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Después de cenar, so pretexto de darme un paseo para estirar las piernas, dejé a mi padre leyendo y me dirigí hasta casa de Bea. Al llegar me detuve en la esquina a con templar los ventanales del piso y me pregunté qué era lo que estaba haciendo allí. Espiar, fisgar y hacer el ridículo fueron algunos de los términos que me cruzaron la mente. Aun así, tan desprovisto de dignidad como de abrigo apropiado para la gélida temperatura, me resguardé del viento en un portal al otro lado de la calle y permanecí allí cerca de media hora, vigilando las ventanas y viendo pasar las siluetas del señor Aguilar y de su esposa. No había rastro de Bea.

Era casi medianoche cuando regresé a casa, tiritando de frío y con el mundo a cuestas. Llamará mañana, me repetí mil veces mientras intentaba capturar el sueño. Bea no llamó al día siguiente. Ni al otro. Ni en toda aquella semana, la más larga y la última de mi vida.

En siete días, estaría muerto.

36

Sólo alguien al que apenas le queda una semana de vida es capaz de malgastar su tiempo como yo lo hice durante aquellos días. Me dedicaba a velar el teléfono y roerme el alma, tan prisionero de mi propia ceguera que apenas era capaz de adivinar lo que el destino ya daba por descontado. El lunes al mediodía me acerqué hasta la Facultad de Letras en la plaza Universidad con la intención de ver a Bea. Sabía que no le iba a hacer ninguna gracia que me presentase allí y que nos viesen juntos en público, pero prefería enfrentar su ira que seguir con aquella incertidumbre.

Pregunté en la secretaría por el aula del profesor Velázquez y me dispuse a esperar la salida de los estudiantes. Esperé unos veinte minutos hasta que se abrieron las puertas y vi pasar el semblante arrogante y apincelado del profesor Velázquez, siempre rodeado de su corrillo de admiradoras. Cinco minutos después no había rastro de Bea. Decidí aproximarme hasta las puertas del aula a echar un vistazo. Un trío de muchachas con aire de escuela parroquial conversaban e intercambiaban apuntes o confidencias. La que parecía la líder de la congregación advirtió mi presencia e interrumpió su monólogo para acribillarme con una mirada inquisitiva.

– Perdón, buscaba a Beatriz Aguilar. ¿Sabéis si asiste a esta clase?

Las muchachas intercambiaron una mirada ponzoñosa y procedieron a hacerme una radiografía.

– ¿Eres su novio? -preguntó una de ellas-. ¿El alférez?

Me limité a ofrecer una sonrisa vacía, que tomaron por asentimiento. Sólo me la devolvió la tercera muchacha, con timidez y desviando la mirada. Las otras dos se adelantaron, desafiantes.

– Te imaginaba diferente -dijo la que parecía la jefa del comando.

– ¿Y el uniforme? -preguntó la segunda oficiala, observándome con desconfianza.

– Estoy de permiso. ¿Sabéis si se ha marchado ya?

– Beatriz no ha venido hoy a clase -informó la jefa, con aire desafiante.

– Ah, ¿no?

– No -confirmó la teniente de dudas y recelos-. Si eres su novio, deberías saberlo.

– Soy su novio, no un guardia civil.

– Anda, vayámonos, éste es un mamarracho -concluyó la jefa.

Ambas pasaron a mi lado dedicándome una mirada de soslayo y una media sonrisa de asco. La tercera, rezagada, se detuvo un instante antes de salir y, asegurándose de que las otras no la veían, me susurró al oído:

– Beatriz tampoco vino el viernes.

– ¿Sabes por qué?

– Tú no eres su novio, ¿verdad?

– No. Sólo un amigo.

– Me parece que está enferma.

– ¿Enferma?

– Eso dijo una de las chicas que la llamó a casa. Ahora tengo que irme.

Antes de que pudiese agradecerle su ayuda, la muchacha partió al encuentro de las otras dos, que la esperaban con ojos fulminantes en el otro extremo del claustro.

– Daniel, algo habrá pasado. Una tía abuela que se ha muerto, un loro con paperas, un catarro de tanto andar con el trasero al aire… sabe Dios el qué. En contra de lo que usted cree a pies juntillas, el universo no gira en torno a las apetencias de su entrepierna. Otros factores influyen en el devenir de la humanidad.

– ¿Se cree que no lo sé? Parece que no me conozca, Fermín.

– Querido, si Dios hubiera querido darme caderas más amplias, hasta le podría haber parido: así de bien le conozco. Hágame caso. Salga de su cabeza y tome la fresca. La espera es el óxido del alma.

– Así que le parezco a usted ridículo.

– No. Me parece preocupante. Ya sé que a su edad estas cosas parecen el fin del mundo, pero todo tiene un límite. Esta noche usted y yo nos vamos de picos pardos a un local de la calle Platería que al parecer está causando furor. Me han dicho que hay unas fámulas nórdicas recién llegadas de Ciudad Real que le quitan a uno hasta la caspa. Yo invito.

– ¿Y la Bernarda qué dirá?

– Las niñas son para usted. Yo pienso esperar en la salita, leyendo una revista y contemplando el percal de lejos, porque me he convertido a la monogamia, si no in mentis al menos de facto.

– Se lo agradezco, Fermín, pero…

– Un chaval de dieciocho años que rechaza una oferta así no está en posesión de sus facultades. Hay que hacer algo ahora mismo. Tenga.

Se hurgó los bolsillos y me tendió unas monedas. Me pregunté si aquéllos eran los doblones con los que pensaba financiar la visita al suntuoso harén de las ninfas mesetarias.

– Con esto no nos dan ni las buenas noches, Fermín.

– Usted es de los que se caen del árbol y nunca llegan a tocar el suelo. ¿Se cree de verdad que le voy a llevar de putas y devolvérselo forrado de gonorrea a su señor padre, que es el hombre más santo que he conocido? Lo de las nenas se lo decía para ver si reaccionaba, apelando a la única parte de su persona que parece funcionar. Esto es para que vaya al teléfono de la esquina y llame a su enamorada con algo de intimidad.

– Bea me dijo expresamente que no la llamase.

– También le dijo que llamaría el viernes. Estamos a lunes. Usted mismo. Una cosa es creer en las mujeres y otra creerse lo que dicen.

Convencido por sus argumentos, me escabullí de la librería hasta el teléfono público de la esquina y marqué el número de los Aguilar. Al quinto tono, alguien alzó el teléfono al otro lado y escuchó en silencio, sin contestar. Pasaron cinco segundos eternos.

– ¿Bea? -murmuré-. ¿Eres tú?

La voz que contestó me cayó como un martillazo en el estómago.

– Hijo de puta, te juro que te voy a arrancar el alma a hostias.

El tono era acerado, de pura rabia contenida. Fría y serena. Eso es lo que me dio más miedo. Podía imaginar al señor Aguilar sosteniendo el teléfono en el recibidor de su casa, el mismo que yo había utilizado muchas veces para llamar a mi padre y decirle que me retrasaba después de pasar la tarde con Tomás. Me quedé escuchando la respiración del padre de Bea, mudo, preguntándome si me habría reconocido por la voz.

– Veo que no tienes cojones ni para hablar, desgraciado. Cualquier mierda seca es capaz de hacer lo que tú, pero al menos un hombre tendría el valor de dar la cara. A mí se me caería la cara de vergüenza de saber que una chica de diecisiete años tiene mas huevos que yo, porque ella no ha querido decir quién eres y no lo dirá. La conozco. Y ya que tú no tienes las agallas de dar la cara por Beatriz, ella va a pagar por lo que tú has hecho.

Cuando colgué el teléfono me temblaban las manos. No fui consciente de lo que acababa de hacer hasta que dejé la cabina y arrastré los pies de vuelta a la librería. No me había parado a considerar que mi llamada sólo iba a empeorar la situación en la que ya se encontrase Bea. Mi única preocupación había sido mantener el anonimato y esconder la cara, renegando de aquellos a quienes decía querer y quienes me limitaba a utilizar. Lo había hecho va cuando el inspector Fumero había golpeado a Fermín. Lo había hecho de nuevo al abandonar a Bea a su suerte. Volvería a hacerlo en cuanto las circunstancias me brindasen la oportunidad. Permanecí en la calle diez minutos, intentando calmarme, antes de volver a entrar en la librería. Quizá debía llamar otra vez y decirle al señor Aguilar que sí, que era yo, que estaba atontado por su hija y que ahí se acababa el cuento. Si luego le apetecía venir con su uniforme de comandante a romperme la cara, estaba en su derecho.

Regresaba ya a la librería cuando advertí que alguien me observaba desde un portal al otro lado de la calle. Al principio pensé que se trataba de don Federico, el relojero, pero me bastó un simple vistazo para comprobar que se trataba de un individuo más alto y de constitución más sólida. Me detuve a devolverle la mirada y, para mi sorpresa, asintió, como si quisiera saludarme e indicarme que no le importaba en absoluto que hubiera reparado en su presencia. La luz de una farola le caía sobre el rostro de perfil. Las facciones me resultaron familiares. Se adelantó un paso y, abrochándose la gabardina hasta arriba, me sonrió y se alejó entre los transeúntes en dirección a las Ramblas. Le reconocí entonces como el agente de policía que me había sujetado mientras el inspector Fumero atacaba a Fermín. Al entrar en la librería, Fermín alzó la vista y me lanzó una mirada inquisitiva.

– ¿Y esa cara que trae?

– Fermín, creo que tenemos un problema.

Aquella misma noche pusimos en marcha el plan de alta intriga y baja consistencia que habíamos concebido días atrás con don Gustavo Barceló.

– Lo primero es asegurarnos de que está usted en lo cierto y somos objeto de vigilancia policial. Ahora, como quien no quiere la cosa, nos vamos a acercar dando un paseo hasta Els Quatre Gats para ver si ese individuo todavía está ahí fuera, al acecho. Pero a su padre ni una palabra de todo esto, o va a acabar por criar una piedra en el riñón.