– Papá, perdona pero…
Me hizo un gesto para que me ahorrase las excusas, armó de gabardina y sombrero y salió por la puerta sin despedirse. Conociéndole, supuse que el enfado se le habría evaporado antes de llegar a la estación. Lo que me extrañaba era la ausencia de Fermín. Le había visto ataviado de sacerdote de sainete en la plaza de San Felipe Neri, a la espera de que Nuria Monfort saliera a escape y le guiase hasta el gran secreto de la trama. Mi fe en aquella estrategia se había reducido a cenizas e imaginé que si realmente Nuria Monfort salía a la calle, Fermín iba a acabar siguiéndola hasta la farmacia o la panadería. Valiente plan. Me acerqué hasta la caja para echarle un vistazo a la carta que había mencionado mi padre. El sobre era blanco y rectangular, como una lápida, y en lugar de crucifijo traía un membrete que consiguió pulverizarme los pocos ánimos que conservaba para pasar el día.
– Aleluya -murmuré.
Sabía lo que contenía sin necesidad de abrir el sobre, pero aun así lo hice por revolcarme en el lodo. La carta era sucinta, dos párrafos de esa prosa varada entre la proclama inflamada y el aria de opereta que caracteriza al género epistolar castrense. Se me anunciaba que en el plazo de dos meses, yo, Daniel Sempere Martín, tendría el honor y el orgullo de unirme al deber más sagrado y edificante que la vida podía ofrecer al varón celtibérico: servir a la patria y vestir el uniforme de la cruzada nacional en la defensa de la reserva espiritual de Occidente. Confié en que al menos Fermín fuera capaz de encontrarle la punta al asunto y hacernos reír un rato con su versión en verso de La caída del contubernio judeo-masónico. Dos meses. Ocho semanas. Sesenta días. Siempre podía dividir el tiempo hasta segundos y obtener así una cifra kilométrica. Me quedaban cinco millones ciento ochenta y cuatro mil segundos de libertad. A lo mejor don Federico, que según mi padre era capaz de fabricar un Volkswagen, podía hacerme un reloj con frenos de disco. A lo mejor alguien me explicaba cómo me las iba a arreglar para no perder a Bea para siempre. Al oír la campanilla de la puerta creí que se trataba de Fermín que regresaba finalmente persuadido de que nuestros empeños detectivescos no daban ni para un chiste.
– Vaya, el heredero vigilando el castillo, como debe ser, aunque sea con cara de berenjena. Alegra ese rostro, chaval, que pareces el muñeco de Netol -dijo Gustavo Barceló, engalanado con un abrigo de camello y un bastón de marfil que no necesitaba y que blandía como una mitra cardenalicia-. ¿No está tu padre, Daniel?
– Lo siento, don Gustavo. Salió a visitar a un cliente, y supongo que no volverá hasta…
– Perfecto. Porque no es a él a quien vengo a ver, y lo que tengo que decirte es mejor que no lo oiga.
Me guiñó el ojo, desenfundándose los guantes y observando la tienda con displicencia.
– ¿Y nuestro colega Fermín? ¿Anda por aquí?
– Desaparecido en combate.
– Supongo que aplicando sus talentos a la resolución del caso Carax.
– En cuerpo y alma. La última vez que le vi vestía sotana y dispensaba la bendición urbi et orbe.
– Ya… La culpa es mía por azuzaros. En buena hora se me ocurrió abrir el pico.
– Le veo un tanto inquieto. ¿Ha sucedido algo?
– No exactamente. O sí, de alguna manera.
– ¿Qué quería contarme, don Gustavo?
El librero me sonrió mansamente. Su habitual gesto altanero y su arrogancia de salón se habían batido en retirada. En su lugar me pareció intuir cierta gravedad, un atisbo de cautela y no poca preocupación.
– Esta mañana he conocido a don Manuel Gutiérrez Fonseca, de cincuenta y nueve años de edad, soltero y funcionario de la morgue municipal de Barcelona desde 1924. Treinta años de servicio en el umbral de las tinieblas. La frase es suya, no mía. Don Manuel es un caballero de la vieja escuela, cortés, agradable y servicial. Vive en una habitación alquilada en la calle de la Ceniza desde hace quince años, que comparte con doce periquitos que han aprendido a tararear la marcha fúnebre. Tiene un abono de gallinero en el Liceo. Le gustan Verdi y Donizetti. Me dijo que en su trabajo lo importante es seguir el reglamento. El reglamento lo tiene todo previsto, especialmente en las ocasiones en que uno no sabe qué hacer. Hace quince años, don Manuel abrió un saco de lona que traía la policía y se encontró con el mejor amigo de su infancia. El resto del cuerpo venía en bolsa aparte. Don Manuel, tragándose el alma, siguió el reglamento.
– ¿Quiere un café, don Gustavo? Se está usted poniendo amarillo.
– Por favor.
Fui a por el termo y le preparé una taza con ocho terrones de azúcar. Se lo bebió de un trago.
– ¿Mejor?
– Remontando. Como iba diciendo, el caso es que don Manuel estaba de guardia el día en que llevaron el cuerpo de Julián Carax al servicio de necropsias, en septiembre de 1936. Por supuesto, don Manuel no se acordaba del nombre, pero una consulta a los archivos, y una donación de veinte duros a su fondo de retiro, le refrescaron la memoria notablemente. ¿Me sigues?
Asentí, casi en trance.
– Don Manuel recuerda los pormenores de aquel día porque según me contó aquélla fue una de las pocas ocasiones en que se saltó el reglamento. La policía alegó que el cadáver había sido encontrado en un callejón del Raval poco antes del amanecer. El cuerpo llegó al depósito a media mañana. Llevaba encima sólo un libro y un pasaporte que le identificaba como Julián Fortuny Carax, natural de Barcelona, nacido en 1900. El pasaporte llevaba un sello de la frontera de La Junquera, indicando que Carax había entrado en el país un mes antes. La causa de la muerte, aparentemente, era una herida de bala. Don Manuel no es médico, pero con el tiempo se ha aprendido el repertorio. A su juicio, el disparo, justo sobre el corazón, había sido realizado a quemarropa. Gracias al pasaporte se pudo localizar al señor Fortuny, padre de Carax, que acudió aquella misma noche al depósito a realizar la identificación del cuerpo.
– Hasta ahí todo encaja con lo que contó Nuria Monfort.
Barceló asintió.
– Así es. Lo que no te dijo Nuria Monfort es que él, mi amigo don Manuel, al sospechar que la policía no parecía tener mucho interés en el caso, y al haber comprobado que el libro que se había encontrado en los bolsillos del cadáver llevaba el nombre del fallecido, decidió tomar la iniciativa y llamó a la editorial aquella misma tarde, mientras esperaban la llegada del señor Fortuny, para informar de lo sucedido.
– Nuria Monfort me dijo que el empleado de la morgue llamó a la editorial tres días después, cuando el cuerpo ya había sido enterrado en una fosa común.
– Según don Manuel, él llamó el mismo día en que el cuerpo llegó al depósito. Me dice que habló con una señorita que le agradeció el que hubiese llamado. Don Manuel recuerda que le chocó un tanto la actitud de dicha señorita. Según sus propias palabras «era como si ya lo supiese».
– ¿Qué hay del señor Fortuny? ¿Es cierto que se negó a reconocer a su hijo?
– Eso es lo que más me intrigaba a mí. Don Manuel explica que al caer la tarde llegó un hombrecillo tembloroso en compañía de unos agentes de la policía. Era el señor Fortuny. Según él, eso es lo único a lo que uno no llega nunca a acostumbrarse, el momento en que los allegados vienen a identificar el cuerpo de un ser querido. Don Manuel dice que es un lance que no le desea a nadie. Según él, lo peor es cuando el muerto es una persona joven y son los padres, o un cónyuge reciente, quienes tienen que reconocerle. Don Manuel recuerda bien al señor Fortuny. Dice que cuando llegó al depósito apenas podía sostenerse en pie, que lloraba como un niño y que los dos policías le tenían que llevar de los brazos. No paraba de gemir: «¿Qué le han hecho a mi hijo?, ¿qué le han hecho a mi hijo?»
– ¿Llegó a ver el cuerpo?
– Don Manuel me contó que estuvo a punto de sugerirles a los agentes que se saltasen el trámite. Es la única vez que se le pasó por la cabeza cuestionar el reglamento. El cadáver estaba en malas condiciones. Probablemente llevaba más de veinticuatro horas muerto cuando llegó al depósito, no desde el amanecer como alegaba la policía. Manuel temía que cuando aquel viejecillo lo viese, se rompería en pedazos. El señor Fortuny no paraba de decir que no podía ser, que su Julián no podía estar muerto… Entonces don Manuel retiró el sudario que cubría el cuerpo y los dos agentes le preguntaron formalmente si aquél era su hijo Julián.
– El señor Fortuny se quedó mudo, contemplando el cadáver durante casi un minuto. Entonces se dio la vuelta y se marchó.
– ¿Se marchó?
– A toda prisa.
– ¿Y la policía? ¿No se lo impidió? ¿No estaban allí para identificar el cadáver?
Barceló sonrió con malicia.
– En teoría. Pero don Manuel recuerda que había alguien más en la sala, un tercer policía que había entrado sigilosamente mientras los agentes preparaban al señor Fortuny y que había presenciado la escena en silencio, apoyado en la pared con un cigarrillo en los labios. Don Manuel le recuerda porque cuando le dijo que el reglamento prohibía expresamente fumar en el depósito, uno de los agentes le indicó que se callara. Según don Manuel, tan pronto el señor Fortuny se hubo marchado, el tercer policía se acercó, echó un vistazo al cuerpo y le escupió en la cara. Luego se quedó con el pasaporte y dio órdenes de que el cuerpo fuese enviado a Can Tunis para ser enterrado en una fosa común aquel mismo amanecer.
– No tiene sentido.
– Eso pensó don Manuel. Sobre todo porque aquello no casaba con el reglamento. «Pero si no sabemos quién es este hombre», decía él. Los policías no dijeron nada. Don Manuel, airado, les increpó: «¿O lo saben ustedes demasiado bien? Porque a nadie se le escapa que lleva por lo menos un día muerto.» Obviamente, don Manuel se remitía al reglamento y no tenía un pelo de tonto. Según él, al escuchar sus protestas, el tercer policía se le acercó, le miró a los ojos fijamente y le preguntó si le apetecía unirse al finado en su último viaje. Don Manuel me contó que se quedó aterrado. Que aquel hombre tenía ojos de loco y que no dudó un instante de que hablaba en serio. Murmuró que él sólo trataba de cumplir con el reglamento, que nadie sabía quién era aquel hombre y que por tanto todavía no se le podía enterrar. «Este hombre es quien yo diga que es», replicó el policía. Entonces cogió la hoja de registro y la firmó, dando por cerrado el caso. Don Manuel dice que esa firma no la olvidará jamás, porque en los años de la guerra, y luego durante mucho tiempo después, volvería a encontrarla en decenas de hojas de registro y defunción de cuerpos que llegaban no se sabía de dónde y que nadie conseguía identificar…