cómo tomo mis manos y las posó sobre sus pechos, y cómo le temblaban la mirada y los labios cuando tomé sus pezones entre los dedos y los pellizqué embobado, cómo se deslizó hacia el suelo mientras buscaba su vientre con los labios y sus muslos blancos me recibían.
– ¿Habías hecho esto antes, Daniel?
– En sueños.
– En serio.
– No. ¿Y tú?
– No. ¿Ni siquiera con Clara Barceló?
Reí, probablemente de mí mismo.
– ¿Qué sabes tú de Clara Barceló?
– Nada.
– Pues yo menos -dije.
– No me lo creo.
Me incliné sobre ella y la miré a los ojos.
– Nunca había hecho esto con nadie.
Bea sonrió. Se me escapó la mano entre sus muslos y me abalancé en busca de sus labios, convencido ya de que el canibalismo era la encarnación suprema de la sabiduría.
– ¿Daniel? -dijo Bea con un hilo de voz.
– ¿Qué? -pregunté.
La respuesta nunca llegó a sus labios. Súbitamente, una lengua de aire frío silbó bajo la puerta y en aquel segundo interminable antes de que el viento apagase las velas, nuestras miradas se encontraron y sentimos que la ilusión de aquel momento se hacía añicos. Nos bastó un instante para saber que había alguien al otro lado de la puerta. Vi el miedo dibujándose en el rostro de Bea y un segundo después nos cubrió la oscuridad. El golpe sobre la puerta vino después. Brutal, como si un puño de acero hubiese martilleado contra la puerta, casi arrancándola de los goznes.
Sentí el cuerpo de Bea saltando en la oscuridad y la rodeé con mis brazos. Nos retiramos hacia el interior de cuarto, justo antes de que el segundo golpe cayese sobre la puerta, lanzándola con tremenda fuerza contra la pared. Bea gritó y se encogió contra mí. Por un instante sólo atiné a ver la tiniebla azul que reptaba desde el corredor y las serpientes de humo de las velas extinguidas, ascendiendo en espiral. El marco de la puerta dibujaba fauces de sombra y creí ver una silueta angulosa que se perfilaba en el umbral de la oscuridad.
Me asomé al corredor temiendo, o quizá deseando, encontrar sólo a un extraño, un vagabundo que se hubiese aventurado en un caserón en ruinas en busca de refugio en una noche desapacible. Pero no había nadie allí, apenas las lenguas de azul que exhalaban las ventanas. Acurrucada en un rincón del cuarto, temblando, Bea susurró mi nombre.
– No hay nadie -dije-. Quizá ha sido un golpe de viento.
– El viento no da puñetazos en las puertas, Daniel. Vayámonos.
Regresé al cuarto y recogí nuestra ropa.
– Ten, vístete. Vamos a echar un vistazo.
– Mejor nos vamos ya.
– En seguida. Sólo quiero asegurarme de una cosa.
Nos vestimos aprisa y a ciegas. En cuestión de segundos pudimos ver nuestro aliento dibujándose en el aire. Recogí una de las velas del suelo y la encendí de nuevo. Una corriente de aire frío se deslizaba por la casa, como si alguien hubiese abierto puertas y ventanas.
– ¿Ves? Es el viento.
Bea se limitó a negar en silencio. Nos dirigimos de vuelta a la sala protegiendo la llama con las manos. Bea me seguía de cerca, casi sin respirar.